
Purita Paz
María Leonor Smith de Lottermoser
Más cuentos del autor »Purita Paz era una niña que no sabía lo que era tener madre. Pero tenía a sus amigas, que le daban todo el cariño y amor que no tuvo de su madre.
Purita Paz
¡Talán, talán! Sonó la hora del recreo y al patio fueron, no sólo las alumnas del cuarto grado, sino también todas las que había en la escuela. ¡Qué alboroto! Las más juiciosas se paseaban de un lado para otro tomaditas del brazo, y las más bulliciosas jugaban al Martín pescador, a las visitas, a las flores y a las esquinitas.
Sin embargo, había una que otra chiquilla tristona que se mantenía apartada y solita contra la pared, entretenida tal vez en ver jugar a las demás.
Entre tantas, se descubría a Purita Paz, junto a una de las puertas del salón del cuarto grado. No había transcurrido más de una semana desde el primer día de clase; por eso las maestras no conocían muy bien a sus alumnas.
Purita Paz era ya crecidita, había cumplido doce años. Sus ojos pardos y serenos pocas veces parpadeaban, fijándose largamente en las cosas que la rodeaban; sus cabellos negros, lustrosos y estirados, formaban una trenza bien apretada por encima de la nuca, haciendo más grandes y más hermosos esos ojazos de niña buena. A ese peinado brillante, acompañaba una carita reluciente como un espejo, una carita que parecía recién jabonada, sin haber logrado enjuagarse bien. Sus labios entreabiertos y gorditos pedían agua, tenían sed sin duda, sed de lo que a muchas niñas les falta, sed de cariño.
Y esa era Purita Paz con su delantal blanco, sus medias negras de algodón y sus zapatos de feria.
iEn qué pensaría Purita Paz! Pensaba entonces en que después del recreo tendría que escribir una composición que la maestra había ordenado para la hora de Castellano, la composición sobre “La madre”.
Algunas de sus compañeras, protestadoras y perezosas, habían murmurado: —¡Qué difícil!— otras —¡Qué fácil!
Purita Paz no había dicho nada; pero había quedado pensando.
¡Talán, talán! otra vez la campana.
En un abrir y cerrar de ojos cada pequeñuela se encontró en su puesto.
El patio quedó como el de un cuartel, las filas se dispusieron como batallones; las maestras como oficiales; la directora como general y, a la voz de: —¡Marchen!— marcaron todas el paso entrando a los salones respectivos.
—¡A trabajar! — dijo la señorita Rosa, frente a sus treinta alumnas del cuarto grado. Al instante, todas se prepararon para escribir la composición.
Unas mordían el portaplumas y otras lo sacudían sin atreverse a empezar. En cambio, Purita Paz lo hizo correr como la cosa más natural, sin preocuparse de lo que pasaba en derredor.
—Ya veo que no escriben— agregó la maestra —Les he dicho que no pienso ayudarlas. Quiero conocerlas y saber de lo que son capaces cuando están solas. A escribir, pues no contamos con mucho tiempo.
Las chiquillas sacudieron la cabeza como si despertasen de un sueño y algunas se atrevieron a hacer un mohín de disgusto, concluyendo por dejar correr la pluma sin remedio alguno.
Pasaron los minutos y poco a poco fueron formando pila las composiciones dejadas sobre el escritorio de la Señorita Rosa.
Al día siguiente, con gran sorpresa, se vio en la pizarra mural del patio de la escuela una de las composiciones sobre “La madre”, copiada, sin duda, por la maestra, para que todas las niñas de la escuela pudiesen leerla. ¿Por qué? Bien sencillo: porque era la mejor composición, la composición modelo.
Las traviesas pequeñuelas se acercaban llenas de curiosidad para descubrir el nombre de la autora.
Al poco rato no se oyó más que un nombre en boca de todas: — ¡Purita Paz, es la de Purita Paz!
Todas las miradas la buscaban, todas querían verla; mientras que Purita Paz, con sus ojazos tristones, permanecía inmóvil junto a la puerta del salón de clase, sin atreverse a cambiar de lugar.
Llegó la maestra y la acarició con sus delicadas manos, agregando:
—Tu composición es una maravilla. Has de ser una hijita muy buena.
La niña miró con asombro a la maestra y bajó luego los ojos sin decir una palabra.
—Nos gustaría que la leyese usted, señorita,— se adelantó a decir una de las más picaronas.
—Muy bien. Lo haré con el mayor gusto en cuanto suene la campana y haya silencio.
Llegó el momento y la Señorita Rosa, con voz sonora y reposada, leyó:
Composición: La madre
Mamá, mamita, son palabras que se repiten en momentos de gran alegría como en momentos en que el dolor arranca lágrimas. Madre, es la palabra que se oye en boca de casi todos los niños. Madre, dicen algunos y, sin embargo, no la tienen. Ella despierta a sus hijitos con besos; ella les prepara un rico desayuno; ella se fija si el delantal está bien planchado y los zapatos lustrados cuando llega la hora de ir a la escuela; ella se aflige y se divierte con sus hijos; ella les recomienda que presten atención y que se conduzcan bien; ella los hace dormir y los mira mientras descansan para descubrir si están sanos o enfermos. ¡Qué buena es la mamá! Es cierto que algunas veces castiga; pero es un castigo con postre, porque después besa a sus hijos con más fuerza, haciéndoles olvidar sus lágrimas. Las niñas que tienen mamá suelen portase muy mal, porque saben que la mamá las defiende y las defenderá siempre. ¡Pobrecitos los que no tienen madre!
Purita Paz.
No bien hubo terminado la maestra, todas las niñas aplaudieron largo rato.
—¿Y siempre se escribirá la mejor composición en la pizarra del patio?— preguntó una de las alumnas.
—Seguramente, si así lo dispone la Señora Directora— contestó la maestra.
—Ahora iremos al salón, pero antes quiero pedirte que felicites a tu mamá y le digas que pase mañana por la escuela— agregó la Señorita Rosa, dirigiéndose a Purita Paz.
La niña fijó la vista con más tristeza que otras veces en el rostro de su maestra y con la voz bien tranquila le respondió:
—No puedo, porque yo no tengo mamá.
Todas sus compañeras callaron, y en medio del mayor silencio, la Señorita Rosa fue acercándose con paso lento hacia Purita Paz, mientras la niña no apartaba sus ojos llenos de verdad de los de su buena maestra.
—Purita Paz ¿es cierto lo que dices? La que ha escrito esa hermosa página sobre “La madre”… tú … ¿no tienes mamá? — exclamó la Señorita Rosa posando sus manos suaves sobre aquella cabecita de cabello estirado, como temiendo hacerle daño.
—Sí, señorita. Pensé que mi composición sería la peor, pues yo no he conocido a mi madre.
—¿Y cómo has escrito con tanta ternura? ¿Cómo te has expresado con tanta verdad?
—Porque siempre me he fijado en la mamá de las otras niñas y, cuando sufro, digo para mí: ¡Si estuviese mi mamá! He visto la madre de las demás y la he deseado. No he hecho más que escribir lo que me parecía que hacían las madres por sus hijos.
—Así es Purita Paz— dijo la maestra mirando al suelo sin terminar la frase.
—¿Qué, Señorita? — preguntó la niña. — ¿He cometido una falta?
—No Purita Paz; he dicho: así es, porque los que tienen cosas de mucho precio, los que reciben mimos y caricias, los que tienen quien trabaje y se aflija por ellos, los que gozan de comodidades y ¡tantas otras venturas!, esos, no dan valor a lo que tienen, no ven lo que los rodea, no lo extrañan siquiera. Por eso las niñas que poseen mamá, no han encontrado mucho que decir de la madre: la tienen cerca, la miran como algo de ellas mismas, como algo muy natural. A ti, en cambio, te falta, la necesitas, te la figuras, la ves y no la encuentras a tu lado. ¡Ah, Purita Paz! Soy tu maestra, pero no sé cómo explicar la lección que has dado a todas tus compañeras. Solamente tú has dado el verdadero valor a la madre… porque tú no la tienes.
Por primera vez, Purita Paz bajó los ojos y dejó caer unas lágrimas que ni siquiera trató de enjugar ¡eran tan verdaderas! Lágrimas con más brillo, más luces y más colores que las piedras preciosas a la luz del sol.
Purita Paz fue la alumna predilecta de la maestra y la compañera más buscada y más querida entre las niñas de la escuela.
La falta de un cariño de mamá, no fue motivo para que no tuviese el de los demás, y así pudo conservarse siempre buena y siempre tranquila, como su sencillo y bonito nombre : Purita Paz.
FIN