Noche de paz noche de amor

Noche de paz noche de amor

Amor y amistad Navidad Realista

Isaksen no tiene las setenta coronas que ha de pagar el uno de enero, y aunque es nochebuena no consigue sacarse de la cabeza de donde va a sacar el dinero

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Noche de paz noche de amor

Si bien no era lo acordado, pasamos la Nochebuena en casa de los Larsen, «de árbol». La idea original era dar cuenta de nuestro ganso en soledad y echar una partida de hombre a tres bandas aderezada con ponche y puros habanos, y yo había concebido la descabellada esperanza de procurarme así, tal vez, las setenta coronas que había de pagar el uno de enero a las doce en punto.

Sin embargo, a media mañana recibimos recado de la familia de arriba: preguntaban si gustaríamos de subir a ver su árbol de Navidad esa tarde a las seis; habría muchos niños.

Yo voté por la partida, pero los otros dos, individuos más profundos, insistieron en elegir el árbol, niños incluidos. Y así se hizo.

Al dar las seis nos disponíamos a ahuecar el ala. Nos habíamos cenado el ganso a las cuatro y a continuación pasamos al café y el coñac; el uno en el sofá, el otro en la mecedora y el tercero en la chaiselongue del rincón, debajo del retrato de la bisabuela.

—¡Ah, Dios mío, sí, sí, sí! —exclamó el mayor de los tres, jurista y propietario de la casa donde nos encontrábamos—. ¡Qué agradable, la querida Dinamarca! —Y, dichas estas palabras, bostezó y se desperezó hasta que le crujieron las coyunturas.

—Y ¡que lo digas! —coincidí yo con un suspiro.

Pero el menor de nosotros, que es dependiente en una mercería, no dijo nada, y es que tenía a la novia en Rødby.

En ese momento, oímos bajar corriendo por las escaleras a uno de los mozalbetes de los vecinos. Acto seguido, un torbellino sacudió nuestra puerta, que finalmente se abrió:

—¡Que lo encienden, que lo encienden! —gritó el niño tomándome de la mano y sacándome a rastras. No tuvimos más remedio que subir por la escalera de servicio y atravesar la cocina y la alcoba hasta llegar al comedor. Habría allí entre seis y ocho chiquillos, rígidos y expectantes.

—¡Lo están encendiendo ahí dentro! —susurró el mío señalando el portier que velaba la entrada de la sala de estar.

Llegaron el jurista y el prometido. El jurista se desplomó de inmediato en un sillón, se sentó a una pequeña en el regazo y empezó a hacerle cosquillas en el cuello, arrancándole grititos de contento. El prometido se atrincheró en un rincón apartado desde el que se dedicó a lanzar tímidas sonrisas a los allí reunidos.

Apartaron el portier. ¡Allí estaba el árbol, con tantas velas que deslumbraba! Intenté humedecerme los ojos con unas gotas que llevo siempre en el bolsillo, pero cuando me quise dar cuenta ya me habían agarrado por las dos manos y ¡a dar vueltas y más vueltas en torno al árbol!

«¡Hola! —me dije—. ¡Ésta no era la idea!».

Pero tocaba dar vueltas. Los pequeños empezaron a cantar:

—Noche de paz, noche de amor…

«Sí, claro —pensé—. Cómo se nota que vosotros no tenéis que pagar setenta coronas el uno de enero a las doce en punto».

El jurista estaba en su salsa.

—Pero ¡canta, canta! —me animaba resoplando y con la cara muy roja.

—Me faltan medios —aduje a modo de disculpa— y, además, estoy afónico. Poco después, la procesión se detuvo y todos se abalanzaron a desvalijar el árbol.

«¡Si hubiese un paquete para ti con setenta coronas!», me dije mientras devoraba una ciruela escarchada. Y lancé una miradita al jurista, que a mis ojos representaba el capital. Le había escrito una carta dándole a entender mi gran necesidad y la había enviado por correo la víspera de Nochebuena, pero él no había dicho ni mu en todo el santo día. En ese preciso instante, me hizo un guiño pícaro con el ojo derecho mientras anudaba un lazo al cuello de una muñeca de tarlatana roja que le había tocado en suerte a una de las niñas. Concebí cierta esperanza.

«Si hubiese un paquetito con setenta coronas dentro —pensé—, ¡cómo iba a cantar entonces!».

El prometido seguía languideciendo por los rincones. Ahora estaba aprisionado entre un armario y el piano, rasgando un sobre muy grueso de tamaño octavilla. Un brillo tierno iluminó su semblante y, una vez apartado el sobre, besó su contenido en silencio. El resto del mundo para él ya no existía.

«¡Santo Dios —pensé—, tiene que venir de Rødby! ¡Quién fuera joven como él!». Y al ver toda la dicha de cuantos me rodeaban y el dolor que me desgarraba a mí por dentro, me invadió la melancolía.

—¡Aquí hay algo para ti! —gritó de pronto una voz a mi lado. Y mi amiguito de antes me tendió un paquete.

Lo palpé con nerviosismo. Estaba blando. Podían muy bien ser billetes de diez coronas. Lancé otra miradita al jurista, que esta vez me hizo un guiño pícaro con los dos ojos.

«¡Noche de paz, noche de amor!», resonaba en mi interior mientras lo desenvolvía. Apareció algo grisáceo. «Billetes de diez coronas, ¡billetes de diez coronas!», pensé mientras la alegría de vivir me arrebataba con fuerza. De repente, percibí en toda su belleza la antigua tradición del árbol de Navidad, las canciones, los dulces y los regalos… Pero ¡qué diantre era eso! Si lo gris no era papel, ¡era lana!

Volví a mirar al jurista. Estaba de tan buen humor que le salía por los poros en forma de chispas.

A medida que tiraba y tiraba de aquella cosa para liberarla de su envoltorio, la cara se me iba poniendo más y más larga. Creo que hasta derramé una lágrima muda cuando al fin me vi allí plantado sosteniendo un par de rodilleras, ¡un par de rodilleras de lana gris con las cenefas azules!

El jurista, arrancándomelas de las manos, corrió a enseñárselas a nuestras anfitrionas.

—¡Las he encargado yo mismo, señora Larsen!

—¡Qué preciosidad! —exclamó ella—. ¡Y con cenefas de ganchillo!

Todas las señoras presentes admiraron la labor, los niños se olvidaron de sus juguetes e incluso el prometido se acercó a verlas, después de poner, eso sí, a buen recaudo a la muchacha de Rødby en el bolsillo de su pechera.

Pero yo estaba acabado. Tenía la sensación de que las velas del árbol se entrelazaban y escribían por el aire con letras flameantes: ¡El uno de enero a las doce en punto!

—¿No te gustan? —preguntó el jurista ya de regreso con las rodilleras.

—Sí, sí —respondí sonriendo como una criatura en mantillas aquejada de retortijones—, ¡estoy totalmente encantado!

—Como siempre te quejas de frío en las rodillas…

—Sí, ¡una cosa atroz!

—¿En las rodillas? —insistió él; y creí entrever un guiño.

—¡Un frío terrorífico en las rodillas! —contesté con convicción.

—Entonces estarás contento, ¿no?

—¡Bien lo sabe Dios! —dije haciendo un esfuerzo por sobreponerme a mis lúgubres pensamientos—. ¡Que si estoy contento! ¡Contentísimo! Muchas gracias, viejo amigo, ¡jamás olvidaré la sorpresa que me has dado!

El jurista sonrió. Y yo diría que si se dio media vuelta y se apresuró a alejarse fue para ocultar el recochineo que se traía. ¡El muy ladino!

¡De buena gana le habría restregado por las narices sus rodilleras infames! De no haberse marchado, creo que nada me habría detenido.

A las ocho y media dieron por concluidas las celebraciones y bajamos a nuestra casa a jugar a las cartas.

Sin embargo, antes el jurista se empecinó en levantarme las perneras del pantalón para ver cómo me quedaban las rodilleras. Yo, pensando en la posibilidad de ablandarlo si me mostraba dócil, le dejé hacer; y es que aún no había renunciado a la esperanza de conseguir recursos.

Pero a lo que íbamos: el caso es que entre la partida, el ponche y los puros, subió la temperatura. Las rodilleras de lana molestaban y picaban, y las setenta coronas jugaban a tú la llevas con mi cerebro. Al jurista le brillaban los ojos como dos lámparas incandescentes y el bigote le subía y le bajaba de pura placidez. El prometido se sacaba del bolsillo la carta de cuando en cuando y se sumía con arrobo en su contemplación. Yo, en cambio, hacía más y más ponche y bebía vaso tras vaso a la salud de la patria, de una justicia mejor, del ferrocarril de Rødby y de todo lo divino y lo humano. Poco a poco logré, si no olvidar por completo las setenta coronas, al menos sí postergar el día uno de enero hasta dejarlo perdido en un futuro impreciso. Al final el jurista y el prometido hubieron de levantarme por debajo de los brazos y acostarme entre los dos en mi lecho del dolor.

Por la mañana, salí a dar un paseo por la carretera que, a través de algunas colinas, lleva desde la ciudad hasta el largo y ancho mundo.

Había nieve por todas partes. El suelo era una única superficie blanca; el cielo estaba gris y yo tenía jaqueca.

Bueno, en realidad no era una jaqueca propiamente dicha, pero las cosas no andaban demasiado bien por ahí arriba. Tenía que recordar algo, pero no acababa de conseguir que aflorara del fondo de mi memoria hasta dibujarse en primer plano.

Caminaban hacia mí dos mozos vestidos de un paño recio de color celeste y calzados con zuecos. Apenas se les oía avanzar sobre la nieve blanda; encontré, además, a los tales mozos exageradamente pequeños; acarreaban entre los dos una cesta gigantesca por cuyo borde asomaba la cabeza de un jabalí.

«¡Uf! ¡Otro prócer dispuesto a atiborrarse!», me dije.

—¡Feliz Navidad! —me saludaron ellos levantándose el gorro. Yo no dije una palabra porque no estaba de humor. No me explicaba el motivo. Sin embargo, al mirar hacia abajo descubrí que no me había puesto los pantalones. Paseaba por la nieve en mangas de camisa y rodilleras.

«¡Ahora me lo explico todo», pensé. Oí unos pasos detrás de mí.

Era un tipo larguirucho que no tardó en darme alcance.

—¡Felices fiestas! —me deseó.

—¡Métase usted en sus asuntos! —le contesté. Me disponía a abroncarlo, pero ya había pasado de largo y seguía su camino dándome la espalda.

No pude reprimir una carcajada, pues el hombre en cuestión tenía las piernas larguísimas y las llevaba enfundadas en un pantalón escocés. Además, como era estevado, parecía unas tenazas con cabeza. La levita no llegaba a cubrirle más que la mitad de las posaderas y del bolsillo trasero le asomaba la boquilla de una pipa formidable. Llevaba una bufanda enorme a rayas azules con los extremos por delante del abrigo y, en el centro de la curva trazada por las dos piernas, se bamboleaban como las pesas de un reloj de péndulo dos pompones azulados; la boquilla de la pipa se me antojaba la manecilla.

De improviso me di cuenta de que, en el fondo, era una desvergüenza inaudita por parte de tan ridículo personaje dirigirse a mí; y me apresuré a seguirlo. Pero él apretó también el paso, por lo que la distancia entre uno y otro continuó siendo la misma.

—¡Oiga, amigo! —grité. Pero él no me entendía.

—¿Qué hora es? —volví a gritar.

Entonces fui testigo de un fenómeno que, dicho sea de paso, no me causó el menor asombro: la boquilla de la pipa inició un lento ascenso por sus posaderas y no se detuvo hasta quedar en posición vertical entre los botones de la levita. Acto seguido, oí doce sonidos sordos.

«¿Tan tarde ya? —me pregunté—. ¡Entonces será mejor que vayas pensando en volver a casa!».

Y a casa volví. Mi cerebro seguía sin dar con aquello que no lograba recordar.

Caminaba cabizbajo mirando mis pies descalzos, que avanzaban por la nieve.

«¡Es extraño que no tengas frío! —pensé—. Será cosa del deshielo».

Di alcance a una vieja pelleja que se arrastraba a duras penas y llevaba el rostro oculto por una capellina.

—¡Felices fiestas! —barboteó a mi paso.

—¡Habrase visto este calzador viejo! —mascullé apretando el ritmo. Pero ella se me agarró a la camisa y no me soltaba—. Señora —protesté indignado—, ¡esto es un atentado contra el pudor!

—Soy una pobre mujer…

—¿Es que no ve que casi no llevo ropa?

—¿Una monedita?

—Abuela —la interpelé en un intento de tocarle la fibra sensible—, ¿acaso cree que llevo calderilla en las rodilleras?

Intenté zafarme de ella, pero sus dedos ganchudos le permitían sujetarme con una efectividad extraordinaria.

—¡Suélteme!

—Entrada en años…

—¿En cuántos?

—¡Setenta! —contestó con una risotada.

—Set… —repetí; y me sentí traspasado por un escalofrío—, ¿setenta el uno de enero?

—Sí…

—¿A las… a las doce en punto?

—¡Sí, sí! —asintió vivamente; en ese momento cayó la capellina y vi el rostro de un hombre de narizota aguileña con una pluma en la boca.

Me solté con un alarido. Pero el hombre volvió a agarrarme y nos enzarzamos en una pelea.

—¡Ahora verás! —gritaba golpeándome en la cabeza con sus dedos huesudos—.

¡Ahora verás!

Pero yo lo cogí por la cintura y le hice la zancadilla. Rodamos ambos por la cuneta. Yo caí debajo. Sentí que el frío iba envolviendo mi cuerpo. Intenté defenderme, pero él me aplastaba la cara contra la nieve y poco le faltó para asfixiarme. Entonces hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y grité con voz ronca y desesperada:

—¡Isaksen, Isaksen, no se preocupe! ¡Le pagaré su dinero!

En ese momento se esfumó. Yo me incorporé, me froté los ojos y me sequé la cara.

Frente a mi cama estaba el jurista con un vaso vacío en la mano.

—Pues ¡sí que estaba cargado el ponche! —exclamó.

—¿Eres tú? —pregunté.

—¡Pues claro que soy yo…! Qué carajo, ¿te acuestas con las rodilleras? Ya veo que te han gustado, ya.

—¿Bebimos… bebimos… mucho ayer noche?

—¡Ya lo creo que bebimos! Y ¡ganaste a las cartas!

—¿De veras? —pregunté, de pronto completamente espabilado—. ¿Cuánto?

—Setenta…

—¿Coronas?

—No, no; céntimos, muchacho, ¡céntimos! —dijo él. Después volvió la cabeza y salió de mi cuarto.

Yo me quedé en la cama pensando que la vida era muy muy muy triste y nadie me comprendía.

Sin embargo, al poco se entornó la puerta, unos ojos me hicieron un guiño pícaro por la rendija y una voz grave de bajo declamó:

Arriba, holgazán, no tengo el día entero. Isaksen, Isaksen, ¡aquí está su dinero!

Un sobre rollizo y alargado voló hacia la cama y cayó en mis manos.

Una vez persuadido de lo que había dentro, recordé el árbol de la víspera y canturreé en voz baja:

Noche de paz, noche de amor, ¡un jurista bienhechor!

FIN