
Los caminos nocturnos
Pedro Sotillo
Más cuentos del autor »Un hombre de negocios, viajante experimentado, antes de partir solicita un buen peón; un indio enteco, de ojos turbios de bebedor impenitente.
Los caminos nocturnos
I
Mis negocios me llevaban hacia aquellas tierras del Llano Oriental en las cuales entraría al día siguiente. Me vi obligado a detenerme unos días antes de emprender viaje, primero por solicitar un buen peón y, ya conseguido éste, por esperar a un par de amigos que me acompañarían durante muchas jornadas. Fue tan agradable la parada; fui descubriendo tales cosas bellas que, al alejarme, lo hacía con una vaga tristeza, deseoso de volver por allí, de pasar una temporada en el único pueblo con alma que en todos mis viajes había conocido. ¡Inocentes apreciaciones de comerciante joven que, en tal sentido, hasta entonces había viajado con los ojos ciegos!
Y bastante que había viajado. Mi padre consumió sus años recorriendo los caminos de todas las regiones de la República. Tenía la jovialidad propia de los trabajadores incansables y bondadosos; un apetito constante, una apostura gallarda a fuerza de ser simplemente varonil. Cuando enviudó, me puso interno en un colegio, donde trataron de enseñarme aritmética comercial, hasta que resolvió le acompañara en sus viajes, para que completara mi deficiente preparación para el trabajo. Después, murió aquel hombre generoso, víctima de un mal violento que los médicos nunca supieron determinar con precisión; murió, y por todo patrimonio —hasta ahora me ha bastado—, me dejó la experiencia, la visión exacta que de las cosas me hizo tener en los muchos viajes en que le acompañé.
En mí hay, pues, mucho del carácter de mi padre, y, aparte de ciertas complicaciones intelectuales que él nunca tuvo, he heredado su buen sentido práctico y su natural inclinación generosa. Además, existe en mí un sometimiento invariable al sistema de vida en que me inició. Puedo sonar mucho, anhelar grandes cosas, pero todo lo olvido, todo lo echo abajo apenas lo enfrento a la desnuda realidad.
Para aquella época tenía veintiséis años. Era un hombre no mal parecido, de exterior más bien simpático, pues aunque un tanto desmañado en mis vestidos y en mis modales, tenía un comedimiento y un aplomo tan francos, que hacían olvidar mi falta de atildamiento. Respondía a mi carácter.
Íbamos, pues, a salir del pueblo por mí descubierto. Mi peón era un indio enteco, de ojos turbios de bebedor impenitente; su cabello largo y ralo, a ratos le caía sobre la frente, y entonces parecía que la luz dispersa de sus ojos se encontraba con violencia y se disparaba por entre las rendijas de la pelambrera, en fulgor rápido e inquieto. Aquel hombre me desagradó al presentárseme, pero juzgué fueran aprensiones necias y lo contraté.
Cuando lo vi alejarse, cuando vi su andar tambaleante y de pronto recogido rígidamente, y su cabeza, habitualmente tumbada del lado izquierdo, de súbito recta, hacer varios movimientos secos que denunciaban miradas sospechosas dirigidas a los lados, tuve ganas de llamarlo y romper el contrato. Sin embargo, no lo hice.
Un compañero era el doctor Manuel Palacios, hombre joven que tenía un año de haber terminado sus estudios de abogado. Hizo tales estudios por tener un doctorado, pues ni por temperamento ni por capacidad podía ejercer con ventaja una profesión liberal. Desde su niñez estaba destinado a regir las vastas posesiones pecuarias de su familia; a ser la cabeza y unidad de sus hermanos, mocetones curtidos en el ejercicio único y constante de las actividades del llanero. Palacios hablaba de muchas cosas, y yo escuchaba complacido las opiniones de aquel hombre con el cual encontraba grandes semejanzas. Sólo algo me chocaba en él: el sentimiento de su seguridad; hablaba de su situación en la vida como si se encontrara a horcajadas sobre ella, tan firme y dueño de sí como lo estaba en su mula, reciamente apoyado en los estribos. Le había conocido en la capital, muy encajonado en actitudes de estudiante. Yo alcanzaba oscuramente que al pasar los años, ya sembrado en su llanura, el antiguo doctor Manuel Palacios llegaría a ser totalmente dominado por la tierra, totalmente expresión de la tierra, como los altos árboles que se empinan en la sabana. Un árbol más en la llanura ilimitada.
Era Diego María Herrera el otro compañero. Quizás un poco mayor que yo, aunque debía tener menos de la edad que representaba. Pocas veces he visto un rostro o, mejor dicho, un aspecto físico general tan delicado y tan en desacuerdo con la fuerza nerviosa que le animaba. Aquel hombrecito, delgaducho y melancólico, podía convertirse en una bestia, sometido a una emoción fuerte. A mí me habían dicho que Herrera estaba dominado por su afición a no recuerdo qué droga heroica, y ello podía ser cierto, pues siempre había estado manipulando medicinas y, para entonces, viajaba como representante de una poderosa farmacia de Caracas. Todo en él resultaba desconcertante; algunos días amanecía charlando desbordadamente, para después quedarse callado, en un silencio de obstinada violencia. En él era todo así, todo daba impresión de esfuerzo, de lucha, de energía que chocaba en su interior. Un día se quedó mirando con fijeza a Natividad, el indio peón mío, y éste —¿tembló?— se fue pegado a la pared y en el resto del día no volvió a aparecer.
La noche antes de salir, llegó Natividad. Los viajeros conversábamos en el corredor con un recién llegado que había topado en el camino al peón de Herrera y al espaldero de Palacios. Las cajas de Herrera siempre iban delante, pues le volvería loco viajar con ellas, según explicaba, y el espaldero de Palacios iba a preparar posadas y potreros para cada parada. El viajero los había encontrado más allá del Paso de la Montaña. Natividad escuchó mis órdenes y se fue, sin levantar la vista hacia el lado de Herrera que, de vez en cuando, lo miraba con fijeza.
Aquella noche di muchas vueltas en la hamaca pensando en Herrera y Natividad. Antes de acostarnos, Palacios me había llamado aparte y me había hablado con extrañeza de los dos incidentes que también él había notado.
¿Por qué miraba Herrera tan fijamente al indio? ¿Por qué Natividad daba tales muestras de terror cuando el agente de comercio le clavaba sus ojos claros e inteligentes?
—Algo debe de haber entre ellos —me había dicho Palacios.
—El indio como que le tiene miedo —le había indicado yo.
—Hay que andar con cuidado —terminó el doctor, y agregó con voz muy baja—: los indios cuando temen, se hacen peligrosos.
Me costó gran trabajo conciliar el sueño. No podía explicarme los sentimientos que movían a aquellos hombres. Entreveía cosas que me inquietaban. Y la luna, la luna embrujadora del verano, me excitaba y sembraba sus puntos de locura en el silencio en que dormía la vida.
II
Habían movido las cabuyeras de mi hamaca. Entreabrí los ojos con dolor. Los abrí de un todo. ¡Qué impresión más desagradable! Frente a mí, estaba Natividad con un farol a la altura del rostro, y los ojos inmóviles perdidos en la inconsciencia.
—Ya las bestias terminaron sus morrales.
—Tráigame un vaso de agua y una taza de café. Y despierte a los compañeros.
—Aquí están el agua y la cafetera llena.
—Llame a los otros, pues.
Palacios despertó al momento. Natividad se acercó a la hamaca de Herrera; me pareció verlo retroceder.
—El señor no está aquí.
—¡Cómo! —gritamos al mismo tiempo Palacios y yo, y nos echamos al suelo, descalzos y a medio vestir.
—Se habrá levantado —nos explicó con naturalidad.
Palacios y yo nos vimos con silencio. Era cierto. Podía haberse levantado. ¿Qué derecho teníamos a no creer que se había levantado antes que los demás? ¿Estaba obligado a advertirnos algo? Pero ¿qué se había hecho? Terminamos de vestirnos. Callados, nos separamos un poco. Teníamos algo que decirnos, y pensábamos que íbamos a juzgarnos mutuamente tontos, si llegábamos a hacerlo. La luna llovía luz de leche. Se abrió la puerta de escape y entró un hombre.
«Ahí viene Herrera» —pensamos a la par, y nos vimos con ojos inquietos.
—Ahí viene Herrera —dijimos al mismo tiempo, como para justificarnos de aquella mirada. Y nos dirigimos al encuentro del compañero.
Estaba acalorado… No podía dormir… Prefirió irse de paseo… Sin embargo, él estaba seguro de que Natividad le había sentido alejarse, y no se explicaba por qué fingió buscarle en la hamaca.
Emprendíamos la marcha pensativos.
Había una luna lívida que daba la impresión de ser exageradamente grande. Es necesario haberse aventurado de noche o por la madrugada, por un camino de Los Llanos, para apreciar todo el horror de la luz lunar. Es necesario uno mismo haber sentido la influencia de la luna, para darse cuenta de la tremenda irrealidad que siembra en la vida. Los desdibujamientos lunares, que son familiares a los habitantes de las llanuras, florecen de miedo y de un espanto casi religioso la mente del viajero. Es una luz opaca que casi arroja sombra, que embadurna los seres y las cosas, los cambia totalmente con su maquillaje de fantasía. Es la luz que penetra en todos los rincones y que dilata las pupilas en un desmayo temeroso, en una infantil expansión hacia la muerte. La luna, la temible vieja que compacta el silencio de las noches, para luego rasgarlo con la hoja fría de un aullido: cabal expresión de la tristeza y de la angustia de los pobres animales enloquecidos por ella misma.
Natividad se nos había acercado y nos contaba con su voz rudamente cantarína:
—El coronel Hernández se empeñó en que le vendiera mi caballo. Hasta siete onzas me llegó a ofrecer; pero yo creo que no hay real suficiente para pagar una buena bestia. Y de este bayo, no me despega a mí nadie…
—Hasta que se arme una guerrita y te lo quite cualquiera.
—Ya pasó el tiempo de las guerras. ¡Aquellos días de los alzamientos! Y el que se deja quitar un caballo, siendo baqueano, es porque le da la gana.
—¡Ay, amigo! Es que la rapacidad es el mejor baqueano.
—Sin embargo, se han visto cosas… ¡Ah malhaya un trago de café!
—Sería bueno, porque está pegando el frío de la aclarada.
—Ya se apaga el lucero —dijo en voz muy baja Herrera; pero todos los oímos y nos quedamos callados.
Tuvimos que interrumpir temprano aquella jornada. Teníamos un cansancio muy grande. El cansancio doloroso que sigue a las jornadas con luna plena, cuando el cuerpo se siente aporreado, molido, como si se hubieran andado muchas leguas. Martirio, agotamiento de los nervios sacudidos por el escalofrío lunar.
III
Aquella noche resolvimos descansar. En la vasta cola de pato de un hogar campesino, colgamos nuestras hamacas. También iban a dormir allí dos arrieros, un escotero joven y charlatán, de airoso pelo de guama embriolado, y los varones de aquella casa. Se hablaba de cosechas. El viejo campesino explicaba:
—Cuando se afinca duro el invierno y las siembras no se aguachinan, tenemos cosechas abundantes y se pone barata la comida; pero nosotros vendemos por cualquier cosa, y para la otra sembrada, tenemos que comprar lo necesario y a precios que nunca bajan. Y cuando los frutos valen, es porque se nos ha metido el verano, y nos ha secado las mazorcas antes de granar, y ha quemado los yucales, y llevado la mancha a los platanales, y resecado toda la tierra, hasta sembrarla de arcos y rajaduras.
Pasaba el tiempo y nos dejaba en los espíritus una emoción sosegada de bienestar humilde. Todo lo que allí se decía tenía un ritmo suave, como la pulsación regular en un niño que ha estado enfermo. Me dejaba dominar por la cadencia de aquel momento, y me salían las palabras cantadas y se desatristaban mis opiniones. Los temas eran de una realidad cotidiana y, sin embargo, en ellos la amargura estaba como lejana; se había establecido una corriente de bondad melancólica que tamizaba su humilde belleza de filosofía simplista, de candor emocional, sobre los motivos, sobre las palabras, sobre los gestos.
Natividad se había arrollado en su cobija; sin embargo, una vez me volví de repente hacia él y me pareció que vi sus ojillos muy abiertos observando a Herrera, quien, desde el extremo opuesto, semisentado en su hamaca, miraba fijamente el bulto del indio. No dije nada, pero instintivamente busqué la cara de Palacios, y en sus ojos leí que también creía haber sorprendido lo mismo que yo.
Como para olvidarlo, Palacios empezó a hablar con vivacidad sobre la siembra del algodón y unas semillas de calidad superior que iba a traer, y de las cuales ofreció al viejo campesino, quien aceptó y dio las gracias, pero haciendo constar que él no creía en esa gran superioridad, pues conocía muy bien el algodón para que vinieran a contarle cuentos.
Desde la cola de pato se avistaba una parte del camino, por la cual se veía avanzar con ligereza el bulto de una persona.
—Ese debe ser el compadre Domingo —dijo el viejo campesino, con ese afán pueril dominante en la clase, que los empuja a anticiparlo todo, a adivinar.
Si en vez del bulto del compadre Domingo, hubiera asomado el de una bestia, hubiera sido la yegua de Nicanor o la novilla de Deogracias; pero no podía aquel terrero impenitente dejar de anticiparnos lo que fuera. Y quizás hubiera siempre acertado, como en el caso que nos interesa.
—Salud para todos —nos dijo Domingo.
Y luego, sin poner cuidado a nuestra respuesta:
—Compadre, es necesario que se levante. Hacia los lados de la casa, los animales estaban todos espantados y tuvimos que recogerlos. Y como pude darme cuenta de que algunos de los suyos andaban en lo mismo, tomé la Pica de la Mula Maneada y me vine a contárselo.
Ya el viejo, sus hijos y los arrieros estaban en pie Palacios les ofreció nuestro concurso, pero ellos lo declinaron y sólo consintieron en que nos avisarían, si no se bastaban.
Herrera se levantó y dio algunos pasos. Se volvió a la hamaca. Por primera vez comenzó a hablarnos. Escogió un tema imprevisto, que estaba muy fuera de las circunstancias: el suicidio. Yo jamás he creído en el fervor de los suicidas teóricos, y, aunque atento a la conversación, casi me abstuve de hablar:
—Es el único acto de libertad —decía Herrera con su voz naturalmente vibrante.
Palacios le discutía con entusiasmo. En su réplica, expresaba más o menos las ideas que hubiera yo expresado; pero lo hacía con un calor que me hubiera faltado y que nunca sospeché en él.
—La muerte no puede ser afirmación de nada, —sostenía con voz firme—, y volvía su rostro hacia el incendio lunar de la sabana.
La charla continuaba sobre el mismo tema, y cada vez se hacía más agudo el razonamiento de Herrera y más plena la réplica de Palacios.
—¡Perdóname! ¡Perdóname! —bramó de pronto el indio Natividad, estremecido por una horrible pesadilla.
La lividez de la luna fantaseaba en las expresiones de los rostros. Me pareció que Herrera temblaba. Sentí correr la sangre locamente por las venas y tuve tiempo de apreciar la cara de inquietud del doctor Palacios.
Natividad se revolcaba en su chinchorro, como una bestia herida, y con una voz espantosa clamaba en el silencio de la noche:
—¡Perdóname, hermano! ¡Perdóname!
Busqué a Herrera, y lo vi encogerse sobre sí mismo, enfocando toda la luz de sus ojos sobre el cuerpo estremecido de mi peón.
—¡Perdóname, hermano! —bramó por última vez, y se quedó repitiendo frases entrecortadas, tembloroso de horror, hasta que sus expresiones adquirieron el monótono rumor de las plegarias. Pasó un rato. Palacios se acercó al indio:
—¡Qué pesadilla tan fea, Natividad!
—¡Ah! Doctor…
Encendí un cigarrillo. Me eché al suelo a dar paseos. Estuve largo rato así, fumando, pensando en mil cosas disparatadas. El refresco del patio me calmó un tanto. Cuando volví a la cola de pato, de la hamaca de Palacios se elevaba la delgada columna de humo del cigarrillo; el indio se movía en su chinchorro y, por encima de la cabeza, estiraba el brazo hasta agarrar las cabuyeras. Herrera dormía regularmente, con el rostro vuelto hacia el camino. Me pareció que el único ruido perceptible era el de la respiración de aquel hombre, beatíficamente dormido.
IV
Nos detuvimos dos días en un pueblo donde Herrera tenía unas diligencias que cumplir. Tuve deseos de emprender mi camino solo; pero Palacios se empeñó en que me quedara, y, como en ello habíamos convenido antes de emprender el viaje, tuve que complacerlo. Las horas se me fueron visitando gentes amigas y determinando en aquel pueblo grandes semejanzas con el que había descubierto, el que tenía alma.
Vinieron dos días de marcha y una nueva parada. Cuando continuamos ya estaba la luna grande perturbando otra vez los ánimos. Una noche cruzábamos un banco muy extenso. La brisa estremecía blandamente las palmeras y se alejaba como un duende hasta perderse en los rumores lejanos. Otras veces el viento parecía correr más abajo de las palmas, y acuchillaba las hierbas bajas y menudas, hasta deshacerse en mil ruidos distintos. El cielo era de una diafanidad deslumbradora, y la vista se fatigaba en el número infinito de las estrellas. Herrera conversaba con gran entusiasmo, y Palacios ensartaba jovialmente pintorescas evocaciones de su vida de estudiante. Natividad mismo se había acercado para contarnos un velorio de cruz que una vez celebraron, no recuerdo si en el Caura o en las tierras del Caroní.
De pronto me fue invadiendo un deseo agudo de correr un rato por aquella sabana abierta y luminosa. Me contuve lo más posible, pero al fin no pude más y piqué espuelas.
—¡Alcáncenme! —grité.
Cuando quise repetir la invitación, me hirió la voz inquietadora de Herrera:
—¡No! ¡no corra!
Me molestó aquello; pero dejé la rienda suelta y corrí hasta que quise. Los esperé desmontado. Palacios venía delante.
—¿Por qué corrió usted? —me dijo cuando nos reunimos.
—No sé qué mal podía haber en ello.
—Es verdad. ¿Qué mal puede haber en una carrera? Al poco rato se me acercó Herrera.
—¿Sabe usted? —me dijo—, también tengo yo ganas de correr.
—Pues, ¡a la una, a las dos!…
—¡No! ¡Yo sabré contenerme!
—¿Y qué importa que no se contenga?
—Sí importa. Su carrera fue una locura.
Me volví. Natividad lo había escuchado todo y con la cabeza hacía gestos afirmativos, como si hablara consigo mismo.
Es la luna, pensé. Y tuve miedo de haber corrido; me vi las manos rígidas y blancas. Mis manos que tenía flojas y que la luna me hacía ver crispadas sobre las riendas.
Tuve entonces el terror de aquella claridad sin fin; me invadió el miedo de aquella luz indefinible que transformaba la vida de manera tan radical. Los objetos se agrandaban o empequeñecían, sin obedecer a ningún concierto, más bien en formas muchas veces contradictorias. Me puse delante porque no quería ver las caras de mis compañeros. Hubiera deseado no oír sus voces.
—Las bestias están inquietas —dijo Palacios.
Fue entonces cuando me di exacta cuenta de ello, y recordé que era la tercera vez que en aquella noche el doctor hacía tal observación. Las bestias se encabritaban. La de Palacios, por varias veces, casi me quita la delantera.
A ratos nos hería la voz impresionante de Herrera.
—Morir en una de estas sabanas —decía— en una noche como ésta, debe ser la sensación más completa de la muerte. Hay algo en estas soledades que a cada paso nos recuerda la muerte. Aquí es donde mejor se comprende que, después de morir, no hay nada; que la muerte es el fin irremediable y definitivo. Recorriendo las llanuras he aprendido a negar la existencia del alma.
Herrera seguía hablando. Más que las estrellas parpadeantes, alucinaban las palabras, a veces incoherentes, del agente de comercio. Sufría la sugestión de la muerte, y hablaba de ella, y se repetía, transido de un íntimo espanto.
Aquel hombre era desconsiderado no callando sus prédicas de desolación. Por lo menos en aquella noche, en que teníamos los cerebros repletos de luna enloquecedora. Pero hablaba con impaciencia, con rabia, bajo el temor de que se le fuera la vida sin acabar de decir cuánto deseaba. ¡Qué combustión de luna había en aquel cerebro, que razonaba encarnizadamente, justificando todos los pesimismos y todas las negaciones!
—Mi desolación viene de la llanura —gritaba empinándose en los estribos, como buscando cumbres a que arrojar sus convicciones de amargado.
—¡Mi desolación viene de la llanura! —En mi mente, con las cenizas de la luna que quemé en mis viajes nocturnos, ha quedado firme el recuerdo de esta frase, en la cual dejaba ver nuestro compañero algo de su vida angustiosa.
La claridad parecía haberse hecho más intensa. De pronto oímos un golpe seco, breve, en medio de un largo relincho ahogado. Una detonación contenida en la soledad de aquel banco náufrago en la luna.
—¡Mi pobre bayo! —gemía Natividad delante de nosotros—. ¡Mi pobre bayo! — clamaba su voz desgarradora y se abrazaba al cuello del animal inmóvil en mitad del camino.
—¡Mi pobre bayo! —repetía yo mentalmente, y me desconsolaban aquellas palabras dolorosas. ¡Mi pobre bayo!
Vi a Palacios desmontarse en seco y correr en actitud de ataque hacia donde gemía Natividad. Lo vi inclinarse sobre él, forcejear brevemente y levantarse con un revólver en la mano. El indio se irguió como para echarse encima; sin embargo, se detuvo, volvió la vista hacia el caballo muerto y se echó sobre él desoladamente:
—¡Mi pobre bayo!
Herrera se había desmontado y estaba inmóvil, cerca del indio, con la cabeza levantada y los ojos perdidos en el confín de la sabana. Palacios se había sentado cerca, sobre una palma tumbada, y yo, a su lado, estrujaba un cigarrillo sin encenderlo, y contenía en mi boca el aluvión de preguntas que deseaba hacerle. Palacios se levantó y se acercó también al caballo muerto. Herrera se movía de vez en cuando, pero conservándose siempre muy cerca del indio. Fui fumando uno, dos, tres, todos los cigarrillos que tenía. Nos dimos cuenta de que amanecía, cuando vimos a Natividad moverse y, sin decir palabra, ponerse a quitarle los aperos a su caballo. ¡Su pobre bayo muerto!
V
Ya habíamos olvidado un tanto aquél lamentable accidente del caballo de Natividad, que estuvo a punto de enloquecernos a todos. ¡Lo que había pasado era tan sencillo! Aunque es lo cierto que el indio nunca nos dio sino explicaciones enrevesadas, acaso porque en él fue más recia la impresión.
Tuvo miedo, simplemente; y tal miedo, unido al desorden de sus ideas, le sugirió llevar el revólver en la mano. Después, bueno; después un movimiento falso, y el resto ya lo conocemos. Ahora, montado en la nueva cabalgadura que yo le proporcioné, se diría olvidado de todo; parecía no tener más preocupación que hablarnos de las cosas de la región que atravesábamos, vecinas al caserío donde había nacido.
Una vez se nos adelantó un gran trecho. Desde el principio, leí en los ojos de Palacios que el indio quería ganarnos terreno. ¿Por qué hacer aquello? Apenas pensé. Preferí disgustarme con aquel peón sin miramientos, que se permitía alejarse sin pedirme permiso. No dije nada, pero fui avivando más y más el paso de mi bestia, para alcanzar a Natividad y ordenarle que se pusiera a la retaguardia.
Trotábamos en silencio.
—Esta bestia como que está mal ensillada —dijo Herrera.
—No puede ser, el indio sabe lo que hace.
—Espérense un momento.
—Más allá veremos…
—No, ahora. No se vayan. Sosténgame usted la bestia, Pedro. Doctor, espéreme un momento.
Lo complacimos. Todo se encontró bien. Herrera se excusó vagamente, y, con gran paciencia, comenzó a colocar otra vez la montura. Al fin seguimos. Quise volver al paso primitivo y el agente me detuvo.
—Me duele mucho la cabeza —nos dijo.
Más tarde se empeñó en tomar café en una casucha que encontramos.
Para esperar nos hizo desmontar y entrar en conversación con un hombre pálido y ventrudo que se mecía en un moriche remendado. Me pareció que Herrera sonreía cuando pudimos continuar nuestra marcha. Ello me hizo dirigirle miradas rencorosas y contestar con monosílabos a cuanto se me dijera.
Al atardecer entramos a un poblado. Una de las primeras casas era la posada. Allí encontramos a Natividad, quien no me explicó nada, informándome sólo que el dueño de aquella posada era muy amigo de él. Herrera se había sentado en un pretil y se mantenía abstraído, contemplando una y otra vez las techumbres de las casas no lejanas. Había tejados rojos y negruzcos; techos verdinegros y grises, de paja o de pencas de palmas; algunos hundidos, ondulantes; otros recortados por rectas finas que los calcaban en el papel borroso del atardecer.
Preferí acercarme a Palacios que se había enredado en una de sus conversaciones familiares, con el posadero y dos o tres hombres que hacían rueda en el corredor delantero. Siempre los mismos temas, el mismo afán de arrancar a aquellos hombres el secreto de sus relaciones con la tierra. Había un mocetón cuadrado, de bigote desairado y nuevo que escuchaba al doctor con visible simpatía. Cuando Palacios hacía algunas de sus exposiciones, las que en el fondo no llegaban sino a acreditar que había estado en Caracas, los viejos lo arropaban en una mirada de indefinible socarronería. El mocetón hacía preguntas atrevidas, pedía detalles, tomaba en serio todo aquello.
Natividad se acercó a pedirme permiso para ir al pueblo aquella noche. ¡Pedirme permiso! Estuve a punto de preguntarle por qué no lo había hecho cuando nos tomó la delantera.
—Puedes ir —le dije.
Después fuimos a la mesa. Se comía. Se charlaba.
—¿Cuándo fue que le dio aquella peste tan fea al ganado, Nicolasa? —preguntó el dueño a una vieja que nos atendía.
—No recuerdo bien el año. Espérese. ¡Ah! sí. Eso Fue cuando la segunda aparición del chivato.
—¿Del chivato?
—Sí señor. Porque aquí ha aparecido tres veces, y otras dos en que no se cabe si fue verdad, porque sólo muy pocos lo aseguran.
—Dicen que deja muchos males.
—Si usted supiera que aquí no. Los duendes sí. ¡Ay! amigo, ¡qué cosa tan seria es que se meta un duende en una casa!
—Pero, volviendo a la peste…
Se charló aun después de la comida. Los extraños empezaron a retirarse. Hacia un corredor alejado dos viajeros colgaron sus chinchorros. Yo deseaba que Palacios se acostara para irme solo hacia el pueblo. A Herrera ya hacía rato que lo había victo acomodarse, debajo del naranjo del patio. Al fin no pude contenerme.
—Vamos a dar una vuelta por el pueblo, doctor.
—Precisamente le iba a invitar.
Tomamos los sombreros. Cuando cruzamos el patio, nos volvimos hacia el naranjo. Herrera ya no estaba.
—El compañero se nos adelantó sin decirnos nada —comentó Palacios.
La luna, para acompañarnos, acaba de romper una gruesa malla de nubarrones.
Mostrábase desnuda como una bailarina que está lista para una danza de lascivia y de terror. Como dos fantasmas nos perdimos por las solitarias callejas del poblado.
VI
En una de las mesas de juego estaba acomodado Natividad. Delante tenía dos montones de plata y, en la actitud de los otros jugadores era fácil entender que el indio estaba ganando.
Hasta entonces yo no me había fijado en las manos de Natividad; unas manos extrañas e impropias de su condición y de su raza. Eran delgadas y raramente alargadas. Movían el dinero con una ligereza, con una habilidad que no podía menos de llamar poderosamente la atención. Pero cuando aquellas manos tenían más personalidad, era en el momento de actuar con los dados. En aquel acto se descubría una mano sabia y de una gran sensibilidad. Toda la fuerza central de Natividad estaba reconcentrada en ellas cuando, con limpieza única, recogían los dados. Después, colocaba la izquierda como para proteger su dinero y tremolaba con la derecha. ¡Qué signos misteriosos los que dibujaba aquella mano sutil y obsesionante! La fortuna se escurría al capricho de aquellos dados que se movían por su cuenta, sin obedecer al cerebro obtuso que nunca llegó ni a desempeñar el cristal turbio de los ojos de Natividad.
Se multiplicaban las apuestas. El dinero corría hacia los montones de mi peón. Natividad apenas hablaba; con una ligera seña, casi invisible, determinaba al contrario. De vez en cuando perdía; pero al pagar, sus manos no dejaban ver sino sus grandes cualidades, ni un temblor, ni una contracción de disgusto.
Un grupo de hombres entró a la sala. Estuvieron dando vueltas alrededor de las dos mesas. Al fin se fueron acomodando en los huecos. La lucha se encarnizó de una manera terrible; por tres veces vi disminuir los montones de mi peón, hasta desaparecer uno y quedar mermado el otro; pero la suerte volvió y aumentaban los dos montones invisibles.
Entre los nuevos jugadores estaba un hombre recio, de rostro curtido. Los bigotes eran gruesos y las cejas violentas circundaban unos ojos fijos, de dureza marcada. Su estatura debía ser notable, pues sentado y con el busto inclinado hasta acomodar la cara entre las manos, sobresalía o, por lo menos, parecía sobresalir, en la rueda de jugadores sentados. Miraba correr los dados sin haber intentado una apuesta.
Natividad llenaba la atención del desconocido, hasta que llegó un momento en que le vio con fijeza, y dio vueltas a los discos turbios de sus pupilas, como si quisiera arrancar un recuerdo que no llegaba a precisar. En otra ocasión, el desconocido habló, dijo dos o tres palabras apenas, y las manos del indio se contrajeron rápidamente e improvisaron varios movimientos extraviados. Parecía que aquellas manos inteligentes trataban de moldear un sonido que en tiempo lejano las había impresionado.
Palacios estaba al lado mío. De vez en cuando se inclinaba hacia la mesa del monte y aventuraba una moneda sin que nunca le favoreciera la fortuna. Cuando yo más observaba al hombre desconocido que no había jugado, el doctor me apretó por un brazo con cierta violencia y me susurró al oído:
—¡Pruebe usted a ver si gana!
No comprendía aquel deseo de que interviniera en el juego, pero instintivamente me volví hacia la mesa en donde había perdido el doctor y vi a nuestro compañero Herrera que se deslizaba, como deseando que no lo viéramos. Me hice el indiferente, y me coloqué de manera de poder dirigir miradas rápidas hacia el lado en que le vi desaparecer.
En el dado corrido el desconocido había tomado la ofensiva. Jugó de buenas. Sus apuestas crecieron hasta igualarse con las de los jugadores más atrevidos. Por varias veces el dado le favoreció, y fue su montón el más grande de todos. La gente se apretaba a medida que aumentaba el interés.
—¡Paro! ¡Topo! ¡Topo a todos! ¡Pinto! ¡Paro! ¡Topo!
A pesar de todo, Natividad seguía fuerte y dueño de sí. Sus manos seguían siendo el centro de la partida. Por seguir el movimiento de una de ellas, levanté los ojos, y me asombró distinguir detrás del indio la fisonomía inteligente del agente de comercio.
Los dados pasaban de mano en mano. Llegaron al desconocido; éste adelantó una gran parte del dinero que tenía amontonado. Cada uno quiso hacerle frente y le incitaba a preferir su parada. Natividad reunió sus dos montones en uno, lo adelantó al centro de la mesa e invitó con voz más recia que de costumbre:
—¡Paro!
—¡Topo a Rancho de Tejas! —le dijo el desconocido.
Hubo una sacudida brusca. Natividad cayó en su asiento con los ojos espantados. Habló confusamente de algo que nadie pudo entender. Recogió su parada y se fue aturdido y tambaleante.
No volvió a aparecer. Aquella misma noche se perdió de aquellos contornos. Fue Herrera quien me lo explicó todo.
¿Recuerdan ustedes el crimen de Rancho de Tejas? Todos hemos leído la narración en «Los Piratas de la Sabana». El Correo del oro y su ayudante fueron asesinados en una emboscada, a la altura del sitio llamado Rancho de Tejas. Las comisiones policiales lograron rescatar casi todo el oro y apresar a los asesinos, menos uno que no se supo cómo pudo escapar. El que logró huir había sido el más traidor de todos, el que remató con su lanza al correo ya herido. Este asesino era Natividad. A mí el indio me inquietó desde el principio, y la luna se encargó de llevar al máximo mi inquietud. Pero fue sólo ahora, cuando la partida con el desconocido, cuando caí en ello, después de soportar a Natividad como una pesadilla. Cuando el topo del jugador, recordé que, a pesar de ser yo un niño, todos los amigos de casa me encontraron muy parecido al retrato del infeliz correo del oro que publicaron los periódicos, a raíz del asesinato. El mismo Natividad me había confesado que yo le inquietaba, porque le recordaba el rostro de un hombre a quien vio morir en forma que él quería olvidar.
Con el desconocido conversamos al día siguiente. Aquel hombre se explayó en informes difusos, pero nos retuvo con su voz de inflexiones poderosas.
Era el anochecer. La luna se empinaba lentamente por encima de los árboles distantes. Al saber que no tenía más peón, el desconocido se me ofreció y me dijo que ya le había servido satisfactoriamente a otros viajeros. Pero vi la luna y vi los ojos de mis compañeros y preferí aventurarme por los caminos nocturnos sin la compañía de aquel hombre, quién sabe si empujado a la locura por un pasado semejante al del indio Natividad.
FIN