
Ponzoñas
Pablo Domínguez
Más cuentos del autor »Se miró su cuerpo grosero, la cola fuerte, y pensó ¿Qué culpa era la suya para ser lo que era? ¿Acaso se escoge entre ser bestia y ser hombre?
Ponzoñas
1
Recuerdan vagamente la noche en que vinieron a dar en aquel dulce rinconcito, en el hogar del matrimonio burgués. Algo así como un cendal muy leve se alza de cuando en cuando ante la realidad de sus vidas. Seguramente sucedió algo muy grave cuando ellos apenas tuvieron tiempo de huir sin haber probado ni un solo bocadito maternal.
Pasó algún tiempo. Sentían deseos de caminar afuera, de comer alguna cosa distinta y abundante que no fuera lo mismo de que se alimentaban, ración que apenas les sostenía. Por el hambre se dieron cuenta de la situación y solían preguntarse por qué estaban allí y cuál causa los obligaba a vivir metidos en aquel rincón sin atreverse a salir al ancho mundo que miraban con ojos melancólicos desde la guarida. No lo sabían. Las manifestaciones del instinto los obligaba a resguardarse todo lo mejor posible. Cada vez que oían pisadas cerca o algún ruido extraño, corrían a ocultarse mejor, en el fondo del hueco para convencerse luego de que nadie iba contra ellos. Esto ocurría muy a menudo; cuando las pisadas del señor se acercaban a la cama, al penetrar la mujer en el cuarto entablado, cuando el niño desgranaba el caracol de su risa. Era un vivir asombroso que ellos se empeñaban en desentrañar. Pero, no lo sabían.
Una noche, después de muchas cavilaciones —minutos apenas, siglos enteros para sus vidas oscuras— salieron al patio. ¡Qué hermoso silencio! ¡Palpitación elocuente y muda del alma del Universo! Subieron cuando las respiraciones — hombre, niño y mujer— llenaban el cuarto con las tres sinfonías acompasadas y graves, himnos de paz y de pureza acordes en un todo —augusta trinidad— con la divina misión sagrada. Un olor penetrante llenaba los corredores. No lejos de sus ojos vieron las sombras del jardinillo familiar, la enredadera sobre el muro, llena de florecitas blancas. Vieron todo el panorama del enorme mundo que existía un poco más allá del rincón del cuarto y durante mucho rato quedaron maravillados. ¿Por qué aquella luminosidad que llenaba los patios y los corredores? ¡No lo sabían!
¡Atravesaron el comedor, llegaron a la cocina, hallaron comida abundante!
Desde entonces el más pequeño siente nuevos bríos y el otro robustece más y más. ¡Tiene una uña con la que es capaz de rayar un poste!
2
Estas caminatas —¿será inútil repetir la verdad incontestable de que siempre se vuelve, de algún modo, por los mismos caminos transitados?— familiarizaron un poco más sus vidas reclusas; se quedaban en otros sitios días enteros para regresar, como de vuelta del campo, de la playa, donde se pasaron horas y días felices, al hogar sereno y confortable.
Una tarde, el más pequeño, cuando se disponía a regresar a su cueva, fue sorprendido por la sirvienta y muerto en el acto por la señora con un palo grueso y largo. El otro vio, desde la entrada del escondrijo, la escena trágica. Vio cuando la señora, transformada en una fiera, le dio el golpe de gracia. Vio a su hermanito repeler la agresión, esforzándose en aplicar la ponzoña pero no pudo y allí quedó, en el patio, muerto.
Después vio el regocijo de la familia entera. El padre recordó la noche en que después de matar a una hembra, surgió ante sus ojos el espectáculo de los recién nacidos, comiéndose a su madre. ¡Ah! ¡Seguramente ellos eran los hijos de aquélla! El niño bello tamborilea su juguete y ríe, en brazos de la madre, con risa llena de júbilo. Es un ángel y sin embargo se ríe de un crimen. La sirvienta expresa su alegría por ser quien descubrió al monstruo; los dueños de la casa la felicitan; por último, considerando que no podía ser arrojado a parte alguna porque el veneno podía matar a otros animales inofensivos, pidieron gasolina y, como en los buenos tiempos de Alejandro VI, Papa y verdugo, Vicario de Cristo y asesino, le condenan a las llamas y es quemado. Alrededor del fuego ríen los inquisidores; mientras tanto tamborilean los dedos del niño contra el pecho de la madre, a compás del chirrido de la materia crepitante.
¿Por qué le quitaron la vida a su hermanito? No se pudo contestar. Pero sintió en lo hondo la sed de la venganza. Cobraría —idealismo mezquino— con la misma moneda. Y como si aquel acto fuera lo trascendental en su existencia —crimen entre crimen— vio su fealdad, su cuerpo grosero, su existencia sumida en la sombra. En ese momento comprendió su finalidad. Todos los otros seres que observaba desde allí —hombres, pájaros, hormigas— eran objeto de otro cariño. ¡Él no! Y se miró su cuerpo grosero, la cola fuerte. ¡Tenía una ponzoña como para rayar un poste!
3
Hubo fiesta en el hogar. Por la mañana trajeron ramos de flores y muchos regalos bonitos. Le colocaron al niño en el pecho una medalla de oro con la imagen de la Virgen y en la muñeca izquierda le pusieron una figurita de azabache. El corredor y el patio estaban llenos de adornos multicolores; el jardín lo cruzaron de cintas, entre las ramas de los árboles colocaron globitos azules, rojos y amarillos. Vinieron muchos niños amigos, señoritas, señoras que armaron por la tarde un escándalo tremendo al romper una olla forrada con colorines, llena de dulces y de frutas que se balanceaba de lo alto de una cuerda. Bebieron. Comieron. Gozaron. El baile terminó muy tarde; después todo quedó en sosegado silencio. El padre y la madre fueron a dormir. Se miran sus rostros risueños; sisan al niño, lo besan, lo acarician, la madre lo duerme al fin con el susurro de su voz.
—Hemos tenido un día muy feliz —dice—, ¡hoy es un día muy feliz!
Se besan, estrechándose; el himno supremo del amor se anuncia en el sonoro preludio de los besos, comienza ahora poniendo en sus bocas esa suerte de maravillosa armonía que irá en crescendo hasta alcanzar los acordes triunfales, para terminar en pianísimo de sollozos.
—Hemos tenido un buen día —repite.
Y sus cuerpos son cajas musicales: ¡se tocan y vibran!
4
Desde su guarida miserable ha visto toda la fiesta del hogar. Con la alegría de los otros, teje la venganza en las sinuosidades de su cuerpo mezquino de réprobo. Y cuando en la alta noche se dispuso a salir de su aposento, la risa asesina jugueteaba en su boca negra.
El marido dormía, la esposa también estaba dormida. Subió por una pata torneada. En la barandilla, por sobre los pliegues del mosquitero miró al niño babearse sobre la blancura de la almohada. Dormía como un ángel. El impulso salvaje lo empuja y baja. Ya acaricia la blanca piel fina y roza con sus patas groseras el albo trajecito; ya pasa su miseria sobre la pureza, el candor, la santidad del niño y como sintiera un estremecimiento, aplicó la uña maldita una, dos y más veces; no lo recuerda porque tuvo que salir de prisa hacia el refugio oscuro, al grito del niño herido.
Ahora toda la casa tiembla de amargo dolor y de suprema angustia.
5
Goza él con su crimen. Asiste a la tragedia de los otros, tal como asistieron a la tragedia suya. El llanto, la desesperación de la madre, velando al borde de la cuna; la furia del padre, quien a veces maldecía sordamente, buscándolo; toda la horrible tragedia de aquella madrugada le merece delicias insospechadas, infinitas. El niño languidece en un largo sueño, quién sabe si para no despertar jamás. Por la mañana, temprano vino el médico, un hombre reposado y regordete. Llegó mucha gente, no tanto como el día de regocijos porque es mucho más cómodo y agradable oír las modulaciones de un violín que el lamento de los desesperados.
Pero, he aquí a la bestia transformándose de pronto, por una inversión espantosa de todo un ser feo y miserable. Sin saber por qué comienza a oír una voz, una voz que nunca había oído y que venía emergiendo de las profundidades, de los escondrijos de su cuerpo y que le descubre el pozo tenebroso donde ha naufragado. Comienza a darse cuenta y a comprender todo el horror de su destino. Una larga serie de fenómenos, un encadenamiento de razones le hicieron llegar al punto en que, convencido de su posición dentro de la gran familia resultaba peligroso y malo. ¿Qué culpa era la suya para ser lo que era? ¿Acaso se escoge entre ser bestia y ser hombre? Y dándole vueltas al pensamiento llegaba a dolerse de no poder vivir sino en el mal. ¡Por algo le buscaban la vida! Era un animal malo; sabe Dios si a su hermanito no lo mataron en balde; quién sabe si algo malo había hecho; ¡él lo vio matar como se mata a un animal malo!
Durante largas horas retozaron al escondite las ideas que lograba enhebrar; quiso salir para libertarse de aquel peso pero, en el instante de salir fuera lo detuvo el miedo a la muerte y al justo castigo pero, más pudo su desesperación y salió contoneándose por la orilla de la pared.
Afuera reía el sol sobre las enredaderas. Hacia lo alto el cielo limpio y sereno. Toda su ferocidad, toda su negra podredumbre de ser maldito se recogió en un oasis de bondad y de calma.
Lo sorprendió la sirvienta. Al verla reconoció a la victimaria de su hermano y se consideró perdido. La mujer gritó, llena de espanto; luego armándose de una gruesa vara de hierro acribilló el cuerpo espantoso. Murió sin protestar, ni siquiera alzó la cola para defenderse. Sabía ya que los otros únicamente se cobraban.
Todos lo vieron entonces. El padre dijo que le cortaran el vientre para ponérselo al niño sobre las heridas. La madre recogió las piltrafas de aquella materia inmunda y las colocó sobre la blancura inmaculada del niño. ¡Qué contraste!
El padre repitió y ahora con voz clara y solemne, que hicieran polvo todo el resto de aquel cuerpo en previsión de un fenómeno y, además, porque de las malas bestias no debe quedar ni el rastro.
FIN