Naricita respingada

Naricita respingada

Monteiro Lobato

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Naricita es una niña que todos los días va a dar de comer a los peces del arroyo. Un día conoce a un pez que es príncipe-rey y que la invita a visitar su reino

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Naricita respingada

Naricita

En una casita blanca, allá en la finca del Carpintero Amarillo, vive una vieja de más de sesenta años. Se llama doña Benita. Quien pasa por el camino y la ve en la terraza, con un cesto de costura en las rodillas y anteojos de oro en la punta de la nariz, sigue su marcha pensando:

—Qué tristeza vivir así, tan solita en este desierto…

Pero se engaña. Doña Benita es la más feliz de las abuelas, porque vive en compañía de la más encantadora de las nietas: Lucía, la niña de la naricita respingada, o Naricita, como todos le dicen. Naricita tiene siete años, es morena clara, adora las palomitas de maíz y ya sabe hacer unos deliciosos bollitos de yuca.

Dos personas más viven en la casa; tía Anastasia, una criada negra casi de la familia, que cargó a Lucía cuando era un bebé, y Emilia, una muñeca de paño con un cuerpo bastante desmañado. A Emilia la hizo tía Anastasia, con ojos de seda negra y cejas tan altas que la hacen parecer una bruja. No obstante, Naricita la quiere mucho; no almuerza ni come sin tenerla a su lado, ni se acuesta sin antes acomodarla en una pequeña red entre dos patas de una silla.

Además de la muñeca, el otro encanto de la niña es el arroyo que pasa por los fondos de la arboleda. Sus aguas, muy veloces y cantarinas, corren por entre piedras negras de limo, que Lucía llama las “tías Anastasias del río”.

Todas las tardes Lucía toma su muñeca y va a pasear a la orilla del agua, donde se sienta en la raíz de una vieja acacia para dar migas de pan a los peces.

No hay pez de río que ella no conozca; en cuanto aparece, todos acuden con gran familiaridad. Los más pequeños llegan hasta muy cerca; los mayores parece que desconfían de la muñeca, pues permanecen cautelosos, espiando de lejos. Y a tales diversiones dedica horas la niña, hasta que tía Anastasia se asoma a la puerta de la arboleda y grita con voz tranquila:

—¡Naricita, te está llamando la abuela!…

Una vez …

Una vez, después de dar comida a los peces, Lucía sintió los ojos pesados
de sueño. Se recostó en la hierba con la muñeca al brazo, y se puso a mirar las nubes que cruzaban por el cielo, formando a veces castillos, a veces camellos. Y se iba ya durmiendo, arrullada por el movimiento de las aguas, cuando sintió cosquillas en el rostro. Abrió los ojos: un pececito vestido de gente estaba de pie en la punta de su nariz.

¡Sí, vestido de gente! Traía casaca roja, chistera en la cabeza y paraguas en la mano… ¡la mayor de las galanuras! El pececito miraba la nariz de Naricita frunciendo la frente, como quien no está entendiendo nada de lo que ve.

La niña contuvo el aliento por miedo de asustarlo, y así se estuvo hasta que sintió cosquillas en la frente. Espió con el rabillo del ojo. Era un escarabajo, que se había posado allí. Pero un escarabajo también vestido de gente, portando sobrecasaca negra, lentes y bastón.

Lucía se inmovilizó aún más, tan interesante le iba pareciendo aquello.

Al ver al pez, el escarabajo se quitó respetuosamente el sombrero.

—¡Muy buenas tardes, señor Príncipe! —dijo.

—¡Salud, maestro Cascudo! —fue la respuesta.

—¿Qué novedad trae a Vuestra Alteza por aquí?

—Sucede que me rasguñé dos escamas del lomo y el doctor Caracol me recetó aires del campo. Vine a tomarlos en este prado, que es muy reconocido, pero encontré este morro que me parece extraño —y el Príncipe golpeó con la punta del bastón la nariz de Naricita.

—Creo que es de mármol —observó.

Los escarabajos son muy entendidos en asuntos de tierra, pues viven cavando agujeros. Pero incluso así aquel escarabajo de sobrecasaca no fue capaz de adivinar qué clase de “tierra” era aquella. Se inclinó, acomodó sus anteojos, examinó la nariz de Naricita y dijo:

—Muy blanda para ser mármol. Más bien parece requesón.

—Muy morena para ser requesón. Más bien parece raspadura de azúcar —replicó el príncipe

El escarabajo probó la tal tierra con su lengua: —Muy salada para ser raspadura. Tal vez… Pero no terminó, porque el Príncipe fijaba ya suatención en las cejas.
—¿Serán cerdas, maestro Cascudo? Venga a verlas. ¿Por qué no se lleva algunas, para que sus niños jueguen con ellas?

El escarabajo aprobó la idea, y se puso a recoger cerdas. Cada hebra que arrancaba hacía penar a la niña ¡buenas ganas sintió de espantar al intruso con una mueca! Pero se contuvo, deseosa de ver en qué paraba todo aquello.

Dejando al escarabajo ocupado con las cerdas, el pececito se ocupó en inspeccionar las ventanas de la nariz.

—¡Qué hermosas cuevas para una familia de escarabajos! —exclamó—. ¿Por qué no se viene a vivir aquí, maestro Cascudo? A su esposa le encantaría este juego de habitaciones.

Con un haz de cerdas bajo el brazo, el escarabajo fue a examinar las cuevas. Midió la altura con el bastón.

—De verdad, son estupendas —dijo—. Pero temo que viva adentro alguna fiera peluda.

Y, para asegurarse, hurgó en el fondo del agujero.

—¡Uh, uh! ¡Sal de ahí, bicho inmundo!…

No salió ninguna fiera, pero como su bastón había hecho cosquillas a la nariz de Lucía, lo que salió fue un formidable estornudo. ¡Atchíss! Y los dos bichitos, cogidos de sorpresa, cayeron al suelo agitando las patas.

—¿Pues no lo dije? —exclamó el escarabajo, levantándose y cepillando con la manga la chistera sucia de tierra—. ¡Vaya si es un nido de fieras!
¡Y de fieras estornudadoras! Me largo. No quiero problemas con esa gente. ¡Hasta luego, Príncipe! Hago votos para que se cure y sea muy feliz.

Y allá se fue, zumbando que ni un avión.

Pero el pececillo, que era muy valiente, no perdió sus arrestos, cada vez más intrigado con la tal montaña que estornudaba. Por fin la niña se apiadó de él y decidió aclarar el misterio. Se sentó de súbito y dijo:

—No soy ninguna montaña, pececito. Soy Lucía, la niña que todos los días viene a traerles comida. ¿No me reconoces? —Era imposible reconocerte, niña. Vista desde adentro del agua pareces muy diferente…
—Puede que así sea, pero te aseguro que soy la misma.

Y esta señorita que está aquí es mi amiga Emilia.
El pececito saludó respetuosamente a la muñeca, y en seguida aseguró ser el Príncipe Escamado, rey del reino de las Aguas Claras.

—¡Príncipe y rey al mismo tiempo! —exclamó la niña batiendo palmas—. ¡Qué maravilla! ¡qué maravilla! Siempre tuve el deseo de conocer a un príncipe-rey.

Conversaron un buen rato, y después el príncipe la invitó a visitar su reino. Naricita no disimulaba su entusiasmo.

—Pues vamos de una vez —gritó—, antes que tía Anastasia me llame.

Y allá se fueron los dos, cogidos del brazo, como viejos amigos. La muñeca los seguía, sin decir palabra.

—Parece que doña Emilia está disgustada —observó el Príncipe.

—No es disgusto, no, Príncipe. La pobre es muda de nacimiento. Ando en busca de un buen doctor que la cure.

—Hay uno excelente en la corte, el célebre doctor Caracol. Utiliza unas píldoras que curan todos los males, menos su baba. Estoy seguro de que el doctor Caracol pondrá a la señora Emilia a hablar hasta por los codos.

Y aún estaban comentando los milagros de las famosas píldoras cuando llegaron a cierta gruta que Naricita no había visto jamás en aquellos parajes. ¡Qué cosa extraña! El paisaje había cambiado.

—He aquí la entrada a mi reino —dijo el príncipe. Naricita espió, con miedo de entrar.
—Muy oscura, príncipe. Emilia es muy miedosa.
La respuesta del pececito fue sacar del bolsillo una luciérnaga con mango de alambre, que le servía de linterna viva. La gruta se iluminó y la muñeca perdió el miedo. Entraron. Mientras caminaban eran saludados, con grandes muestras de respeto, por varias lechuzas y numerosos murciélagos. Minutos después llegaron al portal del reino. La niña abrió la boca con gesto de admiración.

—¿Quién construyó este maravilloso portal de coral, príncipe? Es tan bonito que hasta parece un sueño.

—Fueron los pólipos, los albañiles más trabajadores e incansables del mar. También construyeron mi palacio, todo de coral rosa y blanco.

Naricita aún no salía de su asombro cuando el príncipe advirtió que aquel día el portal no había sido cerrado.

—Es la segunda vez que esto sucede —observó con disgusto—. Apuesto a que el guardia está durmiendo.

Al entrar, certificó que así era. El guardia dormía entre ronquidos. El tal guardia no pasaba de ser un sapo bastante feo, que ostentaba el grado de mayor en el ejército marino.
Mayor Agarra y ya no Suelta. Recibía de sueldo cien moscas por día, para que permaneciera en su sitio, lanza en ristre, casco en la cabeza y espada al cinto, vigilando la entrada del palacio. Pero el Mayor tenía el vicio de dormir a deshoras, y por segunda vez le habían pillado en falta.

El príncipe se dispuso a despertarlo de un puntapié en la barriga, pero la niña intervino.

—¡Todavía no! Tengo una idea estupenda. Vamos a vestirlo de mujer, para verle la cara cuando despierte.

Y, sin esperar respuesta, retiró la faldita de Emilia y vistió con ella al dormilón. Le puso también la cofia de la muñeca en lugar del casco, y el paraguas del príncipe en lugar de la lanza. Después de dejarlo transformado en una perfecta vieja, dijo al príncipe:

—Adelante con la patada.

El príncipe, ¡zas! Le aplicó un tremendo puntapié en la barriga.

—¡Hum!… —gimió el sapo, y abrió los ojos, todavía medio dormido.

Con voz de enojo, el príncipe exclamó:

—¡Bonita cosa, Mayor! Durmiendo como un puerco, y además vestido de vieja decrépita… ¿Qué significa esto?

El sapo, sin comprender nada de aquello, se miró pasmado en un espejo que había por allí. Y le echó la culpa al pobre espejo.

—¡Él está mintiendo, príncipe! No le crea nada. Nunca fui así…

—Es cierto, nunca fuiste así —confirmó Naricita—. Pero como dormías hecho un tronco estando de servicio, el hada del sueño te transformó en una horrible vieja. Bien merecido…

—Y de castigo —agregó el príncipe— te sentencio a tragar cien piedritas redondas en lugar de las cien moscas de nuestro trato.

El sapo, abatidísimo y al borde del llanto, fue a esconderse en un rincón.

En el palacio

El príncipe consultó el reloj.

—Es hora de la audiencia —murmuró. Démonos prisa, pues tengo muchos casos que atender.

Prosiguieron. Entraron directamente a la sala del trono, y la niña se sentó al lado del príncipe, como si fuera una princesa. ¡Linda sala! Toda ella de un coral lechoso, guarnecido de oro, y con colgaduras de perlas, que se mecían al menor soplo. El piso, de nácar tornasolado, era tan liso que Emilia resbaló tres veces.

El príncipe dio comienzo a la audiencia golpeando con una gran perla negra una concha sonora.
El mayordomo introdujo a los primeros querellantes, una banda de moluscos desnudos que tiritaban de frío. Venían a quejarse de los Bernardos Eremitas.

—¿Quiénes son esos Bernardos? —preguntó la niña.

—Son unos cangrejos que tienen la mala costumbre de robar las conchas de estos pobres moluscos, dejándolos en carne viva en el mar. Los peores ladrones que tenemos aquí.

El príncipe resolvió el caso ordenando dar una concha nueva a cada uno de los moluscos.

Después apareció una ostra, quejándose de un cangrejo que le había hurtado la perla.

—Era una perla muy joven, ¡y tan gentil! —dijo la ostra, enjugándose las lágrimas. La raptó por simple maldad, porque los cangrejos no se alimentan de perlas, ni las usan como joyas. Seguro la dejó por ahí, en la arena…

El príncipe resolvió el caso adjudicando a la ostra una perla nueva, del mismo tamaño.

En estas entró a la sala, muy apresurada y afligida, una cucarachita de mantilla, que se fue abriendo camino entre los asistentes hasta quedar frente al príncipe.

—¿Usted, señora, por aquí? —exclamó éste, admirado—. ¿Qué desea?

—Ando buscando a Pulgarcito —respondió ella—. Hace dos semanas que huyó del libro donde vive, y no lo encuentro en ninguna parte. Ya recorrí todos los reinos encantados sin descubrir el menor rastro suyo.

—¿Quién es esta vieja? —susurró la niña al oído del príncipe—. Me parece conocida…

—Sin duda, pues no hay niña que no conozca a la célebre doña Hechicera de los cuentos, la cucarachita más famosa del mundo.

Y volviéndose a la vieja:

—No sé si Pulgarcito anda por mi reino. No lo vi, ni tengo noticias de él, pero puede usted buscarlo con toda libertad…

—¿Por qué huyó? —preguntó la niña.

—No lo sé —respondió doña Hechicera—, pero he notado que muchos personajes de mis cuentos están ya cansados de vivir toda la vida presos en ellos. Quieren otros aires.

Hablan de salir a recorrer mundo para meterse en nuevas aventuras. Aladino se queja de que su lámpara maravillosa se está oxidando. La bella durmiente tiene deseos de meter el dedo en otra roca para dormir otros cien años.

El gato con botas se peleó con el marqués de Carabás y quiere irse a los Estados Unidos a visitar al gato Félix. Blanca Nieves anhela teñirse el cabello de negro y aplicarse rouge en la cara. Andan todos rebotados, y me da un gran trabajo contenerlos. Pero lo peor es que amenazan con huir, y ya Pulgarcito dio el ejemplo.

Naricita admiró tanto aquellas rebeldías que aplaudió alegremente, con la esperanza de toparse tal vez en su camino con alguno de aquellos queridos personajes.

—Todo esto —continuó doña Hechicera— a causa de Pinocho, del gato Félix, y en especial de una tal niña de naricita chata que todos están deseando conocer. Hasta estoy por pensar que fue esa diablilla la que envenenó a Pulgarcito, aconsejándole huir.

El corazón de Naricita latió a toda prisa.

—Pero, ¿conoce usted a esa niña? —preguntó, cubriéndose la nariz por miedo a ser reconocida.

—No la conozco —respondió la vieja—, pero sé que vive en una casita blanca, en compañía de dos viejas decrépitas.

¡Ah! ¿cómo se le ocurrió decir aquello? Oyendo tildar a su abuelita de vieja decrépita, Naricita perdió los estribos.

—¡Muérdase la lengua! —gritó, roja de la ira—. Vieja decrépita es usted, y
tan chismosa que ya nadie quiere saber de sus fantasías. La niña de la naricita respingada soy yo, pero sepa de una vez que es mentira que yo haya seducido a Pulgarcito, aconsejándole la fuga. Nunca tuve esa “bella idea”, pero ahora voy a aconsejarle, a él y a todos los demás, que huyan de sus libracos apolillados, ¿se entera?

La vieja, furiosa, la amenazó con enderezarle la nariz la primera vez que la encontrara sola.

—Y yo le achataré la suya, ¿me oye? ¡Llamar a mi abuelita vieja decrépita! ¡Habrase visto!…

Doña Hechicera le sacó la lengua —una lengua muy flaca y seca— y se retiró furiosísima, rezongando vaya a saberse qué cosas.

El príncipe respiró con alivio al ver terminado el incidente. A continuación clausuró la audiencia, y dijo al primer ministro:

—Envíe una invitación a todos los nobles de la corte, para la gran fiesta que ofreceré mañana en honor de nuestra distinguida visitante. Y diga al maestro Camarón que haga enganchar el coche de gala para un paseo por el fondo del mar. ¡Aprisa!

El bufoncito

El paseo que dio Naricita con el príncipe fue el más bello de toda su vida. El coche de gala corría sobre la arena blanquísima del fondo del mar, conducido por el maestro Camarón y tirado por seis parejas de hipocampos, unos bichitos con cabeza de caballo y cola de pez. En lugar de látigo, el cochero usaba para azuzarlos los hilos de su propia barba: ¡lept! ¡lept! …

¡Qué lindos lugares vio la niña! Florestas de coral, bosques de esponjas vivas, campos de algas, con formas a cual más extraña. Conchas de todos los colores y aspectos. Pulpos, anguilas, erizos, millares de criaturas marinas, tan extrañas que casi parecían mentiras del barón de Munchausen.

En cierto lugar, Naricita encontró una ballena dándoles de mamar a sus ballenatos, y se le ocurrió la idea de llevar a la finca una botella de leche de ballena, solo por ver la cara de asombro que pondrían doña Benita y tía Anastasia. Pero en seguida desistió del proyecto, pensando: “No vale la pena; ni siquiera así lo creerían”.

En esto apareció a lo lejos un formidable pez espada. Con su largo espolón apuntaba directamente al cetáceo, que es como los sabios llaman a la ballena. El príncipe se asustó:

—¡Ahí viene el malvado! —dijo—. Esos monstruos se divierten pinchando a las pobres ballenas como si fueran almohadillas para alfileres. Vámonos de aquí, porque la lucha será terrible.

Al oír la orden de regresar, el camarón restalló sus barbas y puso a los “cabecitas de caballo”
al galope.

De regreso al palacio, el príncipe dejó a la niña y a la muñeca en la gruta de sus tesoros, y fue a ocuparse de los preparativos de la fiesta. Naricita comenzó a mirarlo todo… ¡Cuántas maravillas! Perlas enormes por montones; muchas, todavía en la concha, sacaban sus cabecitas, espiaban a la niña, y volvían a esconderse, con miedo de Emilia.
En cuanto a caracoles, era cosa de nunca acabar, los había de todas las formas imaginables. ¡Y conchas! ¡Cuántas, Dios del cielo!

Naricita se habría quedado allí la vida entera, examinando una por una todas aquellas joyas, si un pececillo de cola roja no hubiera llegado a avisarle, de parte del príncipe, que la cena estaba servida.

Corrió a toda prisa, y halló el comedor aún más bonito que la sala del trono. Se sentó al lado del príncipe, y elogió con entusiasmo el arreglo de la mesa.

—Mérito de las señoras sardinas —dijo él—. Son las mejores organizadoras del reino.

“No por casualidad —pensó la niña— se saben organizar tan bien dentro de las latas…”

Llegaron los primeros platos: costillitas de camarón, filetes de marisco, omeletes con huevos de picaflor, longaniza de lombriz —un platillo que agradaba mucho al príncipe.

Mientras comían, una excelente orquesta de cigarras y zancudos tocaba melodías zumbadoras, dirigida por el maestro Tangará, de batuta en el pico. En los intervalos, tres luciérnagas de circo hicieron lindos números de magia, entre los cuales fue muy admirado el de tragar fuego: no hay como ellas para lidiar con fuego.

Encantada con todo aquello, Naricita batía palmas y daba gritos de alegría. En cierto momento, el mayordomo del palacio entró y dijo unas palabras al oído del príncipe.

—Pues hazlo entrar —dijo éste.
—¿Quién es? —quiso saber la niña.
—Un enanito que se apareció aquí ayer, para ofrecerse como bufón de la corte. Estamos sin bufón desde que a nuestro querido Carlito Pirulito lo devoró un pez espada.

El candidato a bufón de la corte entró conducido por el mayordomo, y de inmediato saltó sobre la mesa y empezó a hacer piruetas. Naricita advirtió al instante que el pequeño bufón no era otro que Pulgarcito, vestido con el clásico jubón de cascabeles y un bonete, también de cascabeles, en la cabeza. Lo advirtió, pero fingió no haberse dado cuenta de nada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el príncipe.

—¡Soy el gigante Traga Tortas! —respondió el bufoncito sacudiendo los cascabeles.

Pulgarcito no tenía talento alguno para aquello. No sabía hacer muecas graciosas, ni decir frases que hicieran reír. Naricita sintió una gran pena por él, y le susurró en voz muy baja:

—Aparécete por la finca de abuelita, señor Traga Tortas.
Tía Anastasia hace unas tortas deliciosas para tragar. Vente a vivir conmigo, en vez llevar esa vida idiota de bufón de la corte. No sirves para esto.

En ese momento reapareció en el salón la cucarachita, de mantilla, con la nariz levantada, como quien está olfateando algo.

—¿Encontró al fugitivo? —preguntó el príncipe.

—Aún no —respondió ella—. Pero apuesto a que anda por aquí. Le estoy sintiendo el olor.

Y olfateó otra vez el aire con su nariz de lora seca.

A pesar de que era bastante tonto, el príncipe sospechó que el tal Traga Tortas era el mismísimo Pulgarcito.

—Tal vez sea cierto —dijo—. Tal vez Pulgarcito sea el bufón que vino a ofrecerse para sustituir a Carlito Pirulito. ¿A dónde se fue? —preguntó, mirando a su alrededor. No hace medio minuto que estaba aquí…

Lo buscaron inútilmente por todas partes. Y es que la niña, apenas vio entrar a la vieja bruja, lo había escondido con disimulo en una manga de su vestido.

Doña Hechicera husmeaba en todos los rincones, hasta dentro de las tazas, siempre rezongando.

—Está aquí, sí. Siento su olor cada vez más cerca. Esta vez no se me escapa.

Viéndola acercarse cada vez más, Naricita se asustó. Y para disimular gritó:

—Doña Hechicera está chocheando. Pulgarcito usa las botas de siete leguas y, de haber estado aquí, ya debe andar en Europa.

La vieja soltó una risita burlona.

—¡No soy tan boba! En cuanto sospeché que quería huir, me apresuré a encerrar sus botas en mi cajón. Pulgarcito huyó descalzo y no se me escapa.

—¡Sí que se escapará! —gritó Naricita en tono de desafío.

—¡No lo hará! —retrucó la vieja—. Y no se me escapa porque ya sé dónde está. Está escondido ahí en su manga, ¿verdad? —Y avanzó hacia la niña.

Se armó un gran revuelo en el salón. La vieja se enfrentó a Naricita, y ciertamente la hubiera dominado, si la muñeca, que estaba en la mesa al lado de su dueña, no hubiese tenido la bella idea de arrancarle los anteojos y salir corriendo con ellos.

Doña Hechicera no veía nada sin sus gafas, de modo que quedó dando tumbos en medio del salón, mientras la niña corría a esconder a Pulgarcito en la gruta de los tesoros, en el fondo mismo de una concha.

—Quédate ahí bien quietecito hasta que yo vuelva —le recomendó.

Y regresó al salón, muy orgullosa de su hazaña.

La costurera de las hadas

Después de cenar, el príncipe llevó a Naricita a la casa de la mejor costurera del reino. Era una araña de París, que sabía hacer vestidos lindos, lindos de verdad. Ella misma tejía la tela, ella misma inventaba las modas.

—Doña Araña —dijo el príncipe—, quiero que le haga a esta ilustre dama el vestido más bonito del mundo. Pienso dar una gran fiesta en su honor, y quiero que deslumbre a toda la corte.

Tras decir esto, se retiró. Doña Araña tomó el metro y, con la ayuda de seis arañitas muy hábiles, comenzó a tomar las medidas. Después tejió a toda prisa una tela color de rosa con estrellitas doradas, la cosa más linda que imaginarse pueda. Tejió también piezas de cintas, piezas de encaje y piezas de forro, y hasta carreteles de hilo.

—¡Qué belleza —iba exclamando la niña, cada vez más admirada ante los prodigios de la costurera—. He visto muchas arañas en casa de mi abuela, pero solo saben hacer telas para cazar moscas; ninguna es capaz de hacer siquiera un pañito de delantal…

—Es porque tengo mil años de edad —explicó doña Araña—, y soy la costurera más vieja del mundo. Aprendí todos los secretos. Trabajé durante mucho tiempo en el reino de las hadas; fui yo quien hizo el vestido de baile de Cenicienta, y casi todos los trajes de boda de casi todas las jóvenes que se casaron con príncipes encantados.

—¿Y también cosió para Blanca Nieves?

—¡Por supuesto! Justamente estaba tejiendo su velo de novia cuando me accidenté. Las tijeras cayeron sobre mi pie izquierdo, rajando el hueso aquí en este lugar. Me trató el doctor Caracol, un médico estupendo. Curé, aunque quedé coja para el resto de la vida.

—¿Cree usted que ese doctor Caracol es capaz de curar a una muñeca que nació muda? —preguntó la niña.

—Sí que es capaz. Tiene unas píldoras que curan todos los males, excepto cuando el enfermo muere.

Mientras charlaban, doña Araña seguía trabajando en el vestido.

—Está listo —dijo al fin—. Vamos a probarlo. Naricita se vistió, y fue a verse en un espejo. —¡Qué belleza! —exclamó batiendo palmas—. ¡Hasta parezco un cielo abierto!…

Y la verdad es que estaba linda. Tan linda con su vestido de tela rosada con estrellitas de oro, que hasta el espejo abrió mucho los ojos del puro asombro.

Abriendo en seguida su cofre de joyas, doña Araña puso en la cabeza de la niña una diadema de rocío, y brazaletes de rubíes marinos en los brazos, y anillos de brillantes de mar en los dedos, y hebillas de esmeraldas de mar en los zapatos, y una gran rosa marina en el pecho.

Más linda todavía quedó Naricita, tanto más que el espejo siguió abriendo los ojos, y comenzó a abrir la boca.

—¿Listo? —preguntó la niña, deslumbrada.

—Espera —respondió doña Araña—. Faltan los polvos de mariposa.

Y ordenó a sus seis hijas que trajeran las cajas de polvo de mariposa. Escogió el más conveniente, que era el famoso polvo tornasol, tan brillante que parecía polvo de cielo sin nubes mezclado con polvo de sol recién nacido. ¡Así empolvada, la niña parecía la viva estampa de un sueño dorado! Linda, lindísima, tan linda, tanto que el espejo fue abriendo aún más los ojos, y más, y más, y más, hasta que… ¡crack!… se partió de arriba abajo en seis pedazos.

Lejos de enfadarse, como temió Naricita, doña Araña se puso a bailar de alegría.

—¡Gracias al cielo! —exclamó, dando un suspiro de alivio—. Llegó al fin el día de mi liberación. Cuando nací, una cruel hada, que detestaba a mi pobre madre, me convirtió en araña, condenándome a vivir de costuras la vida entera. Al mismo instante, sin embargo, un hada buena apareció, y me dio este espejo diciéndome: “El día que tejas el vestido más hermoso del mundo, dejarás de ser araña y serás lo que quieras ser”.

—¡Qué bueno! —aplaudió Naricita— ¿Y en qué piensa convertirse?

—Todavía no lo sé —respondió la araña—. Tengo que consultar al príncipe.

—Muy bien, pero no se convierta en nada antes de hacer con estos retazos un vestido para Emilia. La pobre no puede presentarse en el baile así como está, con ese triste camisón que lleva.

—Ya es tarde, niña. El hechizo está roto; ya no soy costurera. Pero mis hijas podrán hacer el vestido de la muñeca. No será gran cosa, porque no tienen mi práctica, pero servirá. ¿Dónde está la señora Emilia?

Naricita no lo sabía. Después que robó los lentes de la vieja y salió corriendo, nadie la había visto.

Doña Araña se dirigió a las seis arañitas.

—Hijas mías —dijo—, el hechizo está roto y pronto me veré convertida en aquello que desee. Voy pues a abandonar esta vida de costurera, dejándolas a ustedes en mi lugar. El hechizo se prolonga en ustedes. Cada una deberá conservar un pedazo del espejo, y pasar la vida cosiendo, hasta que logre un vestido capaz de hacer rajar de admiración a ese pedazo, tal como sucedió con el espejo grande.

En ese momento apareció el príncipe. Naricita le contó toda la historia, inclusive la confusión de la araña con respecto a lo que quería ser.

El príncipe comentó que a su reino le estaban faltando sirenas, y que sería muy de su agrado que la señora Araña se convirtiera en una.

—¡Nunca! —protestó Naricita, que tenía un gran corazón—. Las sirenas son criaturas malvadas, cuyo mayor placer es hundir navíos. Es mejor que se convierta en princesa.

Hubo una gran discusión, sin que nada se decidiera. Finalmente, la araña decidió no convertirse en nada.

—Prefiero seguir como soy. Así, coja de una pierna, si me vuelvo princesa quedaré siendo la Princesa Coja; si me vuelvo sirena, seré la Sirena Coja, y todos se burlarán de mí. Además, como desde hace mil años soy araña, estoy acostumbradísima.

Y siguió siendo araña.

La fiesta y el mayor

Llegó la hora de la fiesta. Dando la mano a Naricita, el príncipe se dirigió al salón del baile.

—¡Qué linda es! —exclamaron los hidalgos allí presentes al verla entrar—. Con certeza es la hija única del hada de los siete mares…

El salón parecía un cielo abierto. En vez de lámparas, colgaban del techo ramos de rayos del sol cogidos esa mañana. Flores en cantidad, traídas y dispuestas por colibríes. Tantas perlas regadas por el suelo que hasta se hacía difícil caminar. No hubo ostra que no trajera su perla, para colgarla de un gajo de coral o arrojarla en cualquier lugar a manera de adorno. Y lo que no era perla era flor, y lo que no era flor era nácar, y lo que no era nácar era rubí, y esmeralda, y oro y diamante. ¡Un absoluto vértigo de belleza!

El príncipe solo había convidado a los seres pequeños y de cuerpos delicados, tal como lo era él mismo. De aparecerse por allí un hipopótamo o una ballena habría causado un desastre mayúsculo. Naricita paseó su mirada por la audiencia. Ningún espectáculo podría ser más curioso.

Moscardones de frac y flor en la solapa conversaban con cucarachitas de mantilla y nomeolvides en el cabello. Abejas doradas, verdes y azules, hablaban mal de las avispas de cintura fina, juzgando una exageración el uso de corsés tan apretados. Sardinas por centenares criticaban los cuidados excesivos que las mariposas con tocados de gasa dedicaban al polvo de sus alas. Avispitas de aguijones enguantados para no morder. Y canarios cantando, y picaflores picando flores, y camarones camaronando, y cangrejos cangrejando, y todo lo que es pequeñito y no muerde, pequeñitando y no mordiendo.

Naricita y el príncipe bailaron la primera contradanza, ante los ojos admirados de la concurrencia. A causa de las reglas de la Corte, cuando el príncipe bailaba todos debían mantener la boca y los ojos muy abiertos. Después comenzó la gran cuadrilla.

Fue la parte que más disfrutó Naricita. ¡Cuántas escenas divertidas! ¡Cuántas tragedias! Un vetusto cangrejo que había sacado a bailar a una lagarta, la apretó tanto que la hizo sangrar con su aguijón.

Al tiempo que esto sucedía, un moscardón del Instituto Histórico tropezó con una perla, cayó al suelo y se dislocó gravemente.

Se llamó de inmediato al doctor Caracol, para atender a los heridos.

—¡Qué buen cirujano! —exclamó Naricita, viendo la pericia
con que el médico procedía a vendar a la lagarta y al moscardón —solo sobraron dos piezas, una pierna y una antena—. Y trabaja científicamente —pensó la niña, al ver que antes de tratar al enfermo hacía un perfecto diagnóstico—. Mañana mismo —dijo al príncipe— voy a llevar a Emilia a su consultorio.

—Y ya que la menciona, ¿dónde está? —preguntó éste—. Desde la pelea con doña Hechicera no la veo.

—Ni yo. Será bueno que su majestad mande a buscarla.

El príncipe ordenó al mayordomo que encontrara a la muñeca cuanto antes.

Mientras tanto, el baile proseguía. Llegaron las libélulas, que pasan por ser las más gráciles bailarinas del mundo. ¡Y qué cierto es! Bailan sin posar los pies en el suelo, volando todo el tiempo. Su lindo vals iba por la mitad, cuando apareció el mayordomo, muy agitado.

—¡Doña Emilia fue asaltada por algún bandido! —gritó— ¡Está en la cueva del tesoro, tendida en el suelo, como muerta!

Naricita saltó al instante del trono y corrió a socorrer a su querida bruja. La encontró caída en la tierra, con arañazos en el rostro , sin dar la menor señal de vida. El doctor Caracol, llamado con urgencia, se apresuró a despertarla con un buen pellizco, después de hacer el indispensable diagnóstico.

—¿Qué clase de monstruo pudo hacerle esto a la pobrecilla? —exclamó Naricita, tras examinarle la cara y comprobar que le habían arrancado uno de los ojos—. Ahora no solo es muda, sino que también va a quedar ciega. ¡Mi pobrecita Emilia!…

—Imposible descubrir al criminal —declaró el príncipe—. No hay indicios. Solo después que el doctor Caracol la cure de su mudez podremos saber alguna cosa.

—Hablaremos de eso mañana bien temprano —concluyó Naricita—. Ya es muy tarde. Me estoy cayendo del sueño…

Y dando las buenas noches al príncipe, se retiró con Emilia a sus aposentos.

Pero no pudo dormir. No acababa de acostarse cuando oyó gemidos en el jardín que había al lado. Se levantó, espió desde la ventana. Era el sapo que ella misma había vestido de vieja.

—¿Buenas noches, mayor Agarra! ¿Qué gemidos tan tristes son esos? ¿No está contento con su traje nuevo?

—No bromee, niña, que el asunto no está para bromas —respondió el pobre sapo con voz llorosa—. El príncipe me condenó a tragarme cien guijarros. Ya me tragué noventa y nueve… ¡No puedo más! Tenga piedad de mí, querida niña, y pídale al príncipe que me perdone.

Tanta compasión sintió Naricita que así como estaba, de camisola, fue corriendo hasta el cuarto del príncipe, y llamó con decisión a su puerta: ¡Toc, toc, toc!

—¿Quién es? —preguntó el pececito, que estaba quitándose las escamas para irse a dormir.

—Es Naricita. Quiero que le perdone al pobre mayor Agarra.

—¿Perdonarle qué? —preguntó el príncipe, que tenía muy mala memoria.

—¿Olvida que lo condenó a tragarse cien guijarros? Ya se tragó noventa y nueve y se le está atragantando el último. ¡No le entra! ¡No le cabe! Ahí está en el jardín, con la barriga repleta, y gime y llora tanto que no me deja dormir.

El príncipe se irritó.

—¡Vaya estúpido el tal mayor! Aquello que le ordené era una broma. Dígale que se saque las piedritas y no me incomode más.

Naricita, brincando de alegría, fue a darle al sapo la buena noticia.

—¡Está perdonado, mayor! El príncipe le ordena que se saque los guijarros y vuelva a su trabajo.

Pero, a pesar de sus esfuerzos, el sapo no lograba deshacerse de las piedras. Estaba empachado.

—¡Imposible! —gimió—. La única solución es que el doctor Caracol me abra la barriga y me saque las piedras, una por una, con ese aguijón de cangrejo que le sirve de pinzas.

—Siendo así, muy buenas noches, señor sapo. Mañana hablaremos de su caso. Tenga paciencia, y trate de no morirse esta noche.

El sapo agradeció a la niña sus buenos oficios, prometiéndole además que, si lograba huir de las garras del príncipe, se iría a vivir a la finca de doña Benita, para mantener su huerta limpia de bichos.

Ya Naricita se disponía a irse a la cama, cuando se acordó de Pulgarcito, al que había dejado escondido en la concha.

—¡Santo Dios! ¡Qué cabeza la mía! El pobrecito debe estar cansado de esperarme…

Y se fue corriendo a la cueva de los tesoros. Pero perdió el viaje. Pulgarcito había desaparecido con concha y todo…

La píldora parlante

Al día siguiente se levantó muy temprano para llevar la muñeca al consultorio del doctor Caracol. Lo encontró con cara de quien se ha tragado una víbora de cascabel rellena de escorpiones.

—¿Qué pasa, doctor?

—Pasa que encontré saqueado mí depósito de píldoras. Me las han robado todas .

—¡Qué tragedia! —dijo la niña, preocupadísima.

Pero, ¿no puede fabricar otras? Sí quiere, le ayudaré a amasrlas.

—Imposible. Ya murió el escarabajo boticario que fabricaba las píldoras, sin haber revelado el secreto a nadie.

A mí sólo me quedaban cien de las diez mil que le compré a los herederos. El infeliz ladrón sólo me ha dejado una, que no sirve para el caso porque no es píldora parlante.

—¿Y ahora?

—Ahora es necesario una operación quirúgica. Le abro la garganta a la muñeca y le pongo dentro un poquitito de habla —respondió el doctor, afilando su cuchillito puntiagudo.

En ese momento se oyó un gran barullo en el corredor.

—¿Qué será? —preguntó la niña, sorprendida.

—Es el papagayo que llega —declaró el doctor.

—¿Qué papagayo, hombre de Dios? ¿Qué viene a hacer un papagayo aquí?

El maestro Caracol le explicó que, como no encontrara las píldoras, mandó que trajeran un papagayo muy charlatán que había en el reino. Tenía que matarlo para extraerle la habiilla que iba a ponerle a la muñeca en la garganta.

Naricita, que no permitía que se matara ni a las hormigas, se indignó ante semejante barbaridad.

—¡En ese caso, no quiero! Prefiero que Emilia sea muda toda la vida a sacrificar una pobre ave que no tiene ninguna culpa.

No había terminado de decirlo cuando los ayudantes del doctor, unos cangrejos la mar de antipáticos, llegaron a la puerta arrastrando a un pobre papagayo con el pico atado. El pobrecito resistía, pero podían más los cangrejos ¡y se oía cada bofetada! …

Indignada por semejante estupidez, Naricita se les fué encima a puntapiés y coscorrones.

—¡No quiero! ¡No admito que se le torture! —gritó rojita de rabia, desatando el pico del loro y tirando las cuerdas a la nariz de los cangrejos.

El doctor Caracol quedó apabullado, porque sin píldoras ni papagayo era imposible curar a la muñeca. Y ordenó que le trajeran el segundo paciente.

Trajeron entonces al sapo en una carretilla. Tenía que venir sobre ruedas a causa de la hinchazón del vientre; parecía como si las piedras hubieran aumentado de volumen dentro. Y como estaba aun vestido con la pollera y la toca de Emilia, Naricíta hubo de taparse la boca para no reír en momento tan inoportuno.

El famoso cirujano le abrió la barriga al sapo con su cuchillito y con las pinzas del cangrejo le extrajo una de las piedritas del vientre. Al mirarla a la luz del día, su cara se cubrió de sonrisas caracoleras.

—¡No es una piedra! —exclamó contentísimo. Es una de mis queridas píldoras. Pero ¿ cómo es que habrá ido a parar a la barriga del sapo?

Volvió a meter la pinza y sacó otra piedra. ¡Era otra píldora! Y así hasta completar el número de noventa y nueve. ¡Había sido el sapo el ladrón del remedio maravilloso …

La alegría del doctor era enorme. Como no sabía curar sin las píldoras milagrosas, había temido que lo echaran del puesto.

—Ahora podemos curar a la señorita Emilia —aseguró después de haberle cosido la barriga al sapo.

Llegó la muñeca. El doctor escogió una píldora parlante y se la dió a tomar.

—¡Trágala de una vez! —le dijo Naricita, enseñándole a Emilia cómo se toman las píldoras. Y no hagas tantas muecas, que vas a reventar el otro ojo.

Emilia tragó la píldora muy bien y comenzó a hablar en el mismo instante. Lo primero que dijo fué: ¡Tengo un horrible gusto a sapo en la boca! Y habló, habló, habló más de una hora sin parar. Habló tanto que Naricita, atormentada, pidió al doctor que le hiciera devolver esa píldora y le diera otra menos fuerte.

—No es necesario —le dijo el doctor. Que hable hasta que se canse. Después que haya hablado unas tres horas se calmará y hablará como toda la gente. Lo que tiene es charla depositada —que tiene que salir.

Y así fue. Emilia habló durante tres horas sin respirar.

Después se calló.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la niña. Ahora podemos conversar como la gente y saber quién fue el bandido que te asaltó en la gruta. Cuenta todo el caso.

Emilia se estiró toda y comenzó a decir en su voz fina de muñeca de trapo:

—Pues fue aquella diabla de doña Hada. La vieja taimada apareció en la gruta de las cáscaras …

—¿Qué cáscaras, Emilia? Me parece que aun no estás en tus cabales.

—Sí, cáscaras —replicó la muñeca caprichosamente. De esas cáscaras de bichos blandos que tanto admiras tú y que llamas conchas. La vieja taimada apareció y empezó a buscar al muñeco …

—¿Qué muñeco?

—Ese tal Pulgada que tragaba tortas y que tú escondiste en una cáscara, bien al fondo. Comenzó a buscar y fue sacudiendo una por una todas las cáscaras, para ver si tenían el muñeco dentro. Y tanto buscó que acabó por

encontrarlo. Cogió la cáscara y se fue con ella bajo la manta.

—¡La mantilla, Emilia!

—¡Manta!

—¡Mantilla, tonta!

—Manta. Se iba con la cáscara bajo la manta cuando la vi y salté sobre ella. Pero la vieja gruñona me arañó la cara y me golpeó la cabeza con la cáscara con tanta fuerza que me dejó dormida. Sólo desperté cuando el doctor Cara de Col …

—¡Caracol! ¡ Doctor Caracol, Emilia!

—Doctor Cara de Col. Sólo me desperté cuando el doctor Cara de Colísima me pegó un “llipizcón” …

—Pellizcón —corrigió Naricita por última vez, metiéndose a la muñeca en el bolsillo. Vio que el habla de Emilia no estaba aun bien ajustada, cosa que sólo el tiempo podría corregir. Vió también que era de genio insistente, dura de entendederas por naturaleza, y que pensaba respecto de todo de un modo especial, muy suyo.

—Mejor que sea así —filosofó Naricita. Las ideas de abuelita y tía Anastasia son tan conocidas que la gente las adivina antes de que abran la boca. Las de Emilia han de ser siempre novedosas.

Y volvió al palacio donde estaba la gente reunida para otra fiesta que el príncipe había organizado. Pero apenas había entrado en la sala de baile se oyó un estruendo enorme afuera, el estruendo de una voz que decía:

—¡Naricita, abuelita te está llamando!

Aquel estruendo causó tal susto a todos los personajes del reino marino que desaparecieron como por encanto.

Sobrevino entonces un ventarrón muy fuerte que envolvió a la niña y a la muñeca y las llevó desde el fondo del océano hasta las playas del arroyuelo que corría entre los árboles frutales.

Estaban otra vez en la quinta de doña Benita.

Naricita corrió a la casa. Apenas la vio entrar doña Benita, le dijo:

—Hay una gran novedad, Lucía. Vas a tener un buen compañero de juegos en la quinta. ¿Adivina guién es?

La niña se acordó de inmediato del Mayor Agarra que prometió ir a vivir con ellos.

—¡Ya lo sé! —dijo. Es el Mayor Agarra-y-No-Larga-Más. Bien me prometió que vendría.

Doña Benita puso cara de espanto.

—Estás soñando, niña. No se trata de ningún Mayor.

—¡Si no es el sapo, es entonces el papagayo! —dijo Naricita, recordando que también el loro le prometió visitarla.

—¡Qué sapo, ni loro, ni elefante, ni yacaré! Quien viene a pasar una temporada con nosotros es Perucho, el hijo de mi hija Antonia.

Lucía dio tres saltos de alegría.

—¿Y cuándo llega? —preguntó.

—Debe llegar mañana por la mañana. Prepárate. Arregla el cuarto de huéspedes y compón esa muñeca. ¿Dónde se ha visto una niña de tu edad con una muñeca en camisón y con un ojo solo?

—¡Es culpa de ella, doña Benita! Naricíta me sacó la pollera y se la dio al sapo rayado —dijo Emilia, hablando por primera vez desde que llegaron a la quinta.

Doña Benita sintió tamaño susto que a poco se cae de la silla de patas serradas. Con los ojos muy abiertos, gritó a la cocinera:

—¡Corra, tía Anastasia! Venga a ver el fenómeno …

La negra llegó a la sala secándose las manos en el delantal.

—¿Qué pasa, señora? —preguntó.

—¡La muñeca de Naricita habla!

La buena negra rió alegremente con toda la inmensidad de sus labios.

—Imposible, señora. Esto es cosa que no se ha visto nunca. Naricita está bromeando con usted.

—¡Bromeando con tu nariz —gritó furiosa Emilia.

Hablo y he de hablar. Yo no hablaba porque era muda, pero el doctor Cara de Col me dio una píldora de la barriga del sapo, la tragué y comencé a hablar y hablaré toda la vida, ¿sabe?

La negra abrió la mayor boca del mundo.

—Habla, señora, habla! —exclamó en el auge del asombro. ¡Habla como la gente! ¡Zape! El mundo está perdido …

Y se apoyó en la pared para no caer.

FIN