
Viajes de Gazapillo
Saturnino Calleja
Más cuentos del autor »Gazapillo quería ser explorador. Salió a recorrer mundo, encontró a la Princesa Ratón y juntos vivieron la aventura más emocionante de sus vidas.
Viajes de Gazapillo
Un día se le ocurrió a Gazapillo Gulliver que tenía que ser explorador; y tomando bajo el brazo un pastel de zanahorias y una torta de coles, salió por esos mundos de Dios, quedando sorprendido de encontrarlos tan grandes. Al llegar a una verde pradera, después de atravesar un bosque inmenso, se sintió tan cansado, que cenó un bocadillo y se echó a dormir.
Cuando despertó, no podía moverse. Y no era que sintiera calambres, ni que se hubiese quedado paralítico, sino que una manada de Ratoncillos le habían atado fuertemente a tierra con no se cuántas tiras de hierba verde. Entonces, los Ratoncillos le leyeron desde lo alto de una plataforma un discurso en que decían:
—Es usted prisionero nuestro.
Gazapillo les prometió no escaparse si le soltaban las ligaduras. Así lo hicieron y se pusieron todos juntos en camino. Los Ratoncillos iban terriblemente excitados con la captura de un gigante tan enorme. Colocaron el reloj de nabo de Gazapillo en un carro, tirado por cincuenta saltamontes, a los que dieron orden de marchar bastante separados de ellos, porque decían; —¡Suena tan fuerte que debe de ser peligroso!
Así fue llevado Gazapillo Gulliver a la capital de los Ratoncillos; los cuales no se atrevieron a meterle dentro de la maravillosa ciudad, temerosos de que al andar por las calles estropease las casas. Y entonces decidieron construir con musgo, ramitas y estacas, una casa grande y solitaria fuera de las puertas de la ciudad.
Al día siguiente toda la nación de los Ratoncillos, que aquella noche no había dormido con la gran noticia, vino a visitar al gigante prisionero. Al principio los celadores cobraban dos perrillas a todo el que quisiera verle, por la puerta o por la ventana, pero luego Gazapillo Gulliver salió para desperezarse, y entonces todo el mundo pudo contemplarle a sus anchas sin pagar un solo céntimo, aunque desde una distancia muy respetuosa.
Llegaron más tarde el Rey y la Reina y toda la Real Familia. Gazapillo Gulliver cogió de pronto, sonriendo, a la Princesita y se la puso en la palma de la mano. ¡Cómo chillaba y se revolvía el resto de la Real Familia! Escaparon todos al pronto muy lejos; pero, luego, se pararon a observar, llenos de terror, pues creían que Gazapillo Gulliver iba a comerse a la Princesita.
No fue así ni mucho menos, sino que después del primer minuto, en que, naturalmente, estaba la Princesita más amarilla que la cera, se hicieron ambos buenísimos amigos y se dijeron todo lo que tenían que decirse. —Gigante amable, Gigante bueno, me gustas mucho! —le decía la Princesita acariciándole la nariz.
Mientras tanto se oyó en la ciudad un gran ruido de tambores y trompetas. —¿Qué ocurre?— preguntó Gazapillo. —Que vamos a la guerra— dijo la Princesita dolorida, —y me temo que nos den la gran paliza, porque el enemigo tiene muchísimos cañones y nosotros tenemos muy pocos y los que tenemos son viejos y malos.
—Quizás yo pueda ayudaros y serviros más que el mejor cañón— le dijo Gazapillo Gulliver haciendo extraños gestos.
Acompañadas de gran número de banderas de mil colores, casi tan altas como los cerros del camino, y seguidas de poquísimos cañones, se echaron al campo las tropas de los Ratoncillos. Los Ratoncillos del bando contrario las observaban desde una colina, que era cueva de lagartos, con numerosa ansiedad y gran inquietud. Gazapillo Gulliver las seguía andando despacito, dueño de si mismo y seguro de su poder, y pudo ver bien, a vista de pájaro, cuánto más fuerte era el ejército enemigo.
Nuestros Ratoncillos hicieron sonar fuertemente sus clarines y para mantener en alto su valor, entonaron el Himno Nacional.
Migajillas de jamón
Y pedazos de quesillo
Hacen tan galán truhán
Del valiente Ratoncillo
—¡Adelante!— les gritó el general blandiendo su espada, y dando un terrible ¡Vivaaaá! se lanzaron sobre la colina que ocupaba el enemigo. Gazapillo Gulliver cargó también contra ellos. En una zancada estuvo en las líneas contrarias.
—¡Un monstruo! ¡Un gigante! ¡Horror! ¡Huyamos!— gritaron los enemigos, y salieron corriendo, dejando caer todo y abandonando todos sus cañones.
Gazapillo los reunió todos en un haz, los ató con las cintas de sus zapatos y volvió al ejército de los Ratoncillos, arrastrando los cañones tras de sí. —Prometí a la Princesita que os ayudaría— dijo. —No creo que esa gentezuela os moleste nunca más.— Y al decir esto, hizo a la Princesita una fina reverencia.
En la ciudad, los Ratoncillos se volvieron locos de alegría. “Saludemos al Héroe conquistador” y lo llevaron procesionalmente con gran solemnidad, sin cesar en sus aclamaciones, arrojándole flores y agitando los sombreros. Las Ratoncillas no paraban de decirle; ¡Olé! ¡Requete guapo! ¡Salado! y lo miraban suspirando.
Gazapillo se puso a las puertas de la ciudad y separando bien sus patas formó con ellas un arco triunfal, bajo el cual desfilaron los soldados. Todo el mundo decía: — ¡Qué justo y qué valiente es!
Los soldados saludaban al pasar y la Familia Real, que asistió al acto, estaba ahora tan satisfecha como antes asustada, no sabiendo qué hacer con el gigante ni qué tratamiento darle. Las damas obsequiaron a Gazapillo con todos los camisones y calcetines que habían hecho para los soldados que hubieran sido heridos en la batalla. Eran muy pequeños para él, naturalmente, pero las damas hacían el regalo con la mejor intención y buen deseo.
El Rey declaró la paz, y cuando Gazapillo se retiró a descansar a su casa, que le habían las doncellas más lindas colgado con todos sus espejos, a fin de hacerla más grande, en que pudiera mirar su hermosura al levantarse, los cocineros de S.M. le trajeron de palacio, muy calentita, una espléndida cena. Luego llegaron los Ratoncillos y, con acompañamiento de panderetas, trompetillas, mandolinas y flautines, le dieron una serenata, a la luz de la luna, que duró hasta la media noche.
No es de extrañar, pues, que con tanto regalo y bullicio, al día siguiente se despertara Gazapillo bastante tarde. La Princesita vino la primera a visitarle y se sentó en su cama a esperar que despertara. —¡Es la primera vez que he estado en la casa de un gigante! —pensó mirándose en el gran espejo de espejos.— ¡Verdaderamente esto es casi una aventura!
Pero lo que ocurrió en seguida sí que fue una aventura, demasiado grande, sin duda, para la pobre Princesita. Y fue que una fiera y grande Águila que por allí volaba en aquella mañana radiante, y al reparar en las ramitas, en las estacas y en el musgo tan preciosos de que estaba hecha la casa de Gazapillo, se dijo: —Nada mejor puedo encontrar para mi nido— y precipitándose sobre ella y cogiéndola en sus garras, remontó el vuelo, llevándose Princesa, Gazapillo, casa y todo lo que había dentro incluso el espejo.
Gazapillo se despertó con el traqueteo, y quedó tan asustado como la propia Princesita. Mas ella recobró bien pronto el valor, trepó por la chimenea y empezó a hacer cosquillas en la garra del Águila.
El Águila soltó la presa, y la casa fue bajando, bajando, bajando. Afortunadamente cayó en las ramas de un gran árbol. De haber caído al suelo, Gazapillo y la Princesita hubiesen quedado hechos una tortilla, pero de este modo sólo les costó el susto consiguiente y el salir molidos del golpe.
Los dos se preguntaban cómo podrían bajar de aquel árbol adonde la buena suerte les había traído, porque ninguno de ellos se atrevía a saltar desde tan alto. Mientras dudaban, oían piar a unos pajaritos que en la misma copa tenían el nido y les dijeron que se callaran porque el Águila podía descubrir a todos. Mirando por las hojas y tras varias excursiones de rama en rama, la Princesita vio algunas arañas sentadas en la tela que habían tendido sobre unas flores, y les dijo: —Oíd; si me hiláis una cuerda tan larga y tan gruesa que llegue hasta el suelo, os doy mi anillo de oro.—Convenido —dijeran las arañas—, y poniéndose al trabajo tuvieron la cuerda lista en menos de nada. La Princesita
les alargó su sortija, y se encaramó en un hombro de Gazapillo. Y este fue bajando poquito a poco por la cuerda. Pero apenas tocaban el suelo, se encontraron con un nuevo peligro, porque el enorme Zorro Gigante (el ser a quien Gazapillo más temía en el mundo) se arrojó de pronto sobre ellos, y metiendo a Gazapillo en su zurrón echó a andar con él. En cuanto a la Princesita, pudo escurrirse a tiempo del hombro de Gazapillo, pues era tan pequeña que el Gigante no la vio.
—Aunque temía por su vida, la Princesita siguió al Gigante, que a grandes zancadas se dirigía a su castillo de la Madriguera, paraje oculto en un bosque de helechos, hasta que le vio pasar la puerta del sótano con Gazapillo en su zurrón.
¡Eh, hijos míos! —gritó el Zorro-Gigante al llegar dentro de su casa—. ¡Venid a ver lo que os traigo para jugar! ¡Esto sí que es un juguete bonito y barato, eh! y tiró el zurrón sobre la mesa de la cocina. Su mujer doña Zorruela, y los dos Gigantitos corrieron a él dando chillidos de alegría.—¡Ábrelo, ábrelo!—gritaban.
El Zorro-Gigante sacudió el zurrón y echó fuera a Gazapillo, el cual estaba aturdido y terriblemente asustado. Los Gigantillos tenían muy pocos juguetes y además casi todos estaban rotos, así es que quedaron encantados cuando se vieron en posesión del juguete de carne y hueso que su papá les había traído. Aullaron y bailaron de alegría, y luego se pusieron alrededor de la mesa enseñando los dientes, poseídos de gran excitación. La madre manoseó por todas partes a Gazapillo para ver de que estaba hecho y le observó cuidadosamente por todas partes con una lente. Luego, ya tranquila, dejó que los niños lo cogieran. Estos le metieron en la cuna de su muñeca, le hicieron beber agua de menta en una tacita de juguete y le vistieron con los trapos de un muñequillo. Se reían mucho viéndole los ojillos brillantes y fieros en donde se veían ellos chiquititos y lejanos.
Entre tanto la Princesita se había escurrido por el ojo de la llave, y escondida detrás de una palmatoria que había en el paño de la chimenea, miraba tristemente lo que ocurría, y esperaba.
Un momento después refunfuñó el Gigante: —¡Ave María, y qué jaleo traen estos chicos! ¡Y qué calorcito hace aquí dentro! ¡Por supuesto, que aquí no puede uno ni siquiera respirar! — Y enfurecido de cólera abrió bruscamente la puerta, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello. —¡Pero papaíto! — dijeron los Gigantitos. —¡Jesús qué corriente de aire!—gritó doña Zorruela.
Y como ninguno de ellos prestaba atención a Gazapillo Gulliver, pensó éste: —¡Qué mejor ocasión!— y saltando de la cama de la muñeca, salió como un relámpago por la puerta abierta. Los Gigantitos aullaron acongojados al ver desaparecer a su juguete vivo, y el papá y doña Zorruela corrieron precipitadamente detrás de Gazapillo. Poco camino había andado éste cuando tuvo encima a toda la familia de los Gigantes que lo llevaron arrastrando y riendo al castillo de la Madriguera.
—¡Esta tiene que ser la última vez que ocurra! –dijeron, y lo metieron en una caja de cartón para zapatos, que ataron muy bien con cuerdas. Con un cortaplumas hicieron en la tapa unos agujeritos para que pasara el aire y Gazapillo pudiera respirar a fin de que les durara mas tiempo, y como por uno de los boquetes asomaba una oreja, los Gigantitos le hacían cosquillas en ella para fastidiarle, muertos de risa.
La familia zorruna se marchó a la cama, después de tomar su buena cena, dejando a su prisionero hambriento y preocupado de su porvenir dentro de la caja de cartón encima de la mesa.
¡Nunca se había sentido tan desdichado el pobre Gazapillo!
Pero cuando ya en el Castillo de la Madriguera no se oía ni un mosquito, a no ser los ronquidos del Gigante, la Princesita de los Ratoncillos saltó del paño de la chimenea y subiéndose en lo alto de la caja de botas, al lado de la oreja de Gazapillo, le dijo: —¡Valor, amigo mío! Vendremos a ayudaros dentro de un segundo—. Y salió escapado.
—¡Vaya con el segundo!— pensaba Gazapillo, mientras esperaba en su incómoda prisión. —Me parece que ya no va a volver nunca… ¡Pero…! ¿Qué es eso? —Oía un sonido menudito, el de una muchedumbre que cantaba en un murmullo agudo y suave a un tiempo:
Migajillas de jamón
Y pedazos de quesillo
Hacen tan galán truhán
Del valiente Ratoncillo
¡Era el Himno Nacional de los Ratoncillos! Gazapillo respondió con un ¡Vivaaaá! en voz muy bajita. Oyó entonces centenares de piececillos que, con pasitos menudos, corrían por el suelo, y miles de dientecillos roe que te roe, roe que te roe, en la caja de zapatos. La Princesita le cuchicheaba en la oreja: —¡Pronto estaréis libre, valiente campeón!
Apenas habían los Ratoncillos roído el agujero lo bastante grande para que cupiese por él un pie de Gazapillo, cuando, ¡pum, pum, pum! ¡el Gigante que bajaba la escalera!
Todos los Ratoncitos se escondieron al momento y la Princesita se metió en el dedal de doña Zorruela, que estaba encima de la silla baja de costura.
Y como no se veía a nadie, el Gigante se metió de nuevo en la cama.
Los Ratoncillos se pusieron de nuevo a la obra. Pero cuando habían roído un boquete bastante grande para que Gazapillo pudiera sacar un brazo y una pierna, ¡pum, pum, pum! ¡el Gigante que de nuevo bajaba los escalones!
—¡Estoy seguro de haber oído roer alguna cosa!— refunfuñaba. Todos los Ratoncillos corrieron a esconderse, excepto la Princesita, que se acurrucó contra la caja de Gazapillo. El Gigante, con la palmatoria en la mano, re buscó por el cuarto de arriba a abajo; vio el rabillo de la Princesita y fue a cogerlo, pero en el mismísimo momento se escurrió ella dando una vuelta a la esquina de la caja. La siguió el Gigante e intentó de nuevo cogerle el rabillo, pero ella se fue escurriendo, dando vueltas y vueltas y vueltas alrededor de la caja, hasta que el Gigante se marchó a la cama creyendo que estaba delirando porque aquella noche, para celebrar la aventura, había bebido demasiado vino moscatel.
Entonces los Ratoncillos salieron precipitadamente, y en dos minutos royeron un boquete, a través del cual pudo ir saliendo, con un poco de apretura, Gazapillo. Y luego, colgándose los unos de los rabos de los otros, le hicieron una escala; pero en el preciso momento en que se descolgaba Gazapillo por la ventana del fregadero, derribó una cafetera, una sartén y una cacerola, y el Zorro-Gigante bajó las escaleras y corrió tras él. Los Ratoncillos chillaban por aquí y chillaban por allá para apartar al Gigante de la pista de Gazapillo. Y chillaron al mismo tiempo en cuarenta sitios distintos hasta dejar al Gigante completamente atontado y en un estado de desesperación verdaderamente indescriptible.
De repente, el Zorro descubrió a un Ratoncillo chiquirritito que se escondía bajo unas matas de helecho. Era la Princesita, y el Gigante le echó mano. Gazapillo, para salvarla, saltó de pronto a las narices del Gigante, y como él se figuraba, el Zorro dejó caer a la Princesita para cogerle a él. Salió Gazapillo corriendo como alma que lleva el diablo y viendo una charca de agua helada, saltó sobre ella. El Zorro saltó detrás de él, pero —¡crak! ¡zás!— el hielo se rompió y el Zorro cayó al agua. ¡Cómo se rieron los Ratoncillos, que andaban por allí escondidos, mirando, espantados, la tremenda aventura de Gazapillo! El Gigante tuvo que volverse a su castillo mas que aprisa, estornudando, con escalofríos, hecho una sopa, mientras que Gazapillo y sus libertadores escapaban cantando el himno nacional:
Migajillas de jamón
Y pedazos de quesillo
Hacen tan galán truhán
Del valiente Ratoncillo
Gazapillo, después de haber saludado a los Reyes de los Ratoncillos, tornó a su casa, llevando consigo a su querida Princesita.
Y su mamá se alegró tanto cuando Gazapillo le contó lo que les había pasado, que dijo que la Princesita tenía que vivir siempre con ellos en su casa del valle, como en efecto así ocurrió, siendo todos muy felices.
FIN