
Un árbol de Navidad y una boda
Fiódor Dostoyevski
Más cuentos del autor »En un baile infantil una niña que había recibido una cuantiosa dote, era objeto del deseo de un hombre paciente, que esperaría lo que fuese necesario.
Un árbol de Navidad y una boda
Hace unos días vi una boda… pero, no, mejor voy a hablarles de un árbol de Navidad. La boda fue muy bonita, me gustó mucho, pero el otro episodio es mejor. No sé por qué, pero al ver la boda, recordé lo del árbol. Esto es lo que pasó: hace justo cinco años, la víspera de Año Nuevo, me invitaron a un baile infantil. La persona que me invitó era una persona de negocios conocida, con vínculos, con conocidos e intrigas, así que se podía pensar que un baile infantil era un pretexto para que los padres hicieran corrillos y conversaran sobre otros asuntos más interesantes de una forma inocente, casual, accidental. Yo era un extraño allí, no tenía asuntos, así que pasé la velada bastante a mi aire. Había otro señor que parece que tampoco tenía ni padre ni madre, pero que, como yo, había acabado en esta felicidad familiar… Fue el primero en quien me fijé. Era un hombre alto, tirando a delgado, muy serio, muy correctamente vestido. Pero se veía que no estaba ni para fiestas ni para felicidad en familia: cuando se apartaba en algún rincón, enseguida dejaba de sonreír y arrugaba sus cejas pobladas y negras. No conocía a nadie en el baile, excepto al anfitrión. Era evidente que se aburría muchísimo, pero que iba a mantener con valentía, hasta el final, su papel de hombre completamente divertido y feliz. Después me enteré de que era un señor de la provincia y que tenía un asunto decisivo, intrincado, en la capital, que traía una carta de recomendación para nuestro anfitrión, y que éste le había ofrecido su amparo no con amore y que lo había invitado al baile por cortesía. No jugaba a las cartas, no le ofrecían cigarros, nadie le daba conversación, quizá porque le habían visto el plumero, y por eso nuestro señor se vio obligado a pasarse toda la velada atusándose las patillas, para tener las manos ocupadas. Las patillas estaban, en realidad, bastante bien. Pero él las atusaba con tanto celo que, al verlo, uno podía pensar que las primeras en ver la luz habían sido, sin duda, las patillas y que solo después les habían añadido un señor para que las atusara.
Aparte de esta figura que participaba de tal forma en la felicidad familiar del anfitrión, que tenía cinco niños bien alimentados, también me llamó la atención otro señor. Pero era de una naturaleza muy diferente. Se trataba de todo un personaje. Se llamaba Yulián Mastakóvich. A primera vista se podía ver que era el invitado de honor y que tenía la misma relación con el anfitrión que éste con el señor que se atusaba las patillas. El anfitrión y su señora le hablaban con muchísimos miramientos, le ofrecían de beber, le agasajaban, le llevaban a sus invitados para alguna recomendación, pero a él no lo llevaban a conocer a nadie. Reparé en que al anfitrión le brillaron los ojos de emoción cuando Yulián Mastakóvich se refirió a la velada diciendo que pocas veces pasaba el tiempo de una forma tan agradable. Yo empecé a sentir algo de miedo en presencia de una persona así y por eso, después de tranquilizarme mirando a los niños, me fui a un pequeño salón que estaba completamente vacío y me senté en el cenador de flores de la dueña, que ocupaba casi la mitad de la estancia.
Todos los niños eran increíblemente agradables y no querían ni por asomo ir con los mayores, a pesar de todos los avisos de institutrices y madres. Habían desmontado el árbol en un abrir y cerrar de ojos, por completo, hasta el último dulce, y les había dado tiempo a romper la mitad de los juguetes antes de averiguar para quién era cada uno. Había un niño especialmente encantador, de ojos negros y pelo rizado, que no quería más que dispararme con su escopeta de madera. Pero quien más atraía la atención era su hermana, una niña de unos once años, adorable como un querubín, tranquila, soñadora, de cara pálida y ojos grandes, saltones y soñadores. Algo habían hecho los niños que la había molestado y por eso se había marchado al mismo salón donde estaba yo, y en un rinconcito se dedicó a su muñeca. Los invitados señalaban con respeto a un rico rentista, el padre de ella, y alguien indicó en susurros que se le había reservado una dote de trescientos mil rublos. Yo me volví para observar a quienes sentían curiosidad por esa circunstancia y mi mirada cayó sobre Yulián Mastakóvich, quien, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente ladeada, parecía prestar extraordinaria atención a la vanilocuencia de esos señores. Después no pude dejar de sorprenderme ante la sabiduría de los anfitriones al repartir los regalos de los niños. La niña que ya tenía trescientos mil rublos de dote recibió la muñeca más valiosa. Después siguieron con los regalos en orden descendente, según iba descendiendo el rango de los padres de todos esos felices niños. Por fin el último niño —un crío de unos diez años delgadito, pequeño, pecoso, pelirrojo— recibió solo un librito de narraciones con comentarios sobre la majestuosidad de la naturaleza, sobre las lágrimas de ternura y cosas así, sin dibujos y sin viñetas de adorno siquiera. Era el hijo de la institutriz de los hijos de los anfitriones, ella una viuda pobre, él un niño sumamente temeroso, asustadizo. Llevaba puesta una chaquetita mísera de nanquín. Tras recibir el libro, pasó un buen rato merodeando alrededor de los otros juguetes; tenía unas ganas terribles de jugar con los otros niños, pero no se atrevía; era evidente que ya había sentido y comprendido su situación. Me gusta mucho observar a los niños. Es extraordinariamente curiosa su primera manifestación independiente de la vida. Me di cuenta de que el crío pelirrojo estaba hasta tal punto seducido por los valiosos juguetes de los otros niños, sobre todo por el teatro, donde sin duda le gustaría tener algún papel, que decidió rebajarse. Con una sonrisa se lanzó a jugar con los niños, le dio su manzana a un crío pequeño y regordete que tenía un pañuelo lleno de golosinas, y hasta se decidió a llevar a uno a caballito con tal de que no lo echaran del teatro. Pero al poco un granuja lo sacudió de lo lindo. El niño no se atrevió a llorar. Entonces apareció la institutriz, su madre, y le ordenó que no molestara a los niños que jugaban. El niño entró al salón donde ya estaba la niña. Ella dejó que se quedara allí y los dos se aplicaron a adornar a la valiosa muñeca.
Yo llevaba media hora entre la hiedra del cenador y casi adormecido bajo los mínimos susurros del niño pelirrojo y de la niña bonita con una dote de trescientos mil, entretenidos con la muñeca, cuando en la estancia entró Yulián Mastakóvich. Había aprovechado el escándalo de la discusión de los niños para salir discretamente del salón. Yo había reparado en que momentos antes había estado hablando muy entusiasmado con el padre de la futura novia rica, al que acababa de conocer, sobre la superioridad de cierto empleo sobre otro.
Ahora estaba meditando y parecía contar algo con los dedos.
—Trescientos mil… trescientos mil… —susurraba—. Once… doce… trece… etcétera. Hasta los dieciséis ¡son cinco años! Pongamos que a un cuatro por ciento serían doce, por cinco son sesenta, y por estos sesenta… bueno, pongamos que dentro de cinco años hará un total de cuatrocientos. Vaya… Pero ese pícaro no presta a un cuatro por ciento. Quizá cobre un ocho o un diez. Bueno, serían quinientos, al menos habrá quinientos mil, seguro; bueno, y sobras para trapitos…
Terminó sus meditaciones, se sonó e iba a salir de la estancia cuando, de pronto, se fijó en la niña y se detuvo. A mí no podía verme por los tiestos de plantas. Me pareció que estaba realmente agitado. O los cálculos le habían afectado o había sido otra cosa, pero se restregaba las manos y no podía parar quieto. La agitación aumentó nec plus ultra cuando se detuvo y dirigió una mirada diferente, resuelta, a la futura novia. Hizo ademán de acercarse, pero primero miró a un lado y a otro. Después, de puntillas, como si se sintiera culpable, empezó a acercarse a la niña. Se acercó sonriendo, se inclinó y le dio un beso en la cabeza. Ella, que no esperaba el ataque, gritó asustada.
—¿Qué está haciendo aquí, querida niña? —susurró, mirando a su alrededor y acariciando a la niña en la mejilla.
—Jugamos…
—¿Ah, sí? ¿Con él? —Yulián Mastakóvich miró de reojo al niño—. ¿Por qué no te vas al salón, guapo? —le dijo. El niño guardaba silencio y lo miraba fijamente. Yulián Mastakóvich de nuevo miró a su alrededor y de nuevo se inclinó hacia la niña—. ¿Y qué es esa muñeca que tiene, querida niña? —preguntó.
—Una muñeca —respondió la pequeña, haciendo un mohín y enrojeciendo ligeramente.
—Ah, una muñeca… Y ¿sabe, querida niña, de qué está hecha su muñeca?
—No… —susurró la pequeña y bajó la cabeza del todo.
—De trapos, bonita. Deberías irte al salón, chico, con los de tu edad —dijo Yulián Mastakóvich mirando con severidad al niño. La niña y él fruncieron el ceño y se agarraron de la mano. No querían separarse—. ¿Y sabe por qué le han regalado esa muñeca? —preguntó Yulián Mastakóvich bajando la voz cada vez más.
—No lo sé.
—Pues porque esta semana ha sido una niña amable y buena. —Aquí Yulián Mastakóvich, agitado a más no poder, miró a un lado y a otro y, bajando aún más la voz, preguntó finalmente con voz inaudible, prácticamente ahogada por la emoción y la impaciencia—: Y ¿va usted a quererme, criatura, cuando vaya de visita a casa de sus padres?
Habiendo dicho esto, Yulián Mastakóvich quiso dar otro beso a la querida niña pero el crío pelirrojo, al ver que ella estaba a punto de echarse a llorar, la agarró de la mano y empezó a gimotear de pura compasión por ella. Yulián Mastakóvich se enfadó de veras.
—¡Vete! ¡Vete de aquí, largo! —le decía al niño—. ¡Vete al salón! ¡Vamos, largo con los de tu edad!
—¡No, no! ¡Váyase usted! —dijo la niña—. ¡Déjelo, déjelo! —decía casi llorando.
Alguien hizo ruido en la puerta, inmediatamente el imponente cuerpo de Yulián Mastakóvich se incorporó, asustado. Pero el niño pelirrojo se asustó aún más que Yulián Mastakóvich, dejó a la niña y sigilosamente, pegado a la pared, salió del salón y entró en el comedor. Para no levantar sospechas Yulián Mastakóvich también se fue al comedor. Estaba rojo como un cangrejo y se observó en un espejo, parecía desconcertado consigo mismo. Puede que estuviera descontento por su acaloramiento y su impaciencia. Puede que al principio le afectaran tanto las cuentas con los dedos, que le tentaran y le animaran tanto, que se decidió a comportarse como un niño pequeño, a pesar de su seriedad y de su importancia, y abordar directamente a su objeto, a pesar de que ese objeto en realidad solo podría ser un objeto auténtico no antes de cinco años. Salí del salón tras el huésped de honor y me encontré ante un espectáculo extraño. Yulián Mastakóvich, completamente colorado por el enojo y la ira, asustaba al niño pelirrojo, que, alejándose cada vez más de él, ya no sabía dónde echar a correr de miedo.
—¡Largo! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Fuera, granuja! ¿Qué haces, robar fruta?
¿Eso es lo que haces? ¡Largo, granuja! ¡Vamos, largo, mocoso, vete con los de tu edad!
El atemorizado muchacho se decidió por una opción arriesgada y probó a colarse debajo de la mesa. Entonces su perseguidor, acalorado a más no poder, sacó un pañuelo largo de batista y empezó a sacudir por debajo de la mesa al niño, sumiso en grado superlativo. Hay que señalar que Yulián Mastakóvich estaba un poco regordete. Era un hombre bien alimentado, sonrosado y robusto, con tripa, con muslos gruesos, en resumen, era lo que suele llamarse un fortachón, redondo como una nuez. Se cubrió de sudor, resoplaba y estaba terriblemente colorado. Al final estaba casi rabioso, tan grande era su sentimiento de indignación y, es posible (¿quién sabe?), de celos. Rompí a reír a carcajada tendida. Yulián Mastakóvich se volvió y, a pesar de toda su importancia, se asustó mortalmente. En ese momento el anfitrión entró por la puerta en el otro extremo. El niño salió de debajo de la mesa y se restregó codos y rodillas. Yulián Mastakóvich se apresuró a llevarse a la nariz el pañuelo que sujetaba por un extremo.
El anfitrión nos miró a los tres algo perplejo, pero, como alguien que conoce la vida y que la contempla desde un punto de vista práctico, enseguida aprovechó que había pillado solo a su invitado.
—Pues éste es el niño —dijo señalando al pelirrojo—, sobre el que he tenido el honor de pedirle…
—¿Cómo? —respondió Yulián Mastakóvich, aun no repuesto del todo.
—El hijo de la institutriz de mis hijos —continuó el anfitrión en tono de ruego—, una pobre mujer, viuda, esposa de un funcionario honrado, y por eso… si fuera posible, Yulián Mastakóvich…
—Ah, no, no —empezó a gritar este precipitadamente—, no, perdóneme, Filipp Alekséievich, es imposible. He hecho averiguaciones, ya no hay vacante y, de haberla, tengo diez candidatos que tienen mucho más derecho que ése… Una pena, sí, una pena…
—Una pena —repitió el anfitrión—, es un niño sencillo, tranquilo…
—Un granujilla, por lo que he podido ver —respondió Yulián Mastakóvich torciendo histérico el gesto—; largo, niño, ¿qué haces ahí parado? ¡Vamos, con los de tu edad! —dijo dirigiéndose al niño.
Aquí creo que no pudo contenerse y me miró por el rabillo del ojo. Yo tampoco pude contenerme y le solté una carcajada a la cara. Acto seguido Yulián Mastakóvich me dio la espalda y preguntó a nuestro anfitrión, con bastante claridad para que yo lo oyera, quién era el extraño joven. Empezaron a cuchichear y salieron de la estancia. Después vi cómo Yulián Mastakóvich, al oír a nuestro anfitrión, movía la cabeza suspicaz.
Me harté de reír y regresé al salón. Allí nuestro gran hombre, rodeado de padres y madres de familia, de los anfitriones, charlaba acalorado con una señora a la que acababa de ser presentado. La señora agarraba por un brazo a la niña con la que diez minutos antes Yulián Mastakóvich había organizado su numerito del salón. Ahora se deshacía en elogios y admiración por la belleza, el talento, la gracia y la buena educación de la querida niña. Era evidente que estaba tirando de la levita a la madre. Ésta le escuchaba casi con lágrimas de entusiasmo. Los labios del padre esbozaban una sonrisa. El anfitrión se complacía de la efusión de alegría generalizada. Todos los invitados la sentían, incluso los juegos de los niños cesaron para no dificultar la conversación. El aire estaba impregnado de veneración. Después oí a la madre de la niña interesante pedir, tocada en lo más hondo de su corazón y con fórmulas seleccionadas, a Yulián Mastakóvich que le concediera un honor especial, que obsequiara a la familia con su valiosa amistad; oí el entusiasmo auténtico de Yulián Mastakóvich al aceptar la invitación y después a los invitados, que, al dispersarse en varias direcciones, tal como exigía el decoro, se deshacían en elogios conmovedores al rentista, a la rentista, a la niña y, sobre todo, a Yulián Mastakóvich.
—¿Está casado ese señor? —pregunté casi en voz alta a uno de mis conocidos, el que estaba más cerca de Yulián Mastakóvich.
Éste me lanzó una mirada penetrante y rabiosa.
—¡No! —respondió mi conocido, profundamente afectado por una torpeza que yo había cometido a sabiendas.
Hace poco pasé por delante de la iglesia de…; me dejaron estupefacto la muchedumbre y la gran cantidad de gente que llegaba en carruaje. Fuera se hablaba de una boda. El día estaba gris, empezaba a lloviznar; me colé tras la multitud en la iglesia y vi al novio. Era un hombre pequeño, redondo y bien alimentado, con tripa, muy engalanado. Corría, se alteraba, disponía. Por fin se oyó un murmullo, traían a la novia. Me abrí paso entre el gentío y vi a una belleza encantadora que apenas acababa de alcanzar su primavera. Pero la bella joven estaba pálida y triste. Tenía la mirada perdida; incluso me pareció que sus ojos estaban enrojecidos por lágrimas recientes. La severidad clásica de cada uno de los rasgos de su cara añadía cierta trascendencia y solemnidad a su belleza. Pero, a través de esa severidad y trascendencia, a través de su tristeza, todavía afloraba el primer semblante infantil, inocente; reflejaba algo extremadamente inocente, algo transitorio, joven, algo que parecía implorar sin pedir, por sí mismo, clemencia.
Decían que apenas había cumplido los dieciséis. Contemplé con atención al novio y, de pronto, reconocí en él a Yulián Mastakóvich, al que llevaba sin ver justo cinco años. La miré a ella… ¡Dios mío! Empecé a abrirme paso para salir cuanto antes de la iglesia. La muchedumbre comentaba que la novia era rica, que la novia tenía una dote de quinientos mil… y algo más en ropa…
«Pues los cálculos los hizo bien», pensé yo ya en la calle…
FIN