
Por la hermosa costa del mar
José Salazar Domínguez
Más cuentos del autor »A bordo del Superstición, Mano Fucho, se dirige al puerto de La Guaira, con un impulso de apropiarse de lo que no le pertenece que juega con él y lo empuja.
Por la hermosa costa del mar
A orillas del Caribe, por allí, hace mucho tiempo, había una pequeña ensenada sin nombre, que se fue poblando de gente y, después, cuando queríamos referirnos a ella era preciso denominarla Verisoñar. Las lanchas, los trespuños y los faluchos fondeaban cerca de la playa, sin muelle. El mar, con sus dedos inquietos, escribía y borraba espumas en la arena.
Era desesperante la situación comercial. Los pequeños pulperos salían todos los días a las puertas de sus negocios y se sentaban en unas sillas lustrosas, de cuero de chivo. Miraban la calle y se quedaban largo tiempo pensando, inmóviles, como negras y musgosas peñas aisladas, cerca de los acantilados. Si, por casualidad, venía algún cliente trataban de entretenerse conversando con él y, luego, con un sentimiento cansado y hondo, lo miraban alejarse. En los labios y en las barbas, acaso restregados por tormentas antiguas, se les podían apreciar ramalazos de llanto escondido.
Así sucedió en aquella oportunidad. Llegó Mano Fucho a comprar una locha de clavos en casa de Pacotín, que era un comerciante huraño, de quien se decía en Verisoñar, tenía almacenada una gran fortuna. Al verlo llegar, sin levantarse de la silla, le preguntó desconfiadamente:
—¿Qué quieres, Mano Fucho?
—Deme una locha de clavos de a dos pulgadas.
—¿Punta de parís?
—Sí, señor.
El viejo trasteó en el armario. Cogía un paquete, lo miraba por el tope o por el costado, luego sacaba un clavo y hacía un cálculo, fruncía la cara y colocaba nuevamente el paquete en su sitio, sacando, poco después, otro paquete. Al fin suspiró y echó unos residuos rápidos de mirada en los contornos. Caminó dificultosamente el espacio existente entre el armario y el mostrador. Con mucha calma, después, sacó los clavos del paquete y los echó sobre un pedazo de papel de estraza.
Mano Fucho, de codos en el mostrador, y con la cara entre las manos, veía la operación.
—¿Y qué vas a clavar, Mano Fucho?
El trigueño se enderezó inmediatamente y dándose importancia, con voz que trataba de esconder una cosa de gran significación, le contestó:
—Nada, señor Pacotín. Nada, nadita. Unos pedazos de palo que tengo allá en la casa y que… bueno… un pequeño trabajo.
El viejo le contempló con malicia y gruñó en su forma peculiar.
—¡Uuhm! Tú eres un condenado, Mano Fucho, quién sabe qué diablos estás haciendo.
Pacotín se quedó gruñendo en la puerta, sobre su silla, viendo, con lástima, a Mano Fucho que se alejaba y pensando en lo que estaría haciendo.
Pensando así, medio dormido, se le hizo más fuerte el recuerdo de Mano Fucho. Recordó, entonces, cuando en tiempos buenos, Mano Fucho hizo aquel viaje en el «Superstición». Le compró maíz en los Caños y se lo trajo a Verisoñar. El viejo se ganó como ochocientos bolívares. El pobre Mano Fucho, tan bueno que parecía. Lo sortario que era ese hombre para los negocios. Lo malo eran los palitos y aquel compañero Críspulo que no lo desamparaba y que siempre estaba en líos con el gobierno y con la policía. ¡Qué condenación! La otra vez le recomendó que fuera a la Isla y le comprara unas perlas y le trajo aquellos bolombolos limpios y brillantes. El viejo se ganó como mil cuatrocientos bolívares en aquella operación. Indudablemente era un hombre activo y honrado, lo malo era aquel Críspulo, silencioso y taimado que hasta parecía que tenía un gran dominio sobre él. Pero así son las cosas, Mano Fucho estaba siempre pobre, aunque es verdad que siempre estaba contento.
De pronto, Pacotín se levantó de la silla y se adelantó hacia el interior del negocio. Llamó a su mujer y le dijo:
—¿Tú no sabes que he pensado un negocio para el «Superstición» que está sin hacer nada? Tengo ganas de embarcar los plátanos del compadre Filemón y decirle a Mano Fucho que los vaya a vender a La Guaira. Siempre se conseguirá mejor precio que aquí.
La mujer de Pacotín, medio distraída, le preguntó.
—¿Y Mano Fucho ha ido a La Guaira?
Pero el viejo le replicó, haciendo ponderación de Mano Fucho:
—Yo creo que no ha ido; pero tú no sabes quién es ese hombre. Al fin del mundo lo mando yo y va derecho. Y lo mejor de todo es que no me cobra nada.
La mujer de Pacotín, abstraída y como pensando en una cosa distante, sin consistencia y sin forma, quiso pensar en lo que le había dicho su marido; pero, al poco tiempo, se olvidó casi por completo de lo que quería pensar y solamente, como en una fugaz ensoñación de arenas y manglares, donde el mar de la costa intercala sus pliegos verdes y transparentes, se imaginó a Mano Fucho con su sombrero coriano, que era el sombrero de los viajes. Cuando él se ponía ese sombrero, ya todo Verisoñar sabía que Mano Fucho estaba de viaje. Y las mujeres salían de sus ranchos y lo miraban caminar aprisa, con sus zapatos de vaqueta y su blusa amarilla, de Kaki lavado. Caminaba contento por todas las calles y se detenía un momento cuando tropezaba con algún conocido. Charlaba como despidiéndose, como desenredándose de un hilo invisible que pretendía sujetarlo y se iba sonreído, triunfante, aun cuando, en el alma de los que lo contemplaban y analizaban desde una posición quieta y serena, aquella sonrisa era falsa y escondía profundidades insospechables de traición y desprecio hacia todo lo que se consideraba tener un respetable valor espiritual; pero nadie osaba salirle al encuentro y desenmascarar la falsedad, porque la filosofía de orillar el peligro fue siempre en Verisoñar la más sencilla clave para vivir bajo el ala de una mezquina felicidad.
Pacotín se volvió a sentar en su silla de cuero. Cruzó los brazos sobre el pecho y respiró pausadamente. Al poco rato y por la orilla de la acera del frente pasó con su carretilla de mano el carretillero Traga-Concha. En un pie tenía calzada una alpargata, el otro estaba descalzo. Traga-Concha iba con la carretilla vacía, caminando hacia un destino incierto, como un barco con la carga podrida a bordo, por la hermosa costa del mar, sin saber hacia dónde enrumbarse. Mientras caminaba introducía la mirada rápida y resentida hacia el interior de las casas de negocio. La rueda de la carretilla, al girar, sin aceite, estiraba en la calle un chirrido frío, un lamento de intemperie, de abandono y de hambre.
Pacotín, al verlo, se acomodó mejor en la silla y cuando el hombre estaba cerca, se levantó bruscamente y llamó:
—¡Miguel…!
Él sabía que a Traga-Concha no le gustaba que lo llamaran Traga-Concha. Miguel era su nombre de pila; pero esos compañeros de trabajo, esos bandidos, esos muchachos callejeros y sin padres que andan olisqueándolo todo y al menor descuido se roban el papelón, la raja de leña, el poco de cemento, esos zambullidores audaces que se van hacia el fondo detrás de los centavos que les tiran en el mar los regocijados pasajeros de los vapores, en el puerto afanado de olas y botes, y que después, más tarde, cuando fueran completamente hombres se llamarán el Lambe Plato, el Carepuya, el Quillúo, ésos, ésos son los autores de Traga-Concha.
Y Miguel sintió satisfacción cuando lo llamaron Miguel; pero al darse cuenta de que era Pacotín quien lo llamaba, aquella satisfacción no tuvo en su espíritu triste sino un rapidísimo aleteo. Fuera preferible que lo hubiera llamado Traga-Concha y surgió en él la intención de seguir adelante, sin hacer caso; pero, no obstante, de mal humor visible, detuvo la marcha y contestó con voz áspera:
—¿Qué hubo?
Pacotín se levantó de la silla y sonrió, rascándose al mismo tiempo la pierna del pantalón. Aquélla era una sonrisa afable y meliflua, preparada de antemano para soportar valientemente las crudezas de un insulto vulgar. Una sonrisa de gente práctica y cínica que previendo el obstáculo va segura del triunfo.
—Nada, hombre, nada. Te iba a decir, mejor dicho, te iba a preguntar si tú no pasas por allá por casa de… Verdad que tú no llevas ese camino. Era que me interesaba…; pero, tú no pasas por allí…
El carretillero lo miró de arriba a abajo, midiéndolo cautelosamente, buscando con la vista un apoyo para fundamentar la esperanza de la ganancia por el servicio prestado y al influjo de esa vaga perspectiva, se aventuró a preguntar, picado además por la curiosidad:
—¿Por casa de quién?
Pero Pacotín se puso grave de pronto, como ofendido, y le dio la espalda, encaminándose de nuevo a la silla y limpiándose con un gesto doble los antebrazos, como si hubiese tropezado con una materia pelosa y sucia. Sin embargo, en su rencor, continuó hablando:
—Que si pasabas por allí, por casa de Mano Fucho. Que por si acaso pasabas. Pero ustedes están de zánganos que no se les puede decir nada. Era por si acaso me le dijeras a Mano Fucho que me interesa hablar con él.
La repentina bravata de Pacotín estremeció y desorientó a Traga-Concha. Casi tuvo la intención de arrodillarse allí mismo y suplicarle lo perdonase. Casi tuvo en los labios la palabra sumisa de: «Está bien, señor Pacotín». No la dijo; pero indudablemente la llevaba clavada certeramente en el alma. Iría, si, iría, sin ganar nada, a casa de Mano Fucho, a trasmitirle aquella orden del señor Pacotín, a cumplir con aquella misión que le habían impuesto las circunstancias. Y la carretilla prosiguió deshilvanando su chirrido por la calle solitaria, embadurnada de grueso calor por un sol de mediodía.
En ese momento la bodega estaba sola. Un aire liviano y burlón se mecía en las telas de araña colgadas del techo.
Con malicia de veterano en cosas de azar y de sorpresas Mano Fucho observó toaos los claroscuros que circundaban a los barriles y a los cajones. Su vista trepó después por la cortina de los ajos y de las cebollas. Revisó el techo y contó las vigas y luego con un descosido pícaro en los labios, Mano Fucho, golpeo varias veces con los nudillos de la mano sobre el mostrador, gritando:
—Ey Pacotín… Despacho… ¿Qué hubo?
La mujer de Pacotín apareció silenciosamente por detrás de unos fardos. Tenía la cara pálida, sin sangre, como una luna indolente ascendiendo hacia el azul libre e inmenso. Mano Fucho, al verla, casi sorprendido, le dijo:
—Guá, Misia Pancha, ¿cómo estamos? Hacía tiempo que no le miraba esa cara. La mujer buscó hacia los lados tratando de ver la cara a que se refería Mano Fucho, y de pronto, atemorizada, temblorosa, escondiéndose más atrás del fardo que le servía de amparo, balbuceó:
—Ya Pacotín viene. Está vendiendo alquitrán.
Mano Fucho, cuando no era Mano Fucho, cuando era Cruz Hernández, cuando era el capitán de la piragua «Trinitaria», antes, mucho antes de que viniera este Pacotín y se casara con Francisca Antonia, con misia Pancha, había estado enamorado de ella y la contemplaba desde todos los ángulos de su vida con aquella mirada recelosa que parecía estallar por momentos y que poco a poco se adormecía en sueños imposibles. Un amor egoísta y silencioso, de bifurcaciones profundas y sin finalidades categóricas. Un amor de lejos que nadie lo supo y que ella presintió nebuloso y complicado, lleno de peligros y de audacias increíbles. Era la concha sonrosada y virginal de la costa inhollada, donde el mar siempre llega tímido, entre espejos verdeantes, acariciando espumas, paladeando criptas musgosas y que, sin embargo, rememora embestidas salvajes, chasquidos furibundos, gozamientos infinitos en las profundidades inmóviles del agua.
Un indio alto, descalzo y en franela, con un pote de alquitrán en la mano, surgió del fondo de la bodega. Detrás de él venía Pacotín, ufanoso, cansado, y sin atender la presencia de Mano Fucho, se fue derecho hacia el indio y le gritó:
—¡Epa! amigo, mire, no se me vaya. Son dos y medio. Cójale, ¡qué avispado!
El indio se detuvo, puso el pote en el quicio de la puerta y con voz compasiva, respondio:
—Yo no me iba. Vine a poner el pote aquí para no ensuciarle el piso. ¿Usted cree que los demás no son honrados?
—¡Umh! Cómo no. Todo el mundo es honrado hasta que se llegue la ocasión.
¡Umh! Y si no, que lo diga Mano Fucho.
—¡Ju! Apunte para otro lado —rezongó, medio sorprendido Mano Fucho. Pacotín después de contar y guardarse los centavos de la paga regresó.
—Mira, hombre, te mandé a buscar para ver si tú quieres hacerme un viajecito a La Guaira en el «Superstición», con un poco de plátanos que tengo aquí y otro que entrarías a recoger en Chorote. Éstos se me están madurando y hay que hacer la operación con rapidez.
—Guá, cómo no. Eso es conmigo. ¿Cómo está el trespuño? ¿Ya está listo?
Avíseme para decirle a Crispido.
—¡Ah! cará, ¿ese Críspulo otra vez? A mí no me gusta ese hombre.
—¡Ah! Pero Críspulo es el que conoce la costa. Yo nunca he ido por allí. Yo no conozco sino de aquí para arriba; pero lo que es después de Cabo Codera para allá, no me atrevo. Y Críspulo es el hombre.
—Qué broma ésa. Bueno. Avísale a Crispido entonces. Eso sí que va a salir caro.
—Acuérdese don Pacotín, de que nosotros nunca le hemos cobrado nada por nuestro trabajo. Usted sabe cómo navegamos. La pacotilla y la cosita nos ayudan y a usted no le cobramos nada por nuestro trabajo. Ganancias líquidas.
—¿Y a quién más llevan?
—¡Ah! Vamos a ver. Siempre se consigue. Eso está en la diligencia.
Y Mano Fucho salió de prisa a ponerse el sombrero coriano y sus zapatos de vaqueta.
Críspulo estaba sentado sobre un ture contemplando su atarraya remendada. Tenía las piernas cruzadas y los labios cerrados. El alborozo de Mano Fucho, contándole que Pacotín había resuelto el viaje, no lo sacaba de su mutismo ni de aquella fría actitud de piedra avanzada hacia el mar, donde vienen las olas y se rompen. La mirada de Críspulo nunca miraba los ojos de los demás. Oía y hablaba viendo para otra parte. Mano Fucho se le insinuaba meloso y trataba de cazarle un gesto, de descubrirle una intención; pero Críspulo era insondable y cuando más se encogía de hombros, como despreciándolo todo.
—Nos vamos, Críspulo; tú no me puedes dejar solo en esta oportunidad. Ya los papeles están arreglados. ¿Tú crees que es mentira? Pacotín ya hizo embarcar los plátanos y tenemos que llegar a Chorote y recoger los otros plátanos y seguir viaje hasta La Guaira. Vamos, hombre, decídete.
Entonces Críspulo se levantó del ture. Descolgó la tarraya y se metió dentro del cuarto. De allí salió con la cobija terciada.
—Buena suerte —le dijo a su mujer y le dio el sombrero margariteño.
Salieron a la calle. Los pasos de Críspulo eran debidamente calculados y seguros. Los pasos de Mano Fucho se trenzaban sobre los pasos de Críspulo. De pronto se quedaba atrás. De pronto avanzaba. De pronto se desviaba y regresaba al lado de Críspulo. Éste miraba por lo bajo los movimientos del otro y seguía tranquilo, con un dominio perfecto de sus movimientos, como un hombre que va y sabe para dónde va.
Las mujeres los veían caminar. Mano Fucho con su sombrero coriano, su blusa amarilla y sus zapatos de vaqueta. Críspulo con el sombrero margariteño y la cobija terciada.
—¡Adios…! ¡Adios…!
Volaban los adioses de todas las manos y de todos los labios, de todas las faldas y de todos los sombreros. Volaban los adioses y las sonrisas y Mano Fucho contestaba a los que veía y Críspulo no contestaba a ninguno. Y así hasta que llegaron a la playa y se embarcaron en el cayuco.
El viejo Pacotín los miró partir y casi se le salían las lágrimas. Su mujer estaba pensando; pero al poco rato olvidó lo que quería pensar y entonces recordó que Mano Fucho llevaba el sombrero coriano y los zapatos de vaqueta y sintió una angustia en el pecho, como un deseo de zarpar también, de irse lejos, caminando por la orilla del mar y viendo siempre, en todo ese recorrido, la vela blanca del trespuño en el que viajaba Mano Fucho. Y sentía cómo cansaba la arena espesa de la playa y cómo era de difícil atravesar un cerro de parte a parte.
La noche está cerrada en el cielo y en los contornos, mientras que aquí, en el puerto de La Guaira, hay tantas luces, hay tantas claraboyas abiertas que es difícil esconderse en la sombra. Sin embargo, Mano Fucho tiene que arriesgarse. Ese impulso de apropiarse de lo que no le pertenece juega con él y lo empuja. Es la avidez y la ignorancia. Todavía piensa un poco y se dice: «¿No me estarán viendo? ¿No me estarán cazando?». Pero ya no se puede dominar. Allí está Críspulo, viéndolo de frente en la noche, medio sonreído y amenazante. Y Mano Fucho tiembla con el frío en la espalda y en las manos.
—Je… ¿Cómo que si tienes miedo, cobarde? —ronca la voz de Críspulo como una tempestad—. Avísame para arreglarte y entrar yo.
No. Ya está, Críspulo, Eso era todo. Eso era lo único que necesitaba. La voz de un hombre sin temores, resuelta, decisiva. La voz de Críspulo. Y allá va Mano Fucho. Se arrasa. Se doblega, como el cordaje de las jarcias. Se cimbra, como la delgadez de un mastelero; pero avanza sobre el muelle y se echa al hombro una caja pesada. No sabe lo que es. Con ella encima va empujando esa mirada cimbreante que ve todo, que capta todos los movimientos, y llega a la borda del «Superstición», jadeante, cansado. El miedo se ha diluido en la noche. El miedo a la bala del fusil del celador se ha esfumado. La muerte no le importa; pero prevalece en su pecho el terror, el terror que mana, como un latigazo de fuego, de la mirada de Críspulo.
—Venga más —le impone.
Dos, tres, cuatro, seis cajas más ingresan a bordo del «Superstición».
—¿Cuántas quedan?
—Quedan muchas.
—Está bien. Está bueno. Vamos a prepararnos para salir.
El mar de la hermosa costa entra por debajo de los muelles y allá en la oscuridad, contra el muro de cemento tachonado de caramujos, suspira y escupe una lívida saliva amarga y salada.
—Estamos llegando, Críspulo. Ya se están viendo los morros de Verisoñar. Ahora llegamos con ese enfermo. Miren que ese muchacho empeñarse en hacer el viaje, sabiendo que él no sirve para nada. Dice que está sentido de la quebradura. ¡Quién lo mandaría a mover esas cajas!
Desde la proa del trespuño viene un quejido sordo de Francisco, el Quebrado. Los demás se ríen. ¿Un dolor en el mar? ¿Quién se puede atrever a sentirlo? Hay que reírse. Hay que tapar el dolor con sacos de fique o con pedazos de lona húmeda.
El puerto de Verisoñar se divisa hundido entre las olas. Mano Fucho se pone las manos sobre la frente para ver mejor. Su cara empalidece. Un ramalazo de presentimientos fustiga las sienes de los hombres de a bordo. Lo mejor es orzar y dirigirse hacia fuera. Hay mucho mar por allá y así estarían a salvo, para regresar más tarde. Van a perder toda la confianza del pueblo y de Pacotín.
Críspulo en el timón magulla:
—¡Ju…! No juegue, hombre. La confianza de toda esta costa venezolana. ¿Acaso qué… pues? ¿Tú te crees que la autoridad está dormida? Aquí hay que poner en ejecución nuestro plan. Ni una palabra. Ya veremos.
—Vamos a orzar.
La maniobra se realiza rebasándose la punta de la Fortuna que resguarda del oleaje fuerte a Verisoñar; pero no hay tiempo. La lancha de la Aduana sigue el rumbo del «Superstición» y se endereza en su camino. Viene levantando una ola gruesa y abofeteante.
—Esa gente viene para acá.
—Ujú… —comenta Críspulo.
La lancha de la Aduana llega al costado del «Superstición» e inmediatamente saltan los celadores del Resguardo, armados de fusiles y en guardia contra cualquier sorpresa. Se quedan mirando a Críspulo y a Mano Fucho, quienes impávidos los contemplan.
—Enderece el rumbo —dice el Jefe—. Y registren ustedes —agrega, dirigiéndose a los celadores.
—¿Qué es lo que pasa? —interroga Críspulo, asombrado.
—¿Lo que pasa? Lo que pasa lo saben ustedes mejor que yo. ¿Dónde están las cajas de molinos que se robaron en La Guaira?
—¿Cajas de molinos? ¿Nosotros?
Pero un celador, al levantar un fardo, con la alegría del hallazgo, gritó:
—¡Aquí están, Comandante!
El «Superstición» entra en Verisoñar. Junto con el quejido de la cadena del ancla en el escobén va el quejido sordo de Francisco, el Quebrado, y ambos se hunden en el mar sucio del puerto, al mismo tiempo que por todo el contorno se levantan en vuelo las sangrientas ironías.
—¡Al fin cayeron esos bandidos! ¡Vamos a ver Pacotín ahora! ¡Vamos a ver la honradez! ¡Jé, jé!
En las puertas y ventanas de la calle principal se asoma íntegramente la vida íntima de las casas. Había que ver el paso de los presos. En la batea quedó la ropa a medio lavar. La leña del fogón se apagó y el almuerzo que empezaba a despedir apetitosos olores, pasmó su actividad. Era necesario asomarse, ver, palpar, hurgar, desenvolver contra la trascendencia de aquel momento, para poder adquirir armas contra Mano Fucho, contra Críspulo, contra Pacotín y contra la pálida mujer de éste.
—Sí —decía Antoñiquita—. Los han agarrado bien agarrados. Ahora sí no se van a salir con las suyas. Se robaron una cantidad de corotos y pensaban meter ese contrabandote, así tan tranquilamente. Hasta Pacotín y la mujer caen esta vez. ¡Ah, viejo zángano y ladrón!
Al poco rato pasó Traga-Concha con su carretilla. El gemido de la rueda prendía frío, hambre, desesperación, en los corazones; pero esto era una cosa pasajera. Lo más interesante era ver a los presos y la expectativa estaba montada en todas las casas.
—Mira, tú, como te llames, mira hombre, ¿ya los desembarcaron?
—¿Los desembarcaron? —respondio Traga-Concha—. No, que va. Esa gente es más avispada que el diablo. El pobre Críspulo es el que menos culpa tiene, el otro pájaro está remolón…
—¡Cómo! —Antoñiquita milagrosamente no se desmayó—. ¿Cómo va a ser? Niña, imagínate —le explicaba a Mercedita que no había podido oír el comentario—. Imagínate, ahora toda la culpa se la van a echar a Mano Fucho. El más tonto. Ahora lo van a castigar a él sólo, mientras que el otro encerrado, quién sabe qué lío está preparando. ¡Francamente qué sinvergüenza! ¡Si yo tuviera unos pantalones!
Y pasó entonces María Galera la vendedora de pescado fresco con su batea sobre el rollete de trapos en la cabeza. A su paso el suelo repercutía y el aire se contoneaba entre los mil pliegues de su faldota chillona.
—¡Carite fresco! ¡Carite fresco!
—Oye, María, ¿cómo va la cosa, tú que vienes de la orilla y de la Aduana, qué noticias tienes?
—¡Guá! A Mano Fucho lo han metido en un compromiso. A todos los tienen presos ahí. Quién sabe cómo les metieron esos corotos en el bote y ahora los tienen que pagar. ¡Carite fresco! ¡Carite fresco!
—No te digo yo, Mercedita, hasta el pobre Francisco, el Quebrado, creo que va para la Cárcel y el viejo Pacotín. Harían bien en llevarse a éste. No le perdono que me haya ganado un real sobre cada frasco de la medicina que estoy tomando para el catarro.
A todo esto se notó un movimiento de gente por los lados del Resguardo y las narices se asomaron más decididamente. En efecto, allí trasladaban a Críspulo y a Mano Fucho. Venían con la cara seria, entre los oficiales de la policía y con las manos detrás, fuertemente amarradas con pita. La gente se apartaba asustada y la comitiva avanzó en su dirección.
La mujer de Pacotín, desde el fondo del negocio, trataba de comprender lo que estaba pasando y el viejo miraba y miraba desde atrás del mostrador el ir y venir de la multitud. Allí se presentó Josecito, con el rostro desfigurado por la emoción del momento y trató de captar impresiones.
—¿Cómo le parece, amigo Pacotín? ¿Cómo le parece?
—¡Juhm! Esto debe ser una cosa complicada. Yo no me explico qué es lo que está pasando. Una gente tan honrada como ésa. En fin. Críspulo debe tener la mayor responsabilidad.
—¡Y parece que el «Superstición» también se pierde…!
—A lo mejor se pierde; pero el Gobierno debe conocerme.
Yo siempre he sido un hombre honrado y trabajador y no estoy con esas vagabunderías.
La mujer de Pacotín, como una luna pálida en medio del cielo, se acercó y trató de oír algo; pero solamente oyó o creyó oír que su marido iba a fletar el «Superstición». Se lo fletaría a Mano Fucho para que navegara bien lejos, más allá de donde se ve el horizonte, por donde el sol desciende en las tardes y prende sus papeles rosados junto a las nubes quietas.
Y vino la Justicia inexorable. Con la majestad de sus principios, en medio de la ignorancia de todos, situó las responsabilidades donde menos podían estar. Ni Mano Fucho, ni Críspulo eran culpables del delito que se les imputaba. Más bien se les daban satisfacciones en el fallo definitivo. Habían sido víctimas del proceder de ese hombre que al principio no revelaba fuese capaz de semejantes actos.
Sobre el Quebrado cayó todo el peso de la justicia. Era el único culpable. Era el autor del robo y a su dolor se agregó este otro dolor del peso de la pena. El ruido del mar en la playa lo ensordecía y Verisoñar abrazaba alegremente a los recién libertados.
Mano Fucho hablaba con todos y se sonreía por lo bajo, despidiéndose al mismo tiempo. Críspulo no saludó a nadie y se fue derecho a su rancho y se sentó en su ture a remendar la atarraya, con una arruga en la frente.
Pacotín se restregaba las manos de contento y le decía a Josecito:
—¿No ves? No te decía que eso era una vagabundería. Ese Mano Fucho es un hombre honrado. Tan pronto como salió de la Cárcel me entregó completas las cuentas.
Y Josecito, comentó:
—Pero por más que sea, la gente dice que los otros son unos bandidos. En ese momento se acercó la mujer de Pacotín e intervino enérgicamente:
—Sí, son unos bandidos, Pacotín. Sí, son unos bandidos. Yo no te quería decir nada: pero sí, son unos bandidos. Son unos ladrones. Son unos embusteros. Son unos traidores peligrosos. Son unos…
Pacotín se la quedó mirando y le observó el rostro que se le iba poniendo rosado. Y le observó la mirada que se le iba poniendo profunda. Y Pacotín tuvo miedo de que su mujer enfermase de pronto. Pero el rostro de Misia Pancha se iba poniendo más y más rosado, hasta enrojecer por completo y entonces parecía el sol de la tarde, cuando iba cayendo allá lejos y prendiendo colorines en la hermosa costa del mar.
FIN