
Lo que hizo una sonrisa
Colección Marujita
Más cuentos del autor »Benito era un niño pobre pero muy feliz, que no sabía lo que podía hacer una sonrisa. Así que un día salió a la calle decidido a comprobarlo.
Lo que hizo una sonrisa
El material original pertenece a: Biblioteca Nacional de Maestros
Benito era un niño que jamás había tenido un abrigo en toda su vida. Tan solo en una ocasión pudo gastar una moneda y nunca olvidó tal acontecimiento. No obstante, se consideraba muy feliz, y su madre estaba muy contenta con él.
—Mira, mamá —decía Benito—, por lo que más siento ser pobre, es porque nunca puedo dar nada a nadie. No me es posible hacer un buen regalo a Lucía, nuestra vecinita, el día de Navidad, ni tampoco a Tomás el día de su santo. Y ni siquiera puedo dar una moneda al ciego que hay en la esquina, a pesar de que me gustaría mucho poder hacerlo.
—Pero querido hijo —exclamó su madre sorprendida—. ¿Qué importa que no puedas hacer regalos caros a la gente? Siempre puedes obsequiarles con otras cosas.
—¿Cuáles?
—Por ejemplo, una alegre sonrisa. Si ves a alguien cargado de paquetes, puedes ofrecerle tu ayuda para llevarlos. Por la calle puedes saludar amablemente a todos los conocidos. Fíjate, por ejemplo, en el pobre feo señor Tristón, que vive en la calle inmediata. Nadie le dirige una sonrisa ni una mirada de simpatía y estoy segura de que ha de vivir muy triste y solo, sin un amigo en el mundo.
Benito reflexionó acerca de lo que acababa de decirle su madre. En efecto, tenía mucha razón. A pesar de que no disponía de dinero para comprar regalos destinados a otras personas, podía en cambio repartir sonrisas y amabilidades. Y decidió empezar aquel mismo día.
Por la mañana fue a hacer algunas compras para su madre. Se llevó una red, porque debía comprar patatas. Una vez en la calle buscó con la mirada al viejo señor Tristón; Benito le tenía un poco de miedo, porque aquel personaje poseía unas cejas muy pobladas que sabía fruncir de un modo amenazador.
En efecto, bajando por la calle, vio llegar al señor Tristón, con cara de muy pocos amigos. En cuanto se halló a muy poca distancia de él, Benito se quitó la gorra y le dio cortésmente los buenos días y sonrió. Benito tenía una sonrisa muy simpática que agradaba a todo el mundo.
El señor Tristón se quedó tan sorprendido que ni siquiera se acordó de devolver aquella sonrisa. Se quedó mirando a Benito como si no pudiera creerse lo que veía. El niño continuó su camino, satisfecho de haber sonreído, aunque sintiendo un desengaño, porque el señor Tristón no había correspondido. Ha sido una sonrisa tirada, pensó Benito. Pero no fue así, porque una sonrisa no se pierde nunca. Oíd ahora lo que fue de aquella y os convenceréis.
El señor Tristón continuó su camino, seguía pensando en la sonrisa de Benito, que dio algún calor a su frío y solitario corazón. Al llegar a su casa fue a mirarse al espejo. Vio en él a un viejo de aspecto irritado, sucio, descuidado y triste. ¡Qué aspecto tan desagradable tenía!
A pesar de todo, debe de haber algo agradable en mi aspecto, porque de lo contrario aquel muchacho no me hubiera sonreído, pensó el señor Tristón. Yo, por mi parte siempre me he figurado ser un viejo feo, amargado, malhumorado y colérico, que odiaba a los chiquillos y no tenía un solo amigo en el mundo. ¿Me habré equivocado?. Volvió a mirarse y luego se le ocurrió una idea. Pues no creo ser tan malo como todo eso, murmuró. Si estuviera limpio y bien vestido, si mi traje fuese nuevo y bien hecho, si me cortara el cabello y me afeitara, sería un hombre completamente distinto. Y no hay duda de que este muchacho no me hubiera sonreído si yo fuese tan malo y desagradable como quieren dar a entender.
Valía la pena haber visto aquel día al señor Tristón. Se quitó todas sus viejas prendas y tomó un baño caliente. Volvió a ponerse la ropa vieja y, meneando la cabeza, se dijo: Es imposible limpiar y adecentar eso. Voy a encargar un traje nuevo”.
Salió de casa y, ante todo, entró en la barbería para que lo afeitasen y le cortaran el pelo. Luego se dirigió a casa del señor Costuras, que era el sastre.
—Quisiera un traje nuevo y bonito —dijo—. Algo de colores vivos y alegres. También deseo un sombrero nuevo. ¡Ah, se me olvidaba!, necesito también un abrigo. Hágame el favor de tomarme medidas para todas esas prendas.
El señor Costuras se puso contentísimo. En los últimos tiempos las cosas no le marchaban muy bien y no tenía bastante trabajo. Empezó a tomar las medidas del señor Tristón y le habló alegremente. Y como eran tan pocas las personas que se resolvían a hablar con él, este se puso muy contento al ver que lo hacía el sastre. Por otra parte le pareció muy agradable haber encargado un nuevo traje y pasó un buen rato mientras le tomaban las medidas.
—Mejor será que hagamos dos trajes —dijo de pronto—. Sí, los necesito. Uno de ellos puede ser azul y el otro de color marrón. Además, necesitaré dos sombreros y no uno.
El señor Costuras apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¡Cuánto dinero ganaría aquella semana! Y se dijo que así podría enviar a su sobrino un buen regalo de cumpleaños. Eso era muy agradable.
El señor Tristón salió al fin de la tienda sonriente y contento. En cuanto al señor Costuras, el sastre, se sentó para preparar los nuevos encargos y cortar la tela destinada a los dos trajes.
¿Qué le mandaré a Jaime para su cumpleaños? ¿Un libro? Me expongo a enviarle uno que ya haya leído. ¿Qué le voy a mandar?.
Cortó las mangas de una chaqueta, sin dejar de pensar en aquel asunto. Por fin dio con la solución y, muy satisfecho, pensó: “¡Ya lo tengo! Lo mejor será mandarle el dinero. Cinco monedas. Pero, ¿no será mejor que le envíe siete? Es un buen muchacho y yo le quiero mucho, y como ganaré bastante con esos dos trajes, queda decidido, le enviaré siete monedas”.
Después de haber trabajado largo rato, interrumpió la tarea para comer. Una vez lo hubo hecho, salió y envió el dinero a su sobrino. Hecho esto se volvió a casa muy satisfecho.
¡Cuántas cosas había hecho ya aquella sonrisa! Fue la causa de que el señor Tristón se comprase varias prendas de ropa, dio un alegrón al sastre y le permitió mandar un poco de dinero a su sobrino.
Jaime no esperaba de su tío tan buen regalo para su cumpleaños. En realidad no esperaba cosa alguna porque le constaba que el señor Costuras era pobre y no podía desprenderse de la menor suma. Por otra parte el mismo Jaime no se acordaba del cumpleaños, porque había un asunto que le tenía muy preocupado y triste. Ello era su perrito Leal. Tenía seis meses de edad y era preciso adquirir un permiso. Según el reglamento referente a los perros, no podía circular ninguno por la calle de más de seis meses de edad sin que su dueño hubiese adquirido el necesario permiso. Este se vendía en el pueblo al precio de siete monedas. Y el pobre Jaime no tenía ningún dinero. No había que pensar tampoco que su padre se lo pagara, pues no le era posible. Y el pobre muchacho estaba triste y preocupado, porque quería a Leal con todo su corazón.
—¡Oh, Leal, si no puedo comprar el permiso para ti, cualquier día podrán llevársete! —decía abrazando a su amiguito—. Todos los perros han de tener permiso y tu careces de él. ¿Por qué creces tan deprisa? ¡Y si te llevasen yo tendría un disgusto de muerte!
Leal, muy triste, como si le hubiese comprendido, lamió la mano de su amo. Ignoraba de qué se trataba, pero le causó gran dolor ver llorar a Jaime.
Ya os podéis imaginar cuál fue la alegría del muchacho al ver que se presentaba un correo y que, por orden de su tío, le entregaba siete monedas. ¡Cuánto dinero! ¡Y precisamente aquel era el precio de un permiso para tener perro!
Junto al dinero llegó una carta de su tío que decía:
Querido Jaime: como no sé lo que necesitas o deseas el día de tu cumpleaños, te he mandado algún dinero. Gástatelo en lo que prefieras y se feliz. Tu tío que te quiere, Costuras.
Jaime dio una vuelta, saltando, en torno de la cocina y empuñando al mismo tiempo el dinero. Muy excitado llamó a su padre y a Leal, y este último se puso tan contento al ver la alegría de su amo, que lo acompañó ladrando y saltando a su vez. Aquella misma mañana salieron los dos para adquirir el permiso, y tanto en su viaje de ida como de vuelta ambos corrían y saltaban con el mayor júbilo.
Jaime adquirió, pues, el permiso y luego, acompañado del perro, se dirigió al río con objeto de ir al establecimiento de su tío, a darle las gracias por su magnífico regalo.
Dio la casualidad de que Benito también iba por la orilla del río. Iba a hacer algunas compras para su madre, igual que el día anterior, y el camino del río era el más corto para llegar a la tienda donde se dirigía. Mientras iba corriendo, tropezó con una de las raíces de un árbol y se cayó, con tan mala suerte que empezó a rodar por la orilla hacia el agua, hundiéndose en ella con gran ruido, pero el muchacho, agitando brazos y piernas con el mayor frenesí, asomó la cabeza a la superficie y empezó a pedir socorro con todas sus fuerzas ya que no sabía nadar.
Jaime se acercó al agua, pero alguien se le anticipó. Este fue Leal, el cachorro, que, a pesar de serlo, era ya grande y fuerte. Se dio cuenta de la caída de Benito y oyó su chapoteo al llegar al agua. Y como quería mucho a su joven amo, sentía la mayor simpatía por los muchachos de su edad. Esta fue la razón de que, a su vez, se arrojase al agua con el propósito de salvar al que se hallaba en la corriente.
Sin vacilar un instante saltó al río y empezó a nadar en dirección al punto en el que se hallaba Benito. Con sus fuertes dientes agarró la chaqueta del muchacho y empezó a nadar con él hacia la orilla. En ella esperaban ya algunos curiosos que le ayudaron a sacar al muchacho. Luego ovacionaron al perro, mientras algunos casi lloraban de alegría al ver que Benito se había salvado.
—¡Buen perro, Leal! ¡Buen perro! —exclamó Jaime, muy orgulloso de él—. Tienes muy merecido el permiso que me ha costado siete monedas. ¡Oh, sí!
—¡Es el mejor perro del mundo! —dijo Benito dándole un abrazo—. Me ha salvado la vida. ¡Qué mojado estoy!
—Ven conmigo a casa de mi tío —dijo Jaime—. Vive cerca de aquí y allí podrás secarte. No tengas reparo, porque es un hombre muy bueno.
Benito acompañó a Jaime a casa de su tío Costuras, el sastre. Muy pronto se vio ante un buen fuego, envuelto en una manta, en tanto que el señor Costuras le secaba la ropa, colgándola de unas sillas que expuso al calor de las llamas.
Mientras hablaban los tres, se presentó el señor Tristón con objeto de enterarse de cómo andaba la confección de sus trajes. Como advirtió la agitación que reinaba en la casa, preguntó la causa de ella y le explicaron lo ocurrido. Manifestó interés por ver al muchacho salvado y en cuanto estuvo en la cocina se quedó muy sorprendido reconociendo a Benito, que aún continuaba ante el fuego envuelto en la manta.
—¡Caramba! Es el amable muchacho que me sonrió ayer. Bueno, bueno. No te puedes imaginar el bien que me hizo tu sonrisa, muchacho. Hizo que me sintiera tan bueno, que acabé viniendo aquí para encargar algunas prendas de ropa. ¿No es así, señor Costuras?
—Sin duda, señor —contestó el sastre—. Y el encargo de usted me alegró muchísimo, porque andaba algo escaso de trabajo. Además esos trajes me permitieron mandar a mi sobrino un regalo de cumpleaños. ¿Has recibido el dinero, Jaime?
—Oh, sí, tío —exclamó el muchacho, dándole un abrazo—. A causa de lo ocurrido había olvidado darte las gracias, pero ahora tengo mucho placer en manifestarte mi agradecimiento.
—¿Y en qué vas a gastarte ese dinero? —preguntó su tío.
—Ya lo he gastado. He adquirido un permiso para poder tener a Leal. Precisamente veníamos del pueblo cuando vimos que Benito se caía al río. Entonces Leal se arrojó al agua y lo salvó.
De pronto todos guardaron silencio, pues cada uno se sumió en sus propias reflexiones. Benito pensaba en el maravilloso encadenamiento de los sucesos y luego habló diciendo:
—Me ha salvado mi propia sonrisa. Si yo no hubiese sonreído ayer al señor Tristón, este habría continuado tan malhumorado como siempre, y no hubiera sentido el deseo de encargar nueva ropa. Sin este encargo, el señor Costuras no habría tenido el dinero suficiente para hacer un regalo a Jaime. Y si este no hubiese recibido las siete monedas, no le habría sido posible adquirir el permiso para tener a Leal y, por consiguiente, el perro no habría podido salir a la calle, así, cuando yo me caí al río, ni Jaime ni su perro Leal me hubiesen visto y es posible que yo me hubiera ahogado. Por consiguiente, mi sonrisa, la que mi madre me recomendó dirigir a todo el mundo, ha sido la causa de mi propia salvación.
—¡Esto es maravilloso! —exclamó el señor Tristón—. ¿Quién hubiese creído que una sonrisa era capaz de hacer todo eso?
—¡Y yo que me figuré haber desperdiciado inútilmente una sonrisa!—exclamó Benito—. Pero no fue así. Mamá asegura que las sonrisas y las palabras bondadosas no se pierden nunca, y ahora veo que tiene razón.
Bueno, ¿qué os parece? No creáis que aquí acaba el efecto de aquella sonrisa, ni muchísimo menos. Por su causa, Jaime, Benito y Leal se hicieron grandes amigos. El señor Costuras, el sastre, hizo tan hermosos trajes para el señor Tristón que, gracias a ellos, alcanzó gran fama y tuvo que ampliar su establecimiento. En cuanto al señor Tristón, era otro hombre. En adelante se mostró bondadoso, lleno de generosidad, cordial y comprensivo, de modo que cuando lo encontraba algún muchacho, se alegraba de tal suceso, porque el señor Tristón ya no los miraba con ceño, sino amable y sonriente.
Y todo ello se debió a una sonrisa.
FIN