
Las Linares
José Rafael Pocaterra
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Las Linares
I
… Las Linares son cuatro. Se casó la segunda; acaso la de mejor físico. Y no es bonita ni mucho menos: unos ojos grandes un poco saltones, la boca grande también y coincidiendo con los ojos. ¡Pero las cejas…! Las cejas de todas ellas que son dos bigotes invertidos, dos montones de pelos negros y ríspidos, en arco de treinta y seis grados hacia las sienes donde el cabello lacio, acastañado, encuadra la fisonomía inexpresiva que caracteriza a la familia. Las otras tres hermanas, más o menos así mismo: a una la desmejora la nariz arremangada, a otra el corte del rostro en ángulo recto, y a la menor todo esto junto y además el desconcierto que causa aquella criatura tan raquítica, tan menguada, tan hecha a retazos, con un vozarrón que pone pavor en el ánimo… Todas, pues, así: ni gordas ni magras, a pesar de la anemia; caminan como escoradas a la izquierda; paseando dan la impresión de que huyen, de que tratan de escapar restregándose con la pared, como perros castigados.
Pero sobre todo ¡aquellas cejas! La misma Juanita Ponce que no se ocupa en mal de nadie, pagando visita a las Pérez Ricaurte, no pudo disimularlo:
—Mamá está muy contenta con este vecindario; es gente muy buena: ustedes, las Lopecitos, el señor Anchoa Castrillo, todas… ¡Y esas mismas muchachas Linares, las pobres, a pesar de las cejas, son muy simpáticas!
Es una pesadilla. En las tiendas, en el tranvía, en las tertulias, en el cine, para dar su dirección: «las muchachas cejonas», «las de las cejas», «las cejudas», «casa de las que tienen el bigote en la frente…» un horror, en fin.
La que logró casarse, la segunda, lo hizo con un muchacho histérico que fue cantor en el coro de Santa Rosalía, pero que en ciertas épocas pierde el juicio se sale desnudo dando vivas a la Divina Providencia; ha perdido la voz y pasa los días haciendo jaulas que manda a vender al mercado. Una vida triste, pero humilde. Sin embargo, la familia de este infeliz aprobó su matrimonio con una salvedad:
—Sí, ella será muy buena y todo, pero ¡qué cejas!
Las otras tres, peludas y tristes, a la edad en que las mujeres más fatalistas no sueñan con doblar sin compañero el cabo de Buena Esperanza, ya han adquirido esa filosofía cínica de las solteronas que «no enganchan».
Nadie, o casi nadie, va a casa de ellas; en cambio ellas visitan mucho; andan a tiendas; cosen la «canastilla del Niño», recogen para la «Liga contra el mocezuelo». Sus trajes siempre parecidos, adornados de lacitos coloridos, apestando a un perfume barato. Se les ve en toda suerte de obras pías, o admirando un incendio, o acompañando un duelo; donde haya fiesta o están dentro o están por la ventana, pero están, dan nombres propios, detalles, saludan, conocen a todo el mundo: «ésa es Laura Elena, la señora de Fokterre; el otro debe ser el musió que se casa con una de las Palustre y vino esta mañana de La Guaira. ¿Cuándo le bajarán la falda a la hija del doctor Perozo? ¡Y es una indecencia ese mujerón con las piernas de fuera!».
Pero no se casan. Y no es porque tengan mayores ambiciones; no señor; pueden decir sentimentalmente al elegido: contigo pan y cebollas, contigo debajo de un cují.
Bueno, mentalmente añadirán, debajo de un cují pero con teléfono y luz eléctrica y cinco pesos diarios, más los alfileres…
¡Pobres!
El único hermano con quien cuentan, César Augusto, es escribiente en la Dirección de un Ministerio con setenta y cinco pesos de sueldo. De ellos se viste, tiene novia, parrandea, da el calzado a las tres hermanas y «ayuda» en la casa. La hermana casada, cuando va a tener niño, se traslada para el hogar común, y él, naturalmente, contribuye a recibir de un modo digno al nuevo cojudo. Ya ha recibido cinco; todos escrofulosos, pero con las cejas desarrolladísimas. La familia observó enternecida que el penúltimo —se aguarda un nuevo ejemplar de un momento a otro — las tenía rizadas. Al fin y al cabo es una mejora en la especie…
Bueno. Éstas son las Linares. La casada se llama Andrea y las otras, como casi todos los seres desgraciados, poseen lindos nombres: Carmen Margarita, Luisa Helena, Berta Isabel…
II
El que refería, sin turbarse, esperó para decir al final del chaparrón de bromas con que fue acogida su desairada historia:
—Como ustedes quieran; pero es así… la primera parte. La segunda voy a referirla.
Todos gritaron protestando:
—No, no, no.
—¡Se suspende la sesión!
—¡No hay derecho a palabra!
—¡Es horrible!
—¡Piedad!
—¡Asesino!
—¡Troglodita!
—¡Hay alevosía, ensañamiento, lata!
Pestañeó tras los lentes, arrojó una bocanada de humo sobre nosotros y volvió a sonreír: —La segunda parte… —dijo.
—¡Que no!
—¡Oigan, oigan, es triste! y además, es divertida. Es estúpida, seguramente.
Dominando la última frase, impuso el resto:
—Sí, es estúpida desde cierto punto de vista… Un día, Carmen Margarita tuvo novio…
—¡Despatarrante!
—¡El cuento se hace trágico!
—¡Hoffman!
—¡Edgar Poe!
—… tuvo novio —repitió— tuvo por novio a un amigo nuestro que está aquí en este momento…
—¡El nombre de ese miserable, decidlo! —exclamó uno en estilo Pérez Escrich.
—El nombre —repuso— el nombre no es del caso… Mi amigo se asomó a aquellas vidas oscuras y maltratadas, espió detrás de aquellos ojos saltones, nostálgicos…
Bajo aquellas cejas siniestras —interrumpió otro.
—Sí, bajo aquellas cejas siniestras, en el fondo de los ojos, vio el alma…
Se enamoró de pronto como un loco… Ustedes no saben esto porque ustedes no han amado: la vanidad, la crítica superficial de las cosas, la mirada que ve las formas recortadas y no los matices de la expresión… ustedes no saben esto, no pueden comprenderlo; ustedes, burlones, inteligentes, tontos ven pero no miran… Mi amigo que vale tanto como el que más de ustedes, se enamoró como un loco; y lo que era cursi y triste y casi cómico, de una comicidad dolorosa, se fue engrandeciendo en su mente primero que a sus ojos: es el alma de las mujeres feas, el alma supremamente virgen que nadie ha turbado, el corazón de la mujer íntegra que, precioso e intacto, guarda sus ternuras para una hora única, cuando el amor llama a la puerta, cuando Él despierta, cuando asoma a los ojos de las feas, por ante las cuales pasamos siempre distraídos o burlones, esos ojos que no han reflejado otros amores; y arrebola la emoción que siente una cara nunca besada, y estremece el cuerpo nunca tocado… Entonces es que un hombre posee, realmente, lo que otro jamás deseó, lo que es de él no más, de él sólo, sobre la tierra… ¡Y piensen ustedes con qué lealtad furiosa, con qué suprema angustia de amor no ama una mujer fea!
Yo por eso me caso dentro de quince o veinte días con Carmen Margarita, con la mayor de las «cejudas», como ustedes las llaman… Esta comida es mi despedida de soltero… ¡Ya lo saben ustedes…!
III
Y, verdaderamente, yo no sé si porque habíamos cenado fuerte y ese vino francés «alambrado» es proclive a ponerle a uno sentimental, o porque al salir a la calle fría y desierta, bajo lo inesperado de aquella confesión, estábamos turbados; pero todos sentimos una vaga nostalgia de ser así como él, tan valientes para echar sobre lo ridículo de la existencia un noble manto de sinceridad.
FIN