Mi metamorfosis

Mi metamorfosis

Amor y amistad

Un joven pintor nadaba desnudo cuando fue sorprendido por unas parejas que paseaban por el lugar, ¿qué hacer? ¿Quedarse inmovil como una estatua?

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Mi metamorfosis

Después de cuatro años de internado y experiencia educativa dejé la academia del reverendo Blatherskite con una confianza profunda en los libros y un desprecio supremo del mundo, en cuya cosmogonía incluía yo toda clase de instituciones prácticas. Provisto de una gran imaginación poética, una memoria saturada de novelas y cuentos y un temperamento sensible, repleto de aristas afiladas todavía sin limar por el contacto con la sociedad, resbalé llanamente en la siguiente aventura.

El gran principio viajero característico de esta clase de temperamento me llevó a recorrer mundo. El amor por lo bello me convirtió en artista. Un pequeño patrimonio satisfacía todas mis necesidades, y así, un buen día, me encontré perdiendo el tiempo, lápiz y cuaderno de dibujo en mano, en uno de los condados interiores más amenos de Inglaterra.

No lejos del pueblo en el que me alojaba, una finca grande y noble se extendía por el campo. Todo lo que el refinamiento de una familia importante e incalculablemente rica había reunido a lo largo de generaciones se encontraba en aquel parque ancestral. El espíritu liberal que lo distinguía abrió sus puertas al desconocido curioso y aquí fue donde dibujé muchos bocetos de árboles y bosque, un estudio, un conjunto sugerente de luz y sombra que se puede ver en dos trabajos incluidos en el catálogo de la Academia de Dibujo con los números 190006 y 190007 respectivamente, y que el Art Journal calificó favorablemente de «el esfuerzo prerrafaelista más logrado del virtuoso Van Daub».

Una tarde de julio (el aire caliente ascendía en ondas visibles, palpables incluso), después de un paseo tranquilo por el parque, llegué al borde de un lago silvestre. Un semicírculo de hierba rodeado de robles y hayas descendía unos cuantos metros hasta la orilla del agua, que estaba adornada con estatuas. Allí vi a Diana con sus perros de caza, a Acteón, a Pan con su flauta, a algunos sátiros, faunos, náyades, dríadas e innumerables deidades de los dos elementos. Era un rincón rural, extraño y fascinante. Me tumbé suntuosamente en el césped, allí mismo.

Se me había olvidado hablar de una cosa que me gustaba mucho. Era un apasionado de la natación. El aire asfixiaba y la superficie del lago parecía fresca y tentadora; nada podía evitar que diera rienda suelta a mi predilección, salvo el temor a que alguien me sorprendiera. Como sabía que la familia no se encontraba en la mansión, que pasaban pocos desconocidos por allí y que era un poco tarde, me decidí. Me quité la ropa en el lindero de los árboles y me zambullí audazmente. ¡Con qué placer absorbían el puro elemento los poros sedientos! Buceé. Me revolqué como un delfín. Fui a nado hasta la otra orilla, donde la hierba, y, entre los juncos susurrantes, me quedé flotando boca arriba, mirando las estatuas y pensando en las pintorescas leyendas que las envolvían. Los pensamientos se refocilaban con entusiasmo en los placeres sensuales de la vida. «¡Felices —dije yo— los tiempos en que las náyades gozaban de estas aguas! ¡Bienaventuradas las inocentes y pacíficas dríadas que habitaban los troncos de aquellos robles! ¡Hermoso el sentimiento y exquisito el gusto que supo encarnar en seres vivos los armoniosos elementos de Natura!» ¡Ay, ojalá me hubiera contentado con pensar estas ridiculeces! Pero hete aquí que de pronto se me ocurrió una solemne tontería. En unas cuantas brazadas llegué a la orilla, corté unas ramas de aliso, las trencé, las rellené con juncos y con ellas me cubrí los lomos. Con otras pocas tejí una corona que me ceñí al estúpido cráneo. Plenamente satisfecho, fui a mirarme en el espejo del agua. Podía ser el mismísimo Acteón o una grácil dríada de género masculino. En cualquier caso, la ilusión era perfecta.

Seguía mirándome cuando me sobresalté al oír voces. Imaginen mi desaliento al volverme y ver a un nutrido grupo de damas y caballeros elegantes repartidos por la pradera. Inmediatamente pensé que la familia había regresado con algunos amigos. ¿Qué podía hacer? Había dejado la ropa en la otra orilla. El espacio abierto que mediaba entre el lugar en el que estaba y el bosque hacía imposible huir en aquella dirección sin ser visto. Además, unas cuantas parejas se aproximaban por el camino que llevaba directamente hasta mí. Angustiado, miré a todas partes. A poca distancia se alzaba un pedestal con forma de pirámide cuya estatua había derribado y echado al agua el tiempo, el gran iconoclasta. Entonces me vino a la cabeza una idea brillante. Me encontraba en este brete horrible porque me había dado el capricho absurdo de disfrazarme, así que decidí aprovecharlo para salvarme. El pedestal medía unos dos metros y medio. No tardé nada en encaramarme a lo alto y adoptar una postura. Con el corazón desbocado pero el cuerpo completamente rígido, esperé a que llegaran. Ojalá no tardaran mucho. Rogué por que así fuera.

Para mejorar el efecto, cerré los ojos. Los pasos se acercaban. Oí voces y recrujir de sedas.

Todo un coro femenino: «¡Precioso!».

En voz baja: «¡Qué natural! ¡Es perfecto!».

Una voz opaca y ronca, probablemente del pater familias: «Sí, no cabe duda. La postura es sencilla y grácil. El contorno es excelente, no moderno, diría, pero muy bien conservado».

Una con falsete que arrastraba los sonidos: «Siií, bastante bueno. Una copia muy aceptable; he visto muchas como esta en Roma. Allí proliferan por todas partes; pero no me parece muy bien hecha; las piernas son feas, ¡muy feas!».

Esto era demasiado. Yo era un gran caminante y presumía de pantorrillas muy bien desarrolladas. Podía soportar las críticas femeninas, pero tener que callarme ante comentarios tan faltos de delicadeza de alguien que debía de ser un dandy de piernas como palillos me puso furioso. Me tragué la bilis de la cólera y apreté los dientes, pero sin mover un solo músculo externo.

—Bueno —dijo una voz que me emocionó—, no tengo intención de quedarme aquí toda la noche, rodeada de solo Dios sabe cuántos espíritus de los bosques. Este sitio me resulta extraño y sombrío. Casi me parece que ese caballero de ahí arriba está a punto de descender del pedestal para llevarnos a su casa, dentro de un tronco hueco.

Me atreví a abrir los ojos, aunque oía perfectamente todas y cada una de las sílabas que burbujeaban en esa voz musical y me mandaban la sangre poco a poco de vuelta al corazón. Pero el aire de la tarde ya era húmedo y frío y, debido a la falta de costumbre de estar desnudo, las piernas y los brazos se me habían entumecido y los tenía como dormidos. Empezaba a temer que jamás recuperaría la soltura cuando, afortunadamente, el grupito empezó a alejarse.

Abrí los ojos y… ¡los cerré al instante! En esa mirada, rápida como el rayo, me encontré con un par de ojos redondos, azules, de niña, que me miraban fijamente por debajo del ala de un sombrero coqueto, con cintas que se agitaban como una barca mágica sobre un mar tempestuoso de bucles dorados. No me atreví a abrirlos otra vez.

—¡Ada! ¡Ada! ¿Te has enamorado de la estatua?

—¡No! ¡Ya voy!

Y el vestido crujiente y la voz mágica se alejaron.

Temblando de miedo, me quedé a la espera. Me acobardé por primera vez. ¿La niña me había descubierto? Me veía ya expulsado ignominiosamente del jardín de la desgracia, como Adán el pecador pero, ¡ay!, sin el solaz de la bella Eva. Cinco minutos después me atreví a mirar de nuevo. Todo estaba oscuro. Oía rumor de voces arriba, en la terraza del jardín. Tan pronto como el entumecimiento me lo permitió, bajé de las alturas a la luz de la luna naciente y en menos de lo que se tarda en decirlo eché a correr hacia la otra orilla, me vestí y, entre matorrales y helechos, llegué a la caseta del guarda del parque. Esa misma noche me fui del pueblo. Esa misma semana me fui de Inglaterra.

Fui a Francia. Fui a Alemania. Fui a Italia. Pasaron tres años. Había aprendido a dominar un poco la imaginación y el entusiasmo, tenía mejor opinión de la sociedad. Había pintado varios cuadros grandes, alegóricos y fantasiosos, con prominencia de figuras femeninas de ojos azules y cabellos rubios. No tuvieron éxito. Había hecho algunos retratos, por los que fui remunerado generosamente, y había logrado cierta independencia. Vivía en Florencia. Era feliz.

Una noche, los salones del duque de R. se llenaron de simpáticos pintores, escultores, poetas y novelistas. Al entrar allí me presentaron formalmente a un tal señor Willoughby, un caballero inglés que viajaba por motivos de salud con su única hija. Este conocimiento superficial se tornó en aprecio y, una noche en que vino a verme al estudio para que le enseñara el retrato de un amigo común, me propuso que hiciera un cuadro de su hija. Me presentaron a Ada Willoughby y ella se convirtió en mi modelo.

Era rubia y bonita, una joven de la que podía haberme enamorado de un flechazo tres años antes. Pero cuando estábamos juntos nos embargaba la contención y yo intentaba en vano olvidar un recuerdo fantasioso que parecía estar indisociablemente unido a su bello rostro. Era una joven inteligente, una compañera cordial y teníamos gustos muy semejantes. La pinté fielmente, el retrato triunfó, pero cuando descubrí que tendía a replicar algunas de sus facciones en todos mis retratos, como La Fonarina de Rafael, llegué a la conclusión de que estaba enamorado de ella. La contención de antaño no me permitía dejar hablar al corazón. Un día, paseando por un museo, nos detuvimos ante un cuadro exquisito de la transformación de Pigmalión. Le pregunté si creía en esa leyenda. Me contestó sencillamente que era una «fábula bonita».

—Pero —insistí—, si Pigmalión hubiera sido mujer y la escultura la figura de un hombre, ¿cree que su amor habría podido infundirle vida?

—La mujer que se enamora del mero físico de un hombre es tonta —me respondió.

Me decepcionó, aunque no entendí muy bien por qué, y no dije nada más.

Ella tenía que volver a Inglaterra. Yo me había propuesto aniquilar con la razón un sentimiento que empezaba a ponerme el futuro en jaque. Se formó un grupo para ir a ver una villa de las afueras de la ciudad y yo tenía que acompañarla. El lugar estaba arreglado con muy buen gusto; había grupos de estatuas y los típicos ornamentos italianos, como riachuelos y fuentes. Formábamos un grupo alegre y nuestras risas resonaban en los paseos. En algún momento, el señor Willoughby, Ada, unas pocas señoras y yo nos sentamos en la orilla de un lago artificial, en cuyo centro manaba una fuente que lanzaba su chorro hacia el limpio cielo azul. Hacía un anochecer fresco y delicioso; Ada prestó su voz a las ondas del agua. Caí en una ensoñación, de la que me sacaron acusándome de insociable para obligarme a contribuir a la diversión del día.

—Bien —dije—, por respeto no cantaré detrás de la señorita Willoughby y por prudencia tampoco lo haré más tarde. ¿Qué quieren que haga?

—Cuéntenos algo —dijeron.

—¿Qué quieren que les cuente? ¿Un cuento de amor, de guerra o una comedia muy lamentable?

—Un cuento de amor —dijo Ada—, con hadas, caballeros, dragones y damiselas desconsoladas… Algo como sus cuadros, con luces y sombras… y grandes moles grises y ¡muy impreciso!

—Y con moraleja —añadió el padre.

—Sus deseos son órdenes —contesté—. Este cuento se titula La historia más triste y patética de los caballeros encantados o La náyade malévola.

Siguió la pausa de rigor y proseguí:

—En los tiempos de la dinastía de las hadas había un caballero. Era joven y audaz. Le había sido concedido el don de reproducir cuanto se le antojara, así como el conocimiento de la verdadera belleza, sin el cual se dice que es imposible conocer la felicidad. Este caballero siempre había sido un trotamundos y se había enamorado de un ser al que veía reflejado en todos los lagos y fuentes, y cuyas virtudes comprendía en su totalidad. En premio a su constancia, ella le concedió los dones de la fuerza y la salud eterna. Un día, en un país lejano, el joven llegó a unos hermosos dominios y, entre lujos refinados y elegantes, encontró la imagen viva de aquel ser. Pero el gran monarca de esos dominios la amaba y la tenía recluida para sí. El caballero, que era audaz y decidido, se precipitó en sus brazos. Ella lo recibió con frialdad. El frío contacto le heló los brazos y le entumeció las facultades y supo que se estaba convirtiendo en piedra poco a poco.

»¡Ay! Es que en las aguas del lago en el que ella vivía había unos minerales extraños que lo convertían todo en piedra. El monarca lo encontró y lo colocó en un pedestal para ejemplo de todo aquel que pretendiera entrar sin permiso.

—¡Qué críptico! ¡Es delicioso! —exclamó Ada.

—Atiendan, que ahora viene el final. El caballero pasó mucho tiempo en este estado: inmóvil, pero no insensible; mudo, pero no exento de pasión. Los súbditos del monarca pasaban por delante de él haciendo comentarios irónicos, bromas y burlas. Él no podía responder. Pero un día se presentó un hada buena que tenía el don de deshacer encantamientos malignos y curar las mutaciones antinaturales, y a cambio convertiría al curado en su vasallo para siempre. Posó su luminosa mirada en el caballero petrificado para deshacer el letargo helado que lo aprisionaba. Los párpados del caballero, envueltos en ese resplandor maravilloso, se abrieron como una flor y sus ojos devolvieron el reflejo del amor que le retornaba la vida. Se movió, era un hombre de nuevo.

—Y, naturalmente, cambió la hidropatía por el matrimonio —me interrumpió el padre.

No respondí porque Ada me acaparaba la atención. La sangre se le había subido al rostro paso a paso y por fin la enseña roja del triunfo de mi estratagema ondeó en la torre más alta. Me miró sin decir nada, pero su expresión me dio esperanzas.

No es necesario que siga; la historia está contada. Como es lógico, conseguí hablar a solas con mi antigua conocida y generosa amiga (mi nuevo amor, mi encantadora modelo) antes de que partiera a Inglaterra. El lector adivinará lo que luego sucedió. La única respuesta que voy a transcribir la recibí algún tiempo después del gran consentimiento que me hizo feliz para siempre.

—Pero, Ada, querida mía, ¿cómo es que pudiste detectar solo con tus brillantes ojos el engaño de la estatua viva?

—Pues —dijo ella, mirándome con picardía— era la primera vez que veía una estatua de mármol con un anillo de oro en el meñique.

Así que me quité el adorno traidor del dedo y se lo puse a ella en la mano.

FIN