
Los argonautas del 49
Bret Harte
Más cuentos del autor »La conquista del oeste fue un episodio de la vida americana tan típico y peculiar que tal vez lo mejor que pueda decirse de él es que ya no existe
Los argonautas del 49
Puesto que gran parte de mis escritos son sobre los argonautas de 1849, me propongo, a modo de introducción, disertar brevemente sobre un episodio de la vida americana tan típico y peculiar como el de los aventureros griegos cuyo nombre he tomado en préstamo. Se trata de una cruzada sin cruz, de un éxodo sin profeta. No es un relato bonito; no creo que sea instructivo siquiera. Es sobre una clase de vida de la que tal vez lo mejor que pueda decirse es que ya no existe.
Permítaseme hacer primero un esbozo del país que crearon de nuevo estas gentes y de la civilización que desplazaron. California fue el país cristiano más desconocido a lo largo de tres siglos. Pesaban sobre él el brillo y el encanto de la tradición y el descubrimiento españoles. En un mapa inglés figuraba como una isla. Allí se encontraba el río de Los Reyes (algo así como un Misisipi glorioso), cuyo descubrimiento se atribuía De Fonte, que entraba directamente hasta el corazón del continente. También el estrecho de Anián —precursor profético del ferrocarril del Pacífico—, el que Maldonado afirmó haber cruzado hasta el Atlántico norte. Otro descubridor español declaró mendazmente que había llegado desde el Pacífico hasta el lago Ontario por el río Columbia, en el que, me complazco en decir, halló un navío yanqui procedente de Boston cuyo capitán le informó de que era él quien había llegado desde el Atlántico unos pocos días antes. Los viejos filibusteros perseguían a los tímidos galeones filipinos por la accidentada línea de la costa y en el mayor de sus golfos, junto a la actual Puerta del Oeste —San Francisco—, sir Francis Drake recaló dos semanas para arrancar los percebes de sus quillas corsarias. Hace apenas veinticinco años una compañía de buscadores de oro que llegó a las arenas del Pacífico cerca de Puerto Umpqua encontró grandes restos de cera derretida profundamente incrustados entre las costillas rotas y requemadas de un barco naufragado en la antigüedad. Este hallazgo prendió inmediatamente en el corazón californiano y pocas semanas después, un centenar de hombres, o más, cavaban, excavaban y arañaban buscando el tesoro del galeón filipino. Por fin encontraron —¿qué creen ustedes?— unos pocos alfanjes con un sello inglés en la hoja. Sir Francis Drake, el emprendedor, el galante —y un poquito pirata—, ¡había estado allí antes que ellos!
Con todo, corrían tiempos pacíficos, idílicos, en California. La limpia corriente del río Sacramento cruzaba el gran valle central hasta depositar sus aguas en un golfo majestuoso que todavía no conocía las turbulencias de las quillas ni el desasosiego de los muelles. La campana de San Bernardino tocaba el ángelus, del que se hacían eco las torres de todas las misiones a lo largo de la costa, llamando noche tras noche a los fieles a la oración y a dormir antes de las nueve. Leguas de avena silvestre, antepasadas de los grandes campos de trigo que abarrotan ahora los mercados, bajaban la cabeza con indolencia en las faldas de las montañas; un gran número de rebaños de ganado salvaje, cuya piel y cuernos constituían el único y escaso comercio en aquellos días, vagaban por las llanuras ilimitadas sin haber visto nunca otro ser humano que el vaquero que cabalgaba una vez al año en su indómito mustang, al que consideraban, igual que los antiguos indígenas a la caballería española, un solo ser individual. Las cabañas de los indios neófitos (que se vestían, con limpieza y sin lujos, de barro) se apiñaban alrededor de los muros blancos de los edificios de la misión. El orden secular corría a cargo de los presidios, con una dotación de doce militares rasos, y en los pueblos dispersos unos rústicos alcaldes dispensaban, como Sancho Panza, sabiduría proverbial y equidad práctica a los bucólicos litigantes. Un día, consultando unos documentos legales españoles, descubrí un ejemplo notable de la sagacidad del alcalde Felipe Gómez, de Santa Bárbara. Una mujer injuriada acusaba a su marido de dar serenatas a la mujer de otro. Se llamó a juicio al marido desleal y a su seductora guitarra.
—Toque —dijo el alcalde al alegre don Juan.
El desdichado tuvo que repetir la actuación amorosa de la noche anterior.
—No veo aquí —dijo el excelente alcalde después de una pausa— otra cosa que una voz infame y un estilo deplorable. Desestimo la queja de la señora, pero culpo al señor de romper vilmente la paz de Santa Bárbara.
Eran tiempos felices y tranquilos. Los propietarios de ranchos antiguos gobernaban al estilo de los patriarcas y vivían según una época de patriarcas. En una tierra de características semitropicales con un clima completamente original por sus condiciones prácticas, una raza latina laxa dormía y fumaba al sol la mitad del año y creía que había descubierto ¡una nueva España! Cuando despertaron del sueño vieron que eran extranjeros en su propio país y ni siquiera conocían el tesoro que les habían mandado guardar. Un terremoto político y social más potente que la mayor convulsión física que hubieran vivido sacudía los cimientos de la tierra y, de repente, entre los estratos desgarrados y las fisuras abiertas, el tesoro empezó a brillar ante sus ojos.
Aunque el cambio les sobrevino repentinamente, lo había ido prefigurando un encadenamiento de circunstancias cuyos eslabones lógicos no pasarían por alto los futuros historiadores. No fue porque un peón encontrara fortuitamente unas cuantas pepitas de oro en Sutter’s Mill, sino que, desde hacía tiempo, el camino se había ido abriendo poco a poco y, con él, las puertas a los que habrían de aprovecharse del hallazgo. Los auténticos pioneros de la banda sin ley ni religión cuya historia reproduzco ahora eran las religiones más antiguas y más nuevas que se conocen. ¿Han reparado alguna vez los americanos en que el derecho a California se lo deben a la Iglesia católica y a la hermandad mormona? Y, sin embargo, los dos grandes comendadores de los argonautas del 49 fueron el padre Junípero Serra tocando su campana en las tierras salvajes de los infieles del norte de California y Brigham Young guiando a sus legiones hambrientas desde Nauvoo hasta Salt Lake. Toda la emigración que, antes del descubrimiento del oro, llegó a los valles de Oregón y California y medio americanizó la Costa Oeste habría perecido, por cierto, de no haber sido por la providencial creación del oasis de Salt Lake City. Las trémulas reatas de bueyes intoxicados por las aguas alcalinas y los conductores de ganado, desesperados, con los pies llagados, encontraron descanso y auxilio en el asentamiento mormón. La fragata británica que fondeó en el puerto de Monterrey con un par de días de retraso vio la bandera americana que había cruzado el continente ¡ondeando en la cruz de la catedral! Si hubiera llegado un día antes, esta historia podría haber llevado el sello inglés.
¿A nuestros amigos los argonautas les afectaron estas coincidencias de alguna manera? Creo que no. Cultivaban ese desprecio arrogante por la raza sureña de acento peculiar heredada del linaje anglosajón. No se dejaban llevar por supersticiones fantásticas, no los exaltaba ninguna misión especial ni los estimulaba una gran ambición; eran escépticos con todo, incluso con el vellocino de oro, hasta que lo veían con sus propios ojos. Eran ecuánimes con su destino y aceptaban lo que les deparase con una especie de filosofía pagana.
—Si no hay oro, ¿qué vais a hacer con estas artesas de conducir el agua? —preguntó un emigrante recién llegado a su amigo.
—Pueden ser ataúdes de primera —respondió el amigo, con la llaneza del que ha calculado todas las posibilidades.
No quemaron las naves al llegar, como Pizarro, pero desmantelaron la bella Argo y la dejaron pudrirse en su muelle cólquido. Los marineros embarcaban solo para el viaje de ida, nadie pensaba en volver, ni siquiera los que esperaban el fracaso. Fértiles en recursos, amañaban los fracasos hasta darles cierto viso triunfal. Había en San Francisco hasta hace poco una casa de los primeros tiempos cuyos cimientos eran cajas llenas de tacos de tabaco de mascar. El consignatario había encontrado un superávit en el mercado de tabaco, pero la madera para cimientos ¡estaba carísima! Un argonauta, nada más llegar, se quedó asombrado al reconocer al barquero que lo llevó a tierra, y que le cobró la modesta suma de cincuenta dólares por el servicio: habían sido compañeros de clase en Oxford.
—¿No estabas en el cuadro de honor de matemáticas en el 43?
—Sí —dijo el otro significativamente—, pero también era el primer remero contra Cambridge.
Aunque los años de educación superior a veces no lograban el reconocimiento pecuniario, sí constituían un haber inactivo y a veces incluso infundían cierta peculiaridad física. La primera vez que desayuné en un restaurante de Long Wharf, me obsesionó todo el tiempo el ligero parecido que tenía el camarero que me atendió con un caballero al que admiraba de pequeño porque me parecía el paradigma de la elegancia, la urbanidad y el éxito social. No le dije nada, pues temía insultarlo —llevaba un revólver— con esta comparación; pero después pregunté al dueño, que me confirmó la sospecha.
—Es muy hábil —me dijo el hombre—, sabe hablar con elegancia con los clientes mientras esperan a que les sirvan los pasteles y les hace olvidar el hambre que tienen.
Con un gran deseo de devolver a mi viejo conocido a su categoría anterior, pregunté si no sería posible cubrir su puesto.
—Me temo que no —dijo el dueño, suspicaz de pronto, y añadió—: No creo que usted sirva.
Fue esta maravillosa capacidad de adaptación, y tal vez la influencia de un clima que producía fruta fuera de temporada, lo que contribuyó al éxito de los argonautas o, al menos, mitigó sus fracasos. Uno que ahora es abogado distinguido, notable por su constitución hercúlea, llegó aquí sin un centavo —o, mejor dicho, sin veinte dólares— para pagar el transporte de su baúl hasta el hotel. Se lo cargó al hombro y echó a andar dando todavía traspiés, pues acababa de desembarcar, cuando se le acercó un desconocido, le dijo que no llevaba ni «media carga», discretamente añadió su maleta a la carga del abogado, le dio diez dólares y su dirección y se fue antes de que el letrado saliera de su asombro. Sin embargo, la maleta llegó puntualmente a su destino y el abogado se felicitaba a menudo por la facilidad relativa con que había ganado su primer emolumento.
Esta capacidad de adaptación se debía en gran parte al carácter de las personas, aunque no estaría bien decir ahora en qué consistía ese carácter. Al menos prefiero dejar las críticas hasta que pueda añadir a la tranquilidad la distancia del historiador. Algunas de sus características se encuentran convenientemente ilustradas en la sincera autobiografía de aquellos dos caballeros que llevaron a cabo un pequeño encargo de Macbeth en relación con Banquo. Lejos, en otras partes del continente, habían dejado desconcertados y consternados a familiares, acreedores e incluso, en algunos casos, a agentes de la ley. Algunos hombres casados habían abandonado a sus mujeres —en casos extremos, incluso a la mujer de otro— y habían buscado refugio en este puerto. Tampoco era posible discernir, por su apariencia externa ni por sus actos cotidianos, si tales o cuales podían contarse entre los culpables de estas acusaciones. A veces los mejores tenían los peores antecedentes y los peores gozaban de un historial puritano sin mácula.
—Parece que los chicos han repartido cartas nuevas para todos —me dijo un día el señor John Oakhurst, con la confianza natural de quien es consciente de su habilidad para ganarme dinero y no se puede saber quién resultará ser rey y quién sota.
A propósito de esta anécdota, conviene aclarar que el señor John Oakhurst provenía de una familia en la que los juegos de azar se consideraban pecaminosos por frívolos y divertidos, pero que jamás había imaginado que pudieran ser herramientas de especulaciones provechosas e incluso gravemente trágicos.
—Y pensar —dijo el señor Oakhurst al levantarse después de jugar diez minutos y ganar cinco mil dólares—, y pensar que hay gente que cree que las cartas son una pérdida de tiempo…
Tal era el carácter y tales los antecedentes de los hombres que dieron el pintoresco color dominante a la vida en aquella época. Sin duda, en los documentos de la antigua Argo, el plan de salud moral era más limpio, pero carecía de un sentido de la aventura tan distinguido y original. No se debe inferir de esto que no existiera también entre ellos, pero diferenciada, una clase respetable tanto en número como en moralidad. Aunque aquí no tiene cabida sino como telón de fondo del perfil destacado y la figura sobresaliente de los argonautas. Dominaba el carácter y el más fuerte no era siempre el mejor. Permítanme que los acerque un poco. Permítanme dos bocetos de ellos: uno entre los suyos, en su ciudad costera; otro en su cabaña solitaria de los campos de las Sierras.
Corre el memorable invierno del 52, un invierno californiano típico, que no se parece a nada que pueda conocer el lector; un invierno de cuyo nido nevado en las Sierras se liberó la primavera aleteando con sus plumas nuevas sin necesidad de luchar. Es una estación de lluvias y pastos que crecen, de noches largas de chaparrón y días de nubes y sol. A algunas horas parece que la tierra inquieta late bajo nuestros pies y que el cielo guiña sus ojos azules entre pestañas de nubes. En las profundidades umbrías de las cumbres se forman depósitos inmensos de nieve que después inundarán las llanuras, y las gentes errantes y añoradas de las tierras bajas mirarán con temor la gran expansión de agua, un lago que podría enterrar el estado de Massachusetts en sus amarillas profundidades. Las faldas de las montañas se adornan con flores alegres y, como en el antiguo cuento de hadas, cada palabra que sale de los labios de la bondadosa primavera cae al suelo en forma de rubí o esmeralda. Y, sin embargo, dicen que es «una estación difícil» y la harina se pone a cincuenta dólares el barril. En San Francisco hace dos semanas que llueve sin parar. Las calles están prácticamente intransitables por culpa del barro y algunos de los socavones más hondos se han tapado con tablones. Hay pocas farolas públicas, pero los comercios todavía están iluminados y las calles se llenan de hombres de luengas barbas y botas altas que buscan distracciones nuevas, la única forma que se les ocurre de divertirse después de la febril lucha diaria. A veces es un carruaje que va de paso —un carruaje fenomenal, uno de la media docena que se conocen en la ciudad— y que se queda atascado sin remedio; entonces lo rodean al instante un puñado de manos voluntariosas, encantadas de recibir como única recompensa una mirada femenina por la ventanilla, aunque sea de un rostro demacrado, pintado o sencillamente feo. O tal vez en el teatrito, donde el llanto de un niño entre los espectadores arranca una tumultuosa ola de «¡Otra, otra!» que hace temblar todo el edificio. O quizá en la cantina del dorado saloon, cuando alguien irrumpe de pronto con los brazos extendidos en ángulo recto, simulando con esta pantomima la señal de Telegraph Hill que anuncia la llegada de un vapor de ruedas que trae «cartas de casa». O, a veces, la larga cola de casi un kilómetro que se forma después en la oficina de Correos. O los impacientes que la recorren de punta a punta ofreciendo cincuenta dólares, cien, doscientos, trescientos y quinientos por que les dejen «colarse». O el hombre demacrado que rompe nerviosamente el sobre que le ha llegado, se queda sin resuello un momento, pierde el conocimiento y cae redondo delante de sus compañeros. O puede que estalle una reyerta y se oiga un disparo en las calles, pero en el 52 esto no era emocionante.
El principal centro de interés es siempre el salón de juego. Hay cuatro —los edificios públicos más grandes de la ciudad— y están llenos toda la noche. No se llega a ellos por pasadizos misteriosos ni hay vigilantes en la puerta, sino que se abren francamente a la calle e invitan a entrar con su oropel, sus luces, su calor y su música. Aunque parezca mentira, el ambiente es curiosamente decoroso. Son los establecimientos más silenciosos de San Francisco. No hay borrachos ni peleas, tampoco grandes júbilos ni decepciones. A estos hombres, que ya han apostado la salud y la fortuna al emigrar, no les afectan mucho las apuestas menores al rojo o al negro ni la carta que se descubre. Los empresarios que llevan apostando todo el día en su negocio legal no encuentran aquí motivo de emociones exageradas. Cuando suena la música, una calma reflexiva lo invade todo; la gente va de unas mesas a otras sin hacer ruido, como si la suerte fuera nerviosa, además de caprichosa; si un bastón cae al suelo, todo el mundo se vuelve a mirar, una exclamación o una carcajada estridente causan una virtuosa indignación. También se ven por aquí algunas noches a los ciudadanos más respetables, aunque tal vez no jueguen. Aquí se reencuentran sin temor y sin reproches viejos amigos que tal vez se despidieron a la puerta de la iglesia en otro estado. Todas las condiciones y clases sociales están aquí representadas. Una noche, en una mesa en la que se jugaba al faraón, un jugador se escurrió de pronto del asiento y cayó muerto al suelo. Tres médicos, jugadores también, lo examinaron brevemente y concluyeron que había fallecido de una enfermedad del corazón. Instantáneamente, el juez de instrucción, que estaba sentado al lado de la banca, nombró jurados a todos los jugadores; estos dejaron las cartas, pronunciaron sin tardanza un veredicto acorde con los hechos y ¡siguieron jugando!
Esto no significa que, bajo esta superficie serena, no se dieran a menudo sentimientos fuertes. Un hombre del oeste, que había ganado unos cuantos miles de dólares en las minas, llegó a San Francisco dispuesto a embarcar rumbo a casa. La víspera del viaje entró en el saloon Arcade, se sentó en una mesa con gran desinterés, apostó veinte dólares en oro y ganó. Y volvió a ganar sin cambiar la apuesta. En resumen, fue la vieja historia que tantas veces se ha contado: que ganó una fortuna en dos horas y que una hora después se levantó de la mesa arruinado. Bien, pues… el vapor zarpó sin él. Era un hombre sencillo que no conocía mucho el mundo, y la suerte repentina y el revés, igual de repentino, casi lo volvieron loco. No se atrevió a escribir a su mujer, que estaba esperándolo; le faltaron agallas para volver a las minas y rehacer su fortuna. Una atracción fatal le impidió moverse de allí. Encontró un empleo humilde en la ciudad y perdía regularmente lo poco que ganaba en el mismo sitio en el que lo había perdido todo. Aparecía en la mesa de juego demacrado y desmejorado tan a menudo como el que repartía. Y así pasó un año. Había olvidado a la mujer que lo esperaba, pero ella no. Con infinito esfuerzo, se procuró pasaje a San Francisco y llegó al muelle con su hijo y sin blanca. En estas condiciones extremas de necesidad, contó sus circunstancias a un desconocido que pasaba por allí… tal vez al que menos le hacía falta conocer: el señor John Oakhurst, ¡un tahúr! La llevó al hotel y, con discreción, le proporcionó todo lo que necesitaba en ese momento. Dos o tres noches después de este suceso, el hombre del oeste, que seguía jugando en la misma mesa, ganó una apuesta sin importancia tres veces seguidas, como si la suerte fuera a visitarlo una vez más. En ese momento, el señor Oakhurst le puso una mano en el hombro.
—Te doy —le dijo en voz baja— tres mil dólares por la siguiente jugada.
El hombre vaciló.
—Tienes a tu mujer en la puerta —prosiguió el señor Oakhurst sin levantar la voz—. ¿Aceptas? ¡Rápido!
El hombre aceptó, pero el espíritu jugador se había hecho fuerte en él y (tal vez el señor Oakhurst lo hubiera previsto) esperó a ver el resultado de la jugada. ¡El señor Oakhurst perdió! Con una mirada de agradecimiento, el hombre se volvió a él, cogió los tres mil dólares y se fue rápidamente, como si temiera un repentino cambio de idea.
—Mal ojo has tenido aquí, Jack —dijo un amigo inocentemente, sin percatarse de la sonrisa que se dirigían Jack y el repartidor.
—Sí —dijo Jack con frialdad—, pero ya estaba harto de ver a ese tipo por aquí.
—Pero —insistió el amigo, alarmado— no querrás decir que tú… —vaciló.
—Quiero decir, mi buen muchacho —dijo Jack—, que esto que has visto lo habíamos acordado entre el repartidor y yo. Es la primera vez —añadió con seriedad, y lo juró, cosa que creo que apuntaría al instante el ángel registrador en el haber de Jack—, es la primera vez que hago trampa.
La vida social tenía su aquel. Los caballeros hacían las visitas de Año Nuevo ataviados con botas altas y camisa roja de franela. Años más tarde, la mujer de un viejo pionero enseñaba una silla con un agujero en el cojín, que, el día de la visita, había hecho un caballero al sentarse de repente sin saber muy bien lo que hacía y se le había disparado la pistola. Los hombres que mejor vestían eran los jugadores; en cuanto a las señoras, el premio quedaba desierto. En las reuniones y fiestas no se bailaba por culpa de las desafortunadas complicaciones que se derivaban de la gran desproporción en número entre acompañantes y damas. La ingeniosa adopción de la danza llamada cuadrilla, de ir pasando por cada grupo con un compañero diferente para cada figura, fue idea del fértil cerebro de una bella de San Francisco que sufría un acoso asfixiante. La mujer de un oficial del ejército me contó que nunca pensaba en volver a casa con el mismo acompañante y a menudo la acompañaba lo que ella llamaba «todo un pelotón».
—Hasta ahora —me dijo— no entendía lo que quería decir «el placer de su compañía».
Sin duda, estando tan bien atendida no correría ningún peligro.
Así era la vida en la ciudad de los argonautas, con sus peculiaridades más sobresalientes suavizadas y domeñadas por la llegada constante de foráneos del este y la partida de sus ciudadanos hacia el interior. A medida que los vapores llegaban del este con más caras nuevas se efectuaban los cambios correspondientes de especie, modales y moral. Cuando aparecieron trajes elegantes en las calles y los hombres blasfemaban menos, la gente empezó a poner cerradura en la puerta de casa y los bienes transportables ya no se dejaban a la intemperie por la noche. Con la construcción de edificios sólidos surgió la propiedad inmobiliaria, y los más ricos echaban de su lado a los hermanos que seguían viviendo en las viejas tiendas. San Francisco se vio desnuda y se avergonzó. La antigua hermandad de los argonautas, con su fiera sinceridad, su carácter terriblemente directo y su patética sencillez, quedó destruida. A algunos les dio igual quedarse en un palacio de placeres sensuales y materiales semejante al de Circe, pero la especie argonauta se fue a las montañas, y allí es a donde me propongo trasladarles ahora a ustedes.
Es un país único y singular. Aquí la naturaleza es tan cruda y está tan sin formar y tan incompleta como la vida misma. Es como si la gente hubiera llegado aquí mil años antes de tiempo, antes de que la gran anfitriona lo tuviera todo preparado para recibirla. La silenciosa inmensidad de los bosques y la humedad del sotobosque de helechos gigantescos recuerdan a una remota época carbonífera. Los árboles son monstruosos, sombríos y monótonos en su semejanza. Todo es nuevo, crudo y extraño. Las hojas de hierba son enormes y crecen muy separadas, sin formar una alfombra sobre el suelo; hasta las pocas flores alpinas que nacen son raras y carecen de olor. Este paisaje no es suave, ni tierno ni bucólico. Ni Teócrito habría sido capaz de poner melodía al habla de estos rústicos pastores, con su pipa de raíz de escaramujo y su revólver colgado a la espalda. Abundan las grandes extensiones de rocas y precipicios, largos intervalos de colladas y cañones y lapsos repentinos de vacío horrible en forma de precipicios. Los claroscuros son rembrandtinos y, sobre este fondo, la más difusa silueta humana destaca sombríamente.
Al principio vivían en tiendas; después, en cabañas. El clima era benigno y podrían haber dormido al raso todo el año, como preferían muchos, menos cuando llovía y se hacían con el más rudimentario de los refugios. A medida que aumentaba la ambición, podían cercar un pequeño terreno y cultivarlo, pero en los primeros años se consideraban a sí mismos arrendatarios sin compromiso y no querían plantar en el suelo nada que no pudieran llevarse. Tardaron tiempo en dotar las cabañas de chimenea precisamente porque no se la podían llevar. Todavía hoy se pueden ver en los campos mineros abandonados las chimeneas de adobe que quedaron al aire libre cuando se llevaron a otra parte las cabañas que las cobijaban. Las labores domésticas eran de lo más elemental. Durante muchos meses, el único utensilio de cocina con el que contaban fue la sartén. El minero itinerante la llevaba colgada a la espalda como el trovador la guitarra. En ella freían el pan, las alubias, el tocino e incluso el café. Habrían sucumbido de no haber sido por el aire balsámico y tonificante de la naturaleza. Afortunadamente comían pocas veces y poca cantidad cada vez; afortunadamente los inventos de la madre Este satisfacían sus necesidades. Su progresión por estas montañas solitarias quedó marcada con latas de conserva que decían: «Ostras de cueva», «Maíz dulce Shaker», «Levadura en polvo», «Galletas saladas Boston» y cosas por el estilo. Pero, cuando llegaban la adversidad y el desconcierto, el principal sustento eran ¡las alubias!, el único legado de la California española: la confraternización del conquistador y el conquistado con una olla de alubias de por medio.
La vestimenta del argonauta era peculiar. Sabía manejar la aguja, aunque no fuera un gran sastre, y le gustaba remendar la ropa hasta que la tela original desaparecía bajo una nube de parches. El saco de harina era fundamental para la subsistencia. Cuando el contenido había alimentado y confortado al hombre por dentro, el continente lo vestía por fuera. En aquella primera época, dos caballeros respetables perdieron su identidad por efecto de las etiquetas demasiado visibles que llevaban en la culera de los pantalones, y en el campamento los llamaban con toda formalidad «Genesee Mills» e «Eagle Brand». En las minas del sur se compró gran cantidad de ropa de marinos que el Ministerio de Marina había desechado y subastado, y así, todo aquel año, los sombríos colores de los bosques de Stanislaus y Merced parecían más claros gracias a los pantalones blancos y las camisas azules y blancas de los marineros de tierra. Es curioso que la única nota pintoresca de color de su atuendo se debiera a la casualidad y a una costumbre desaseada e indolente. El pañolón de algodón basto azul, verde o amarillo era muy útil cuando hacía calor, atado por dos puntas y echado sobre los hombros como una capa. Sobre un fondo de follaje verde oliva, siempre causaba un efecto llamativo y calidoscópico. El sombrero blando de fieltro, de ala ancha, llamado desde entonces «sombrero californiano», era lo único con lo que se cubrían la cabeza. Quien llevara un sombrero de copa alta, si no era jugador o clérigo, merecía un bofetón bien justificado.
Eran unos hombres singularmente bien parecidos. No solo por sus músculos desarrollados y una gracia antigua, que debían al ejercicio al aire libre y a una libertad ilimitada de brazos y piernas, sino también por el color, la expresión e incluso la suavidad del contorno. Casi todos eran jóvenes de barba virginal, suave, sedosa y rizada. No siempre tenían tiempo para cortarse el pelo, que, por lo general, les cubría los hombros, como la coleta de Carlos II. Algunos rostros recordaban al Savoir de Delaroche. Había tipos gallardos, de ojos atrevidos, insolentes y garbosos, o temerarios y caballerosos que habrían hecho las delicias de Meissonnier. Añadamos a esto el elemento foráneo de chilenos y mexicanos y encontraremos una combinación de forma, luz y color como no se encuentra en ninguna comunidad anglohablante moderna. Al atardecer, en la carretera de la montaña roja, una reata de mulas de transporte mexicanas tal vez avance lentamente por las curvas hacia la llanura. Los animales llevan una manta de colores alegres debajo de las alforjas; la mula que va en cabeza lleva música de campanillas y gualdrapa vistosa; los arrieros van con el traje tradicional, un sarape a rayas rojas y negras, pantalones de gamuza abiertos desde la rodilla y flecos con botones metálicos, y una espuela de plata en cada talón con una ruedecilla de siete centímetros y medio de diámetro. Todo ese magnífico pintoresquismo visible no le iba a la zaga a la expresión y carácter de estos hombres. Hacían gala de una hospitalidad bárbara y de una generosidad espontánea. Cuando reconocían un mérito siempre lo expresaban pecuniariamente, tanto si se trataba de dar iglesia y casa a un predicador que les gustara como en forma de una lluvia de oro digna de Danae sobre la bonita persona de una actriz famosa. Los mendigos no tenían que mendigar, cualquier hombre compasivo que estuviera cerca iniciaba una colecta sombrero en mano. Era una generosidad competitiva y acumulativa. El germen de los millones que tendría el Tesoro de la Comisión Sanitaria durante la gran Guerra de Secesión brotó en una cantina de San Francisco.
—Esos muchachos heridos tienen que estar pasándolo muy mal —dijo un hombre que estaba tomando un trago—, y lo siento por ellos.
—¿Cuánto lo sientes? —preguntó un jugador.
—Quinientos dólares —respondió el primero con aire emprendedor.
—Veo esos quinientos y ¡subo a mil! —respondió el jugador poniendo el dinero en la mesa.
En media hora se mandaron por telégrafo quince mil dólares de San Francisco a Washington, y así nació esta gran institución nacional caritativa, abierta tanto a los del norte como a los del sur, reforzada después con tres millones de dólares de oro californiano.
Esta liberalidad tan aparentemente inconsciente tenía a menudo un sagaz fondo práctico. Es de todos conocido que, después del gran incendio de Sacramento, la primera aportación para reconstruir la iglesia metodista la hizo un jugador famoso. El buen pastor la aceptó, pero no pudo evitar preguntarle por qué no destinaba el dinero a la construcción de otra casa de juego.
—Eso sería un tanto monótono, amigo —respondió el jugador con total seriedad—, y lo que hace falta en una gran ciudad es variedad.
En materia de amistad, eran espléndidamente leales. Es posible que la falta de mujeres y deberes domésticos revirtiera la corriente de ternura y sentimiento hacia los compañeros. Ser el «socio» de alguien significaba mucho más que un interés pecuniario o mercantil común; significaba ser amigos en lo bueno y en lo malo, en la fortuna y en la adversidad, ser inseparables: ¡sentir celos el uno del otro! Me temo que muchos argonautas eran más fieles a su socio de lo que nunca lo habían sido a su mujer; a algunos no los pudo separar ni la muerte y se quedaron solos y fieles al amigo desaparecido. Insultar al socio de uno era insultarlos a los dos; interponerse entre dos socios si se peleaban era tan peligroso e incierto como meterse a pacificador en una disputa conyugal. La posibilidad de actos heroicos como los de Damón y Fintias siempre estaba presente; algunos hombres cumplían todas estas condiciones y, lo que es mejor, sin tener la menor idea de que eran unos clásicos, sin mitología en la que apoyarse y poco conscientes de una fe posterior simbolizada por el sacrificio. En estos casos a veces se daban las mismas combinaciones curiosas que en las relaciones matrimoniales: un hombre alto con uno bajo; un joven delicado y enfermizo con un hombre maduro, fuerte y corpulento; un carácter retraído con uno espontáneo y exuberante. Y, sin embargo, a pesar de las disparidades, la fidelidad que se profesaban ciega e irracionalmente era siempre una constante. Es cierto que a veces tanto celo sobrepasaba la discreción. Cuentan que un forastero que estaba en San Francisco se permitió algunas críticas de cariz religioso y se encontró de pronto tirado en el suelo, a los pies de un hombre de Kentucky muy enfadado que lo apuntaba con un revólver. La gente preguntó qué había pasado; el hombre, con cara de pena, enfundó el revólver.
—No tengo nada contra este forastero, pero hace un minuto dijo algo contra los cuáqueros y quiero que comprenda que mi socio es cuáquero y ¡un hombre muy pacífico!
Me gustaría dar una idea de la vida familiar que llevaban, pero había muy pocas mujeres y menos hogares dignos de tal nombre. Las virtudes domésticas se ensalzaban por encima de todo; la mujer ideal siempre llevaba una pensión y servía a los amigos de su marido. En algunos casos raros, la mujer, corona para su marido, era lavandera, además.
Hubo una de estas mujeres características que vivía en un pequeño campamento de las Sierras. Su marido era de Texas, un gigante bonachón que seguramente se había ganado el respeto del campamento tanto por su amable debilidad como por su enorme fuerza física. Ella era del este; creo que había sido maestra de escuela y había vivido en la ciudad hasta que se casó y emigró. Tal vez no fuera muy atractiva, pues carecía de belleza física, los años la habían estropeado bastante y las pocas cosas de las que podía presumir —ligeros conocimientos de francés, italiano, música, la clasificación científica de las plantas, filosofía natural y la retórica de Blair— no le servían de nada entre los habitantes masculinos de Ringtail Cañón. Sin embargo, todo el mundo quería a tía Ruth, como la llamaban, o «querida señora Richards», y hasta el último minero del campamento la tenía idealizada, elevada a la categoría de tía, madre o hermana, según cada cual. Ella les correspondía con mil detalles: les remendaba la ropa, cuidaba a los enfermos e incluso les escribía largas cartas para la familia.
Un día cayó enferma. Nadie sabía qué le pasaba exactamente, pero languidecía poco a poco. Cuando le quitaron de los hombros la carga de las tareas domésticas, daba largos paseos por el monte y al atardecer se la veía a menudo en la cresta más alta, mirando hacia el este. Finalmente la encontraron allí rendida, sin conocimiento —a raíz, dijeron, del agotamiento— y le recomendaron que no volviera a salir de casa. Y así lo hizo, ni siquiera salía de la cama. Al cabo de un tiempo, para asombro de todos, murió.
—¿Sabes de qué dicen que ha muerto la señora Richards? —preguntó Yuba Bill a su socio—. Según el médico, ha muerto de nostalgia.
—¿Qué demonios es nostalgia? —preguntó el socio.
—Pues algo así como el deseo de ir al Cielo.
Y es posible que tuviera razón.
Se pude afirmar que, en general, los argonautas no sufrían por motivos sentimentales y vivían completamente libres del aliado más peligroso de los sentimientos: el sentimentalismo. Gozaban sardónicamente despojando su forma de hablar de toda delicadeza rimbombante; tenían una forma sarcástica de eliminar todo lo poético o imaginativo y dejar solo los hechos en su desnudez. Con ese estilo tan terriblemente directo, cuando se permitían alguna desviación en la expresión, lo hacían con crueldad y sin miramientos. En los primeros tiempos, la ley de Lynch castigaba el hurto de caballos con la muerte. Un día, un hombre fue detenido y juzgado por este delito. Después de oír a los testigos, el jurado se retiró a deliberar. Por algún motivo —falta de pruebas, tal vez, o motivos humanitarios, o quizá porque el censo registraba una merma alarmante de población masculina— el jurado dudaba. La multitud que esperaba fuera se impacientaba. Una hora más tarde, el cabecilla de la multitud entró a preguntar si el jurado ya tenía el veredicto.
—No —dijo el portavoz del jurado.
—Bueno —replicó el cabecilla—, no hay prisa, caballeros, pero recuerden que estamos esperando a que salgan de esa habitación para meter el cadáver.
Tenían un gran sentido del humor, pero nunca exagerado ni espontáneo, y con algún matiz de justicia primitiva o de moraleja bajo la cáscara sardónica. Las únicas enseñanzas éticas de la época se impartían envueltas en bromas o en sarcasmo. En los campamentos triunfaba el epigrama, mientras que la primitiva equidad del juez Lynch se inclinaba por las salidas graciosas. Incluso el patetismo, que era más o menos dramático, se contagiaba de esta cualidad. Cuando una expresión rara, un capricho pintoresco o incluso un gesto grotesco rizaba con una sonrisa la conciencia superficial, en un momento tocaba el fondo del corazón con una tristeza infinita. Alguna vez se permitían un poco de poesía e ilustración, pero solo en su jerga ruda e imperfecta. Al contrario que las coletillas y las muletillas de la civilización anterior, su jerga consistía en ilustrar en la condensación de un epigrama un hecho, un capricho o una percepción que, por lo general, tenía alguna derivación local significativa. La sequía, que duraba la mitad del año, dio origen a la exclamación popular dry up para expresar el punto máximo del proceso de evaporación. Played out correspondía al lenguaje de las apuestas y juegos de azar y expresaba la circunstancia en la que ya no se puede contar ni con la suerte. To take stock en una declaración, teoría o idea significaba que se creía en ella y se estaba dispuesto a pagar por ella. En realidad no podemos considerarlo un argot, aunque así hablaban los jugadores, condensando vívidamente la muerte y la rendición de cuentas en el más allá, como se percibe en la expresión handing in your cheks. En aquella época la jerga era universal; en ninguna circunstancia resultaba fuera de lugar. Thomas Starr King me contó en una ocasión que, después de dar un sermón bastante controvertido, oyó el siguiente diálogo entre un feligrés y su amigo:
—Bueno —dijo el feligrés entusiasta, refiriéndose al sermón—, ¿qué opinas ahora de King?
—¿Qué opino? —respondió el amigo—. Pues que ¡se llevó todas las fichas!
A veces, debido a la costumbre nacional de exagerar por el lado cómico o quedarse corto igual de grotescamente, algunas palabras adquirieron un significado nuevo. Recuerdo la primera noche que pasé en Virginia, en un hotel nuevo que acababan de abrir. Ya estaba tranquilamente en la cama cuando me despertó un barullo de gritos y pelea con algún que otro disparo. Por la mañana fui al bar y vi al dueño detrás de la barra con un ojo morado y un vendaje desde la mejilla hasta la frente, pero con una agradable sonrisa en la cara. Y entonces le dije:
—Vaya, señor, parece que anoche se corrió la gran juerga aquí.
—Sí —respondió él de buen humor—, fue una buena juerga.
—Y ¿las tienen a menudo, aquí, en Virginia? —añadí, envalentonado por su buen humor.
—Pues no —dijo él pensativamente—, aunque en realidad acabamos de abrir y, por lo visto, anoche los chicos empezaron a conocerse de verdad.
Un hombre que se negó a participar en la caza de un oso porque «últimamente no se le había perdido ningún oso» y el que a la pregunta: «¿Cultivan maíz en esta localidad?», que le hizo un turista, respondió: «Ni un maldito grano, lo cierto es que apenas nada» son ejemplos sencillos del anticlímax y la exageración características a las que me refiero. A menudo añadían también cierta filosofía amable.
—Claro que prefiero no conducir una cuadrilla de machos —me dijo un arriero—. Claro que preferiría ser banquero o presidente, pero, cuando se ha vivido tanto como yo, forastero, se sabe que en este mundo uno no se sale siempre con la suya.
Muchas veces el oficio o la ocupación prestaban viveza al habla. En una ocasión un ingeniero estaba contándome cómo había muerto de hambre un compañero de trabajo.
—Pobre Jim —dijo—, cada vez funcionaba más despacio, hasta que un día… ¡se paró en seco!
¡Qué imagen de un obstáculo insalvable para esta cansada máquina humana! A veces se tomaban expresiones prestadas de otra profesión. Una vez surgió una dificultad en el campamento de un topógrafo entre este y un chino.
—Yo que tú —dijo un arriero comprensivo al topógrafo—, sencillamente agarraría al tipo ese y lo teodolitaría bien lejos del campamento.
Otras veces la jerga no era más que un eco de las fórmulas de algún acontecimiento o movimiento popular. En una reunión de campamento en la montaña, un arriero que decía barbaridades a su ganado recibió una reprimenda de una señora, que acababa de volver de la reunión, por decir palabras tan pecaminosas.
—¡Vaya, señorita! —le dijo el arriero, perplejo—. Si eso era blasfemar… ¡tendría que oír a Bill Jones arreando a la terca de su mula!
Pero ¿debemos perdonar al argonauta que convirtiera su jerga en algo permanente sin más ni más, que endosara espuriamente a la posteridad, que podía olvidar las circunstancias extenuantes, nombres como One Horse Gulch, Poker Flat, Greaser Cañón, Fiddletown, Murderer’s Bar y Dead Broke? El mapa de California todavía resulta horrendo con tantos nombres impíos. A un turista podría temblarle el pulso al escribir Dead Broke en el encabezamiento de una carta, y cualquier forastero declinaría una invitación a Murderer’s Bar. Se diría que la sorna de los primeros californianos se complacía en el contraste entre estos nombres y la eufonía española de los anteriores. Afortunadamente, los condados del estado conservan todavía las suaves labiales y las limpias vocales castellanas: Tuolumne, Tulare, Yolo, Calaveras, Sonoma, Tehema, Siskyou y Mendocino, por no mencionar la gloriosa compañía de los apóstoles que bendicen California a perpetuidad gracias al calendario católico español. Sin embargo, allí donde un santo dejó una bendición, vino después un pecador y lo remató con un epíteto. Los extremos se tocan a menudo. En San Francisco, los omnibuses iban de Happy Valley a Misión Dolores. Para ir a Purísima primero había que ir a Blaises. Con todo, creo que estos nombres tan fieramente directos eran preferibles a la falsa elegancia de Copperopolis y Argentinia, a las monstruosidades políglotas de Oroville y Placerville y al notable sentimentalismo de Romeosburgh y Julietstown. A veces, la tendencia nacional a abreviar daba resultados singulares. Jamestown, cerca de Sonora, siempre se llamó Jimtown, y el nombre de Moquelumne Hill, después de sufrir la tortura fonética de que lo escribieran con «k», fue mutilado y troceado y ahora aparece en la diligencia como «Mok Hill». Con algunos nombres es imposible hacer conjeturas. Las diligencias de los pioneros tenían un cambio de posta en un lugar llamado Paradox. ¿Por qué Paradox? Nadie lo sabe.
Me complacería poder decir que el descendiente de españoles corrió mejor suerte que su lengua a manos de los argonautas. Lo llamaban despectivamente «greaser», una reminiscencia pegajosa de la guerra con México que se aplicaba erróneamente al californiano de origen español, que no era mexicano. Por sus venas corría pura sangre castellana. Alguno tenía las tierras que le había adjudicado Carlos I de España. Era un hombre serio, sencillo y confiado. Aceptaba la ironía de los argonautas sinceramente, les permitía instalarse en sus tierras y casarse con sus hijas. Pocos años después se quedó solo y sin tierras, convertido en objeto de risas. Ante semejante situación de extrema necesidad, se alió a la defensiva con algunos de sus perseguidores y se vengó de una forma extraordinaria. Era el testigo perenne en todos los asuntos relacionados con las primeras concesiones de tierras; era el único que tenía memoria de esas cosas, el único testigo legal de la costa. La memoria se le fortaleció, gracias tal vez a la repetición de este ejercicio, hasta convertirse en la más extraordinaria, y su testimonio, en el más completo y demostrativo que haya conocido la humanidad. Recordaba conversaciones, órdenes oficiales y antecedentes de hacía cincuenta años como si hubieran sucedido el día anterior. Presentaba concesiones, diseños, firmas y cartas con prontitud y eficiencia. Hacía evolucionar las pruebas a base de conciencia interior y, en menos de tres años, los títulos de las tierras españolas se perdieron en una confusión inextricable y en una nube de testimonios. Los taimados argonautas maldijeron la destreza de su aprendiz.
Socialmente observaba sus viejas costumbres. Se permitía un fandango con regularidad, tocaba la guitarra y bailaba la zamacueca. Los domingos, después de misa, corrida de toros. Pero el taimado argonauta introdujo cambios en el fandango, cambió la guitarra por el banjo y el aguardiente por el whisky bourbon. Incluso llegó a entrometerse en las corridas de toros, no por motivos morales ni éticos, sino más bien para dar una lección a los toros. En un par de ocasiones lo cambió por un oso que no solo despejó el ruedo inmediatamente, sino que, además, jugando, destrozó las dos primeras filas de asientos. El argonauta aprendió equitación del español y… se escapó con su ganado.
Antes de despedirnos del americano español vale la pena recordar a un personaje concreto. Es el primer pionero conocido de la historia de California. Se acerca a nosotros trabajosamente por una llanura sureña: un viejo débil, demacrado, sin amigos, solo. Sus exhaustos muleros y acólitos han quedado atrás, a una legua, y él ha seguido adelante sin hatillo ni billetero, solamente con un crucifijo y una campana. Es una llanura típica, de esas en las que no suelen adentrarse los turistas: abrasada e inhóspita, barrida por el viento, marchita y recocida hasta los cimientos, y resquebrajada por profundos abismos. Cuando el sol se pone, el viejo avanza a trompicones hasta que cae, completamente rendido. Se queda ahí toda la noche. Por la mañana lo encuentran unos indios, una raza débil, sencilla, que, con rústica bondad, le ofrece comida y bebida. Pero él, antes de aceptar, se incorpora sobre las rodillas y reza maitines y los bautiza en la fe católica. Y después se le ocurre preguntarles dónde se encuentra, y entonces descubre que se ha internado en una tierra desconocida. Era el padre Junípero Serra, y aquella mañana el sol salió sobre una California católica. A juzgar por los baremos usuales del éxito, su misión fue un fracaso. Los infieles le robaban las provisiones y masacraban a sus acólitos. Se dice que a veces los buenos padres también confundían el bautismo con la esclavitud y pusieron los cimientos de la servidumbre; pero en la crónica de los primeros tiempos de California, manchados de sangre, desgarrados y entumecidos, no hay figura más heroica que la del delgado viajero incansable, el pertinaz y abnegado fraile franciscano.
Hasta ahora no he querido elogiar las virtudes de otro personaje característico porque llegó más tarde. El chino pagano no era un argonauta, pero introdujo vida nueva en la del argonauta y un curioso conservadurismo. Callado, tranquilo, casi filosófico, nunca molesto ni agresivo, jamás presumió de sus tres mil años ante los hombres de hoy, jamás molestó con su extensa mitología a unos hombres que ni siquiera creían en un solo Dios. Aceptó enseguida los trabajos serviles con dignidad y amor propio. Lavó la ropa de toda la comunidad e hizo de la limpieza una virtud asequible. Trajo a la cocina novedades y paciencia, trajo silencio, obediencia y cierta inteligencia a toda la esfera del servicio doméstico. Se quedaba detrás de tu asiento en silencio, atento, pero nada comunicativo. Te servía en la mesa con la actitud de quien, sabiéndose superior, no quiere poner su posición en peligro. Adoraba al diablo en tu propia casa abiertamente, con una franqueza que avergonzaba tus propios y débiles intentos secretos de creer en algo. Aunque se ponía tu ropa, hablaba tu idioma e imitaba tus vicios, siempre estaba envuelto en su propia atmósfera celestial. Se relacionaba solo con sus compatriotas, comía sus peculiares provisiones propias, compraba sus cosas en tiendas chinas y, cuando moría, ¡mandaban los huesos a la China!; no dejó pista, rastro ni impronta en la civilización. No reclamó derechos civiles ni franquicia. Se tomaba las acostumbradas palizas con calma, se sometía con tranquilidad a extorsiones escandalosas tanto del Estado como de particulares; soportaba el latrocinio e incluso el asesinato con fortaleza y estoicismo. Tal vez era lo mejor que podía hacer. La civilización cristiana, que declaraba en sus estatutos que el testimonio de un chino no valía; que, en la práctica, daba a entender que un mismo vicio era peor en el caso de un pagano que en el de un cristiano; que consideraba especialmente abominable la fragilidad de la mujer china y una cosa esencialmente perniciosa su afición a las apuestas, al menos le enseñó las virtudes cristianas de la paciencia y la resignación.
¿El chino se igualó a los argonautas cristianos? Me inclino a creer que sí. Incluso puedo afirmarlo en determinados casos. Defraudaba en la aduana de una manera universal y sencilla. Rellenaba de opio las cañas de bambú huecas de las sillas y, sentado en ellas con total calma, conversaba dignamente con los agentes de aduanas. En semejantes ocasiones, la amplitud de las mangas y perneras de su atavío resultaba útil, además de ornamental. Para librarse de pagar impuestos personales adoptaba el nombre y la misma expresión facial que algún hermano celestial que ya los hubiera satisfecho. Adornaba rosales con rosas falsas hechas de zanahoria y nabo, convirtiendo así sus dotes para la agricultura en algo pecaminoso. Aprendía griego y latín con intenciones especulativas, y no escolásticas, y levantaba cincuenta dólares al clérigo californiano mientras le regalaba el oído con palabras homéricas. Aunque tal vez la forma más gloriosa de equilibrar la balanza con la civilización cristiana fue su práctica médica.
Un día el chino abrió consulta en San Francisco. Con la ayuda de algunos colegas espabilados, se anunciaron curas milagrosas a bombo y platillo por toda la región, hasta que la gente empezó a acudir en manada en busca de sus remedios. Había un ejército de inválidos a las puertas de su casa. Dos intérpretes, como ángeles de la antigua leyenda, escuchaban día y noche los males que aquejaban a los que llenaban este templo digno de Higía. Ellos traducían a la lengua común las sabias palabras que pronunciaba el apolíneo oráculo de ojos rasgados. El doctor Lipotai tuvo un éxito clamoroso. Sin embargo, con el tiempo, los médicos chinos proliferaron como setas. Solo hacía falta un cartel con los monosílabos adecuados, una coleta y un intérprete. El pagano sabía que nadie iba a pedir explicaciones. El pagano, en su ignorancia, sabía que nadie se pararía a pensar por qué el conocimiento chino de la medicina podía ser superior al de su homólogo del propio país. Este viejo idólatra degradado sabía que los inteligentes cristianos creerían que se trataba de magia, y por eso acudirían a él. Y así fue. Y les dio té verde para la tuberculosis, jengibre para el aneurisma y humo de incienso chino para la hidropesía. El tratamiento no era nocivo, pero sí tedioso. De pronto, un erudito oriental muy conocido publicó una lista de los remedios más comunes de la medicina china. Lamento decir que no puedo reproducir aquí la desagradable lista por motivos evidentes. Baste decir, no obstante, que causaría los síntomas típicos del mareo a médicos y pacientes. La estrella celeste empezó a eclipsarse inmediatamente. Se acabaron las consultas al oráculo. Las sibilas abandonaron el trípode. Y el doctor Lipotai, con medio millón en el bolsillo, volvió al arroz nativo y a la ingenua sencillez del campamento chino.
Y con la retirada de este personaje, que cierra la procesión, cierro yo mi crónica de los argonautas del 49. Puede que, entre sus filas, el lector reconozca a muchos individualmente. Es posible que hayan quedado huecos que pueda rellenar la memoria de terceros. Existen casas en todo el mundo cuyas habitaciones vacías nunca podrán volver a ocuparse; hay tumbas anónimas por toda California sobre las que nunca llorará nadie. He dicho que no sería un relato bonito. Me gustaría concluirlo con una floritura de trompetas, pero la banda ya se ha ido y el polvo de la carretera me impide verla. Se van a su ciudad marítima, a esa mítica montaña imán que vio Simbad y que llaman Montaña Solitaria. Allí, esperando al pie, puede uno imaginarse la nave Argo en el agua y, cuando haya caído el último argonauta, también ella desplegará sus alas blancas y pasará, inadvertida, por las puertas doradas que se abren en la lejanía.
FIN