Las aventuras subterráneas de Alicia

Las aventuras subterráneas de Alicia

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Cuento original de Carroll para Alice Liddell que narra sus aventuras, antes de convertirse en Alicia en el país de las maravillas

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Las aventuras subterráneas de Alicia

CAPÍTULO 1

Alicia estaba empezando a cansarse de estar sentada junto a su hermana en la ribera, y de no tener nada que hacer: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni conversaciones por dentro, y ¿de qué sirve un libro, pensó Alicia, sin dibujos o conversaciones? Así que andaba dándole vueltas a la cabeza (lo mejor que podía, porque el día de calor le hacía sentirse muy adormilada y aturdida), si el gusto de hacer una cadena de margaritas merecía la molestia de levantarse y ponerse a coger las margaritas, cuando un conejo blanco con ojos rosados pasó corriendo junto a ella.

No había en eso nada muy especial, ni realmente Alicia consideró tan fuera de lugar, oír al conejo decirse a sí mismo «¡Dios, Dios! ¡Llegaré demasiado tarde!» (cuando más adelante lo pensó se le ocurrió que debería haberse asombrado de ello, pero por el momento todo parecía perfectamente natural); pero cuando el conejo de hecho se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró, y entonces apresuró el paso, Alicia arrancó de un salto, porque como un relámpago le cruzó por la cabeza que nunca antes había visto un conejo o con bolsillo de chaleco o con reloj que sacar de él, y, llena de curiosidad, se apresuró por el campo tras él, y llegó justo a tiempo de verlo bajar disparado por una gran madriguera bajo el seto. En un instante allá se fue Alicia tras él, sin detenerse a pensar ni una sola vez cómo materialmente iba a poder salir de nuevo.

La madriguera seguía recta como un túnel un cierto trecho, y luego se hundía de repente, tan de repente, que Alicia no tuvo ni un instante para pensar en detenerse, antes de encontrarse cayendo por lo que parecía ser un profundo pozo. O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio, porque tuvo tiempo de sobra conforme bajaba de mirar a su alrededor, y de preguntarse qué pasaría después. Primero, intentó mirar hacia abajo y hacerse una idea de qué era a lo que estaba yendo a parar, pero estaba demasiado oscuro para ver nada: entonces, miró a los lados del pozo y advirtió que estaban llenos de alacenas y estanterías: aquí y allá había mapas y cuadros colgando de alcayatas. Al pasar bajó un tarro de uno de los estantes: llevaba una etiqueta que ponía «Mermelada de Naranja», pero ante su gran decepción estaba vacío: no quería dejar caer el tarro, por temor de matar a alguien de abajo, así que se las arregló para colocarlo dentro de una de las alacenas al pasar cayendo por su lado.

«¡Bueno!» pensó Alicia para sí, «¡después de una caída como ésta, me parecerá nada rodar escaleras abajo! ¡Qué valiente les voy a parecer a todos en casa! ¡Cómo que no diría ni una sola palabra, aunque me cayera desde el tejado!» (lo que era de lo más verosímil).

Abajo, abajo, abajo. ¿No iría nunca la caída a tener fin? «Me gustaría saber cuántas millas he caído ya por el momento» dijo en voz alta, «debo estar llegando a algún lugar cerca del centro de la tierra. Vamos a ver: eso sería cuatro mil millas hacia abajo, me parece» (pues se ve que Alicia había aprendido varias cosas de este tipo en las lecciones de su escuela, y aunque éste no fuera un momento muy oportuno de demostrar sus conocimientos, pues no había nadie que la oyera, era sin embargo una buena práctica el repasarlos), «sí, esa es la distancia correcta, pero entonces ¿dentro de qué Longitud o Latitud estaré?» (Alicia no tenía ni idea de lo que era la Longitud, ni tampoco la Latitud, pero pensó que eran unas palabras bien imponentes que decir).

Enseguida empezó otra vez: «¡Me gustaría saber si caeré exactamente atravesando la tierra! ¡Qué divertido será salir entre la gente que camina con la cabeza para abajo! Pero tendré que preguntarles cuál es el nombre del país, ya sabes. Por favor, Señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?», e intentó hacer una reverencia mientras hablaba (¡estrafalaria reverencia cuando estás cayendo por el aire! ¿crees que podrías arreglártelas?) «¡y qué niña más ignorante pensará que soy por preguntárselo! No, nunca conviene preguntar: ya lo veré escrito por algún lado».

Abajo, abajo, abajo: no había nada más que hacer, así que Alicia empezó pronto a hablar otra vez. «¡Dina me echará mucho de menos esta noche, debo pensar!» (Dina era el gato). «¡Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té! ¡Oh, querida Dina, cómo me gustaría tenerte aquí! No hay ratones en el aire, me temo, pero podrías cazar un murciélago, y eso es muy parecido a un ratón, ya sabes, querida. Pero ¿comen murciélagos los gatos, me pregunto?». Y aquí Alicia empezó a adormilarse, y siguió diciéndose, así como soñando, «¿comen murciélagos los gatos? ¿comen murciélagos los gatos?» y a veces, «¿comen los murciélagos gatos?» pues, como no podía responder a cualquiera de las dos preguntas, poco importaba la manera de plantearlo. Sintió que estaba dormitando, y acababa de empezar a soñar que iba paseando de la mano de Dina, e iba diciéndole muy seriamente, «Ahora, Dina, querida, dime la verdad. ¿Te has comido alguna vez un murciélago?» cuando de repente, ¡bam! ¡bam! allá que vino a parar sobre un montón de astillas y virutas, y la caída había terminado.

Alicia no se había hecho ni pizca de daño, y se puso directamente en pie de un brinco: miró hacia arriba, pero estaba todo completamente oscuro; delante de ella había otro largo pasadizo, y el conejo blanco aún estaba a la vista, bajándolo apresuradamente. No había un instante que perder: allá se fue Alicia como el viento, y justo le oyó decir, al doblar una esquina, «¡por mis orejas y bigotes, qué tarde se está haciendo!». Ella dobló la esquina tras él, y al momento se encontró en un largo y bajo salón, iluminado por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

Había puertas por todos lados del salón, pero todas estaban cerradas, y cuando Alicia lo hubo recorrido todo, y hubo probado con todas, anduvo tristemente por el medio, preguntándose cómo iba alguna vez a poder salir de nuevo: de repente se encontró frente a una mesita de tres patas, toda ella de cristal; no había nada descansando sobre ella, salvo una diminuta llave dorada, y la primera idea de Alicia fue que podría pertenecer a una de las puertas del salón, pero ¡ay! o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave demasiado pequeña, pero en cualquier caso no abriría ninguna de ellas. Sin embargo, a la segunda intentona, dio con una cortina baja, tras la cual había una puerta de unas dieciocho pulgadas de altura: probó la llavecita en el ojo de la cerradura, ¡y encajaba! Alicia abrió la puerta, y miró por abajo a través de un pequeño pasadizo, no mayor que una ratonera, al más encantador jardín que hayas visto jamás. Cómo anhelaba salir de aquel salón sombrío, y deambular por entre aquellos lechos de brillantes flores y aquellas deliciosas fuentes, pero no podía ni sacar tan siquiera la cabeza por el hueco de la puerta, «e incluso si me pasara la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de bien poco me serviría sin los hombros. ¡Oh, cómo quisiera poderme plegar como un telescopio! Creo que podría, tan sólo si supiera cómo empezar». Porque, ya ves, tantas cosas fuera-de-lugar habían ocurrido últimamente, que Alicia empezaba a pensar que muy pocas cosas en verdad eran realmente imposibles.

No había nada más que hacer, así que volvió hacia la mesa, medio esperando que pudiera encontrar en ella otra llave, o, en cualquier caso un libro de reglas para plegar a la gente como telescopios: esta vez había en ella un frasquito —«que desde luego no estaba ahí antes», dijo Alicia— y atada alrededor del cuello del frasco había una etiqueta de papel con la palabra BÉBEME hermosamente impresa en ella con letras grandes.

Bien estaba eso de decir «bébeme», «pero yo miraré primero», dijo la prudente pequeña Alicia, «a ver si en el frasco pone “veneno” o no», pues Alicia había leído varias preciosas historias de niños que acabaron quemados, y comidos por bestias feroces, y otras cosas desagradables, porque no habían querido acordarse de las sencillas reglas que sus amigos les habían dado, tales como, que si te metes en el fuego, te quemará, y que si te cortas el dedo muy profundamente con un cuchillo, generalmente sangra, y ella nunca había olvidado que, si te bebes un frasco que pone «veneno», es casi seguro que te sentará mal, tarde o temprano.

Sin embargo, este frasco no ponía veneno, así que Alicia lo probó, y encontrándolo muy rico (tenía, de hecho, una especie de sabor mezcla de pastel de cerezas, natillas, piña, pavo asado, caramelo y tostada caliente con mantequilla), muy pronto acabó con él.

«¡Qué sensación más curiosa!», dijo Alicia. «Me debo estar plegando como un telescopio».

Así era en efecto: tenía ahora tan sólo diez pulgadas de altura, y su rostro resplandecía al ocurrírsele que tenía ahora el tamaño exacto para cruzar por la pequeña puerta hasta aquel jardín encantador. Primero, sin embargo, esperó unos minutos para ver si iba a encoger algo más: se sintió un poco nerviosa por esto, «porque podría terminar, ya sabes», se dijo Alicia para sí, «yéndome completamente, como una vela, y como qué cosa sería yo entonces, me pregunto», e intentó imaginarse como qué es la llama de una vela después de que la vela se apaga, porque no podía recordar haber visto nunca una. Sin embargo, nada más pasó, así que se decidió por entrar al jardín de una vez, pero ¡ay de la pobre Alicia! cuando llegó a la puerta, encontró que había olvidado la llavecita dorada, y cuando volvió a la mesa por la llave, encontró que no podía de ninguna manera alcanzarla: podía verla perfectamente a través del cristal, e intentó por todos los medios trepar por una de las patas de la mesa, pero estaba demasiado resbaladiza, y cuando ya se había quedado agotada en los intentos, la pobre cosita se sentó y lloró.

«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar!», se dijo Alicia a sí misma con cierta brusquedad, «¡te aconsejo dejarlo inmediatamente!» (se daba generalmente a sí misma muy buenos consejos, y a veces se reñía tan severamente que se le saltaban las lágrimas, y una vez recordaba haberse dado unos cachetes por haber sido poco amable consigo misma durante una partida de croquet que estaba jugando consigo misma, porque esta curiosa niña era muy aficionada a aparentar que era dos personas), «pero ahora es inútil», pensó la pobre Alicia, «¡aparentar ser dos personas! ¡Cómo que apenas ha quedado de mí lo bastante para hacer una persona respetable!».

Pronto cayeron sus ojos sobre una cajita de ébano que descansaba bajo la mesa: la abrió, y encontró dentro un pastel muy pequeñito, en el que descansaba una tarjeta con la palabra CÓMEME hermosamente impresa en ella con letras grandes. «Comeré», dijo Alicia, «y si me hace más grande, puedo alcanzar la llave, y si me hace más pequeña, puedo deslizarme por debajo de la puerta, así que de una u otra manera entraré en el jardín, y no me importa por cuál de las dos ocurra».

Comió un poquito, y se dijo con ansiedad «¿cuál de las dos?, ¿cuál de las dos?», y se puso la mano en lo alto de la cabeza para sentir de cuál de las dos maneras estaba volviéndose, y mucho se sorprendió al encontrar que seguía del mismo tamaño: es cierto que esto es lo que generalmente ocurre cuando uno come pastel, pero Alicia se había hecho a no esperar que ocurrieran sino cosas fuera-de-lugar, y parecía completamente bobo y estúpido que las cosas siguieran el curso ordinario. Así que puso manos a la obra, y muy pronto acabó con el pastel.

«¡Más que curioso y más que curioso!», gritó Alicia (estaba tan sorprendida que casi olvidó hablar correctamente el inglés), «¡ahora me estoy desplegando como el mayor telescopio que hubo jamás! ¡Adiós, pies!» (porque cuando se miró abajo a los pies, parecían casi perdidos de vista, tan lejos estaban quedando), «¡oh, pobres piececitos míos, me gustaría saber quién os va a poner ahora los zapatos y las medias, queridos! ¡Seguro que yo no puedo! Yo estaré demasiado lejísimos para molestarme por vosotros: debéis arreglároslas lo mejor que podáis, pero debo ser amable con ellos», pensó Alicia, «¡o de lo contrario no caminarán por donde yo quiera ir! Vamos a ver: Les regalaré un par de botas nuevas todas las Navidades».

Y siguió haciendo planes de cómo se las arreglaría: «Deberán ir por correo», pensó, «¡y qué divertido parecerá, mandar regalos a sus propios pies! ¡Y qué extravagantes se verán las direcciones!

SR. PIE DERECHO DE ALICIA

LA ALFOMBRA

con CARIÑO DE ALICIA.

¡Oh Dios! ¡Cuánto sinsentido estoy hablando!».

Justo en este instante, se dio con la cabeza contra el techo del salón: de hecho, ahora tenía bastante más de nueve pies de altura, y cogió de una vez la llavecita dorada, y corrió hacia la puerta del jardín.

¡Pobre Alicia!, fue todo lo que pudo hacer, echarse de lado, y mirar al jardín con un ojo, pero conseguir atravesar era más imposible que nunca: se sentó y volvió a llorar.

«Deberías avergonzarte de ti misma», dijo Alicia, «una chica grande como tú» (bien podía ella decir esto), «¡llorar de esta manera! ¡Detente de inmediato, te digo!». Pero seguía llorando exactamente lo mismo, vertiendo galones de lágrimas, hasta que se formó un gran charco, de unas cuatro pulgadas de profundidad, a su alrededor, y que llegaba hasta medio camino cruzando el salón.

Después de un rato, oyó un ligero golpeteo de pisadas en la distancia, y se secó los ojos para ver lo que venía. Era el conejo blanco volviendo de nuevo, espléndidamente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano, y un ramillete en la otra. Alicia estaba dispuesta a pedir ayuda de cualquiera, tan desesperada se sentía, y al pasar el conejo por su lado, dijo, en una baja, tímida voz, «Por favor, Señor». El conejo se sobresaltó violentamente, miró una vez hacia el techo del salón, desde donde parecía venir la voz, y entonces dejó caer el ramillete y los guantes blancos de cabritilla, y salió disparado hacia la oscuridad tan a prisa como pudo.

Alicia cogió el ramillete y los guantes, y encontró el ramillete tan delicioso que se quedó oliéndolo todo el tiempo que siguió hablándose a sí misma. «¡Dios, dios! ¡Qué raro es todo hoy!, y ayer todo ocurría justo como de costumbre. Me pregunto si me habrán cambiado por la noche. Vamos a pensar: ¿era yo la misma cuando me levanté esta mañana? Creo recordar sensaciones más bien diferentes. Pero si yo no soy la misma, ¿quién soy yo realmente? ¡Ah, éste es el gran misterio!». Y empezó a pensar en todos los niños que conocía de su misma edad, para ver si podía haber sido cambiada por alguno de ellos.

«Estoy segura de que no soy Gertrudis», dijo, «porque su cabello hace unos tirabuzones bien largos, y el mío no hace tirabuzones ningunos, y estoy segura de que no puedo ser Florence, porque sé todo tipo de cosas, y ella, ¡oh!, ¡ella sabe tan poquitas! Además, ella es ella, y yo soy yo, y ¡oh Dios!, ¡qué enrevesado es todo esto! Probaré a ver si sé todas las cosas que solía saber. Vamos a ver: cuatro por cinco son doce, y cuatro por seis son trece, y cuatro por siete son catorce. ¡Oh Dios! ¡Nunca llegaré a veinte a este paso! Pero la Tabla de Multiplicar no significa nada, probemos con la Geografía. Londres es la capital de Francia, y Roma es la capital de Yorkshire y París, ¡oh Dios! ¡Eso está todo mal, estoy segura! ¡Debo haber sido cambiada por Florence! Probaré a decir “Cómo el pequeño”», y cruzó las manos sobre el regazo, y empezó, pero la voz le sonaba ronca y extraña, y las palabras no sonaban de la forma en que solían:

«Cómo el pequeño cocodrilo

Aprovecha su brillante cola,

Y derrama las aguas del Nilo

¡En cada escama dorada!

¡Qué alegre que enseña los dientes!

¡Qué limpio abriendo las garras!

¡Y recibe con gusto a los pececillos

Con las fauces sonriendo dulcemente!».

«Estoy segura de que ésas no son las palabras exactas», dijo la pobre Alicia, y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar: «Debo ser Florence después de todo, y tendré que irme a vivir a esa casucha, y no tener casi nada con que jugar, y ¡oh, siempre tantas lecciones que aprender! ¡No! ¡Lo tengo decidido: si yo soy Florence, me quedaré aquí abajo! De nada servirá que asomen para abajo la cabeza y digan “¡sube, querida!”. Tan sólo miraré para arriba y diré: ¿Quién soy yo, entonces? Contestadme eso primero, y luego, si me gusta ser esa persona, subiré: si no, me quedaré aquí abajo hasta que sea otra distinta, pero ¡oh Dios!», sollozó Alicia en un repentino estallido de lágrimas, «¡ya quisiera yo que asomaran para abajo la cabeza! ¡Estoy tan cansada de estar aquí completamente sola!».

Al decir esto, se miró a las manos, y quedó sorprendida al encontrar que se había puesto uno de los guantecitos del conejo mientras estuvo hablando. «¿Cómo he podido hacer eso?», pensó, «debo estar volviéndome pequeña otra vez». Se levantó y se fue hacia la mesa para medirse por ella, y encontró que, por lo que podía calcular, tenía ahora unos dos pies de altura, y seguía encogiendo rápidamente: pronto descubrió que la causa de ello era el ramillete que tenía en la mano: lo soltó precipitadamente, justo a tiempo de librarse de ir encogiéndose del todo, y encontró que tenía ahora tan sólo tres pulgadas.

«¡Ahora al jardín!», gritó Alicia, mientras volvía corriendo a la puertecita, pero la puertecita estaba cerrada de nuevo, y la llavecita de oro estaba descansando sobre la mesa de cristal como antes, y «¡las cosas están peor que nunca!», pensó la pobre chiquilla, «¡porque nunca fui antes tan pequeña, nunca! Y yo declaro que esto es horrible, ¡lo es!». En este instante se le resbaló un pie, y ¡chap! estaba de agua salada hasta la barbilla. Su primera idea fue que se había caído al mar: entonces se acordó de que estaba bajo tierra, y pronto se dio cuenta de que era el charco de lágrimas que había derramado cuando tenía nueve pies de altura. «¡Me gustaría no haber llorado tanto!», dijo Alicia, mientras nadaba por aquí y por allá, tratando de encontrar la manera de salir. «Me castigarán ahora, supongo, por ahogarme en mis propias lágrimas. ¡Bueno! Eso es algo bien raro, seguro que sí. Sin embargo, todo es raro hoy». Muy pronto vio algo chapoteando por aquí y por allá en el charco cerca de ella: al principio pensó que debía ser una morsa o un hipopótamo, pero entonces se acordó de lo pequeña que ella misma era, y pronto se dio cuenta de que era tan sólo un ratón, que había resbalado como ella.

«¿Serviría ahora de algo», pensó Alicia, «hablar con este ratón? El conejo es algo totalmente fuera-de-lugar, sin duda, y eso mismo he sido yo, desde que caí aquí abajo, pero ésa no es una razón para que el ratón no fuera capaz de hablar. Pienso que puedo buenamente probar».

Así que se arrancó: «Oh Ratón, ¿sabes cómo salir de este charco? Estoy muy cansada de nadar por aquí, oh Ratón». El ratón la miró más bien con cierta curiosidad, y a ella le pareció que le guiñaba uno de sus ojillos, pero nada dijo.

«Quizá no entiende inglés», pensó Alicia; «me atrevería a decir que es un ratón francés, llegado con Guillermo el Conquistador» (porque, con todos sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una noción muy clara de cuánto tiempo hacía que algo había ocurrido), así que empezó de nuevo: «Où est ma chatte?», que era la primera frase sacada de su libro de clase de francés. El ratón dio un salto repentino en el charco, y pareció estremecerse de espanto: «¡Oh, le ruego me perdone!», gritó Alicia enseguida, temiendo haber herido los sentimientos del pobre animal, «se me olvidó por completo que no le gustan los gatos».

«¡No gustarme los gatos!», gritó el ratón, con una voz estridente y apasionada, «¿te gustarían a ti los gatos si tú fueras yo?».

«Bueno, quizá no», dijo Alicia con acento consolador, «no te enfades por eso. Pero con todo me gustaría poder enseñarte nuestra gata Dina: creo que llegarías a aficionarte a los gatos tan sólo si pudieras verla. Es algo tan lindo y silencioso», dijo Alicia, un tanto para sí, mientras nadaba perezosamente por el charco, «se echa tan graciosa ronroneando junto al fuego, lamiéndose las garras y lavándose la cara: y es algo tan dulce y suave para mecer, y es tan magnífica cazando ratones. ¡Oh! ¡Le ruego me perdone!», gritó la pobre Alicia de nuevo, porque esta vez el ratón estaba todo erizado, y le pareció con toda seguridad que estaba realmente ofendido, «¿le he ofendido?».

«¡Ciertamente ofendido!», gritó el ratón, que parecía estar positivamente temblando de rabia, «¡nuestra familia siempre odió a los gatos! ¡Sucias, bajas, vulgares criaturas! ¡No me hables de ellos en adelante!».

«¡Ciertamente que no!», dijo Alicia, con mucha prisa por cambiar de conversación, «¿eres aficionado a los perros?». El ratón no respondió, así que Alicia prosiguió con ilusión: «¡Hay cerca de casa un perrito tan bonito que me gustaría enseñártelo! Un pequeño terrier de ojos brillantes, ya sabes, con ¡oh, un pelo marrón tan largo y rizado! Y recoge las cosas cuando las tiras lejos, y se pone derecho para pedir la cena, y todo tipo de cosas —no puedo acordarme ni de la mitad— y pertenece a un granjero, y él dice que mata todas las ratas y ¡oh Dios!», dijo Alicia tristemente, «¡me temo que le he ofendido otra vez!», porque el ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas, y provocando una verdadera conmoción en el charco al marchar.

Así que lo llamó dulcemente: «¡Ratón querido! Anda, vuelve otra vez, y ya no hablaremos más de gatos y perros, si no te gustan». Cuando el ratón oyó esto, dio la vuelta y volvió nadando lentamente hacia ella: su rostro estaba completamente pálido (de cólera, pensó Alicia), y dijo en voz baja y temblorosa, «vamos a la orilla, y luego te contaré mi historia, y entenderás por qué es que odio a gatos y perros».

Ya era hora de marchar, porque el charco se estaba llenando por completo de pájaros y animales que habían caído dentro. Había un Pato y un Dodó, un Loro y un Aguilucho, y otras varias curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha, y todo el grupo nadó hacia la orilla.

CAPÍTULO 2

Era ciertamente un grupo de curioso aspecto el que se había congregado en la orilla —los pájaros con las plumas apelmazadas, los animales con el pelo pegado al cuerpo— todos chorreando, malhumorados e incómodos. La primera cuestión de procedimiento era, cómo secarse: hicieron una consulta al respecto, y Alicia apenas se sintió en absoluto sorprendida de encontrarse charlando familiarmente con los pájaros, como si los conociera de toda la vida. Ciertamente, mantuvo una discusión bien larga con el Loro, quien al final se dio la vuelta enfurruñado, y sólo quiso decir «soy mayor que tú, y debo saberlo mejor», y esto no lo admitiría Alicia sin enterarse qué edad tenía el Loro, y como el Loro rehusaba terminantemente decir su edad, no había nada más que decir.

Por último el ratón, que parecía tener alguna autoridad entre ellos, exclamó: «¡Sentaos todos y atendedme! ¡Pronto os tendré más que secos!». Se sentaron todos de una vez, tiritando, en un gran círculo, Alicia en el centro, con los ojos ansiosamente fijos en el ratón, porque se sentía segura de coger un mal resfriado si no se secaba muy pronto.

«¡Ejem!», dijo el ratón, con aire de importancia. «¿Estáis todos preparados? Esto es lo más seco que conozco. ¡Silencio por todas partes, si me hacen el favor!».

«Guillermo el Conquistador, cuya causa fue apoyada por el papa, fue pronto acatado por los ingleses, que serían caudillos, y habían sufrido en los últimos tiempos no pocas usurpaciones y conquistas. Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Nortumbria…».

«¡Uf!», dijo el Loro con un tiritón.

«¿Perdón?», dijo el ratón, frunciendo el entrecejo, pero con mucha corrección, «¿dijo usted algo?».

«¡Yo no!», dijo el Loro enseguida.

«Creí que sí», dijo el ratón. «Prosigo. Edwindo y Morcara, duques de Mercia y Nortumbria, se declararon a su favor; e incluso Estigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, encontró aconsejable acudir con Edgardo Atelín al encuentro de Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo se condujo en un principio con moderación. ¿Qué tal vas por ahora, querida?», dijo el ratón, volviéndose hacia Alicia al hablar.

«Tan mojada como siempre», dijo la pobre Alicia, «no parece secarme en absoluto».

«En ese caso», dijo el Dodó solemnemente, poniéndose en pie, «propongo que se levante la sesión, en orden a la inmediata adopción de más medidas energéticas».

«¡Hable inglés!», dijo el Pato, «¡no sé lo que quieren decir la mitad de esas palabras largas, y lo que es más, tampoco le creo!». Y el Pato graznó para sí una confortable carcajada. Algunos de los otros pájaros dejaron escapar unas risitas ostensiblemente.

«Sólo quise decir», dijo el Dodó con un tono más bien ofendido, «que sé de una casa cerca de aquí, donde la señorita y el resto del grupo podríamos secarnos, y entonces podríamos escuchar confortablemente la narración que creo tuviste la bondad de prometer contarnos», inclinándose hacia el ratón con gravedad.

El ratón no puso a esto ninguna objeción, y todo el grupo se trasladó a lo largo de la orilla del río (porque a estas alturas el charco había empezado a correrse fuera del salón, y el borde de él estaba sembrado de juncos y no-me-olvides), en lenta procesión, el Dodó abriendo la marcha. Al cabo de un rato el Dodó se puso impaciente, y, dejando al Pato para conducir al resto del grupo, corrió con paso más rápido con Alicia, el Loro, y el Aguilucho, y pronto los llevó a una pequeña casa de campo, y allí se fueron acomodando junto al fuego, envueltos en mantas, hasta que el resto del grupo hubo llegado, y estuvieron todos secos otra vez.

Entonces se sentaron todos en un gran círculo a la orilla, y rogaron al ratón que empezara con su historia.

«¡La mía es una historia que lleva una larga y triste cola!», dijo el ratón, volviéndose hacia Alicia, y suspirando.

«Una larga cola, en verdad», dijo Alicia, mirando con asombro la cola del ratón, que estaba enrollada casi por todo el grupo, «¿pero por qué la llamas triste?», y siguió preguntándose sobre ello conforme el ratón siguió hablando, así que su idea de la historia fue algo así:

«¡No estás atendiendo!», le dijo el ratón a Alicia severamente, «¿en qué estás pensando?».

«Le ruego me perdone», dijo Alicia muy humildemente, «acababa de doblar la quinta curva, según creo».

«¡Nada de doblar!», gritó el ratón, bruscamente y muy furioso.

«¡Entonces ha sido un nudo!», dijo Alicia, siempre dispuesta a ser de utilidad, y mirando ansiosamente a su alrededor, «¡oh, déjame de verdad ayudarte a deshacerlo!».

«¡No haré nada de eso!», dijo el ratón, levantándose y alejándose del grupo, «¡me insultas al decir tal sinsentido!».

«¡No quise decirlo!», suplicó la pobre Alicia, «pero es que te ofendes tan fácilmente, ya sabes».

El ratón tan sólo gruñó como respuesta.

«¡Por favor, vuelve y termina tu historia!», Alicia lo llamó, y todos los demás se sumaron a coro. «¡Sí, por favor, vuelve!», pero el ratón tan sólo se sacudió las orejas, y se alejaba rápidamente, y pronto se perdió de vista.

«¡Qué pena que no quisiera quedarse!», suspiró el Loro, y un viejo Cangrejo aprovechó la oportunidad de decirle a su hija: «¡Ah, querida mía, que te sirva esto de lección para que nunca pierdas tu serenidad!». «¡Cállate la boca, Madre!», dijo la Cangreja joven, un tanto cortante, «¡eres capaz de agotar la paciencia de una ostra!».

«¡Ya quisiera yo tener aquí a nuestra Dina, bien lo sé!», dijo Alicia en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular, «¡ella nos lo traería pronto!».

«¿Y quién es Dina, si me permite el atrevimiento de hacer la pregunta?», dijo el Loro.

Alicia respondió con entusiasmo, pues siempre estaba dispuesta a hablar sobre su gatita. «¡Dina es nuestro gato. Y es tan magnífica cazando ratones, no te lo imaginas! Y ¡oh! ¡quisiera que pudieras verla persiguiendo a los pájaros! ¡Cómo que se come un pajarito en cuanto lo ve!».

Esta respuesta causó notable sensación entre el grupo: algunos de los pájaros se marcharon precipitadamente; una vieja hurraca empezó a empaquetar con mucho cuidado, observando: «Realmente debo irme retirando a casa: el aire nocturno no le sienta a mi garganta», y un canario les gritó a sus hijos con voz temblorosa: «¡Veníos lejos de ella, queridos, no es compañía que os convenga a vosotros!». Con varios pretextos, todos ellos se fueron, y Alicia pronto se quedó sola.

Se sentó algún rato afligida y silenciosa, pero no estuvo así mucho tiempo antes de recobrar los ánimos, y empezar a charlar consigo misma otra vez como de costumbre: «¡Sí que me gustaría que algunos de ellos se hubieran quedado un poco más!, y me estaba haciendo tan amiga de ellos… ¡Realmente el Loro y yo éramos casi como hermanos! ¡Y lo mismo aquel querido Aguilucho!; y luego ¡el Pato y el Dodó! Qué bien nos cantó el Pato cuando íbamos por el agua: y si el Dodó no hubiera sabido el camino de esa preciosa casita de campo, no sé cuándo hubiéramos estado secos otra vez», y no se sabe cuánto tiempo podría haber seguido parloteando de esta manera, si no hubiera de repente captado el sonido de unos pasos ligeros.

Era el conejo blanco, trotando de vuelta lentamente, y mirando ansiosamente a su alrededor mientras marchaba, como sí hubiera perdido algo, y lo oyó murmurar para sí «¡la Marquesa! ¡la Marquesa! ¡oh, por mis patitas! ¡oh por mi piel y mis bigotes! Me hará ejecutar, ¡tan seguro como que los hurones son hurones! ¿Dónde puedo haberlos dejado, me gustaría saber?». Alicia se imaginó al instante que estaba buscando el ramillete y el par de guantes blancos de cabritilla, y se puso en su busca, pero no estaban en parte alguna que pudiera verse: todo parecía haber cambiado desde el baño en el charco, y el paseo por la orilla del río con su margen de juncos y no-me-olvides, y la mesa de cristal y la puertecita se habían desvanecido.

Pronto el conejo vio a Alicia, mientras ella estaba mirando con curiosidad a su alrededor; y dijo de pronto con un tono seco y furioso, «¡cómo, Mary Ann! ¿Qué estás haciendo aquí fuera? Vete a casa en este instante, y busca en mi tocador mis guantes y ramillete, y tráemelos aquí, tan rápido como puedas, ¿me oyes?», y Alicia se asustó tanto que echó a correr de un golpe, sin decir palabra, en la dirección que el conejo había señalado.

Pronto se encontró frente a una primorosa casita, en cuya puerta había una brillante placa de latón con el nombre SR. W. CONEJO.

Entró, y corrió escaleras arriba, por miedo a encontrarse con la verdadera Mary Ann y la echara de la casa antes de haber encontrado los guantes: sabía que un par se habían perdido en el salón, «pero por supuesto», pensó Alicia, «tiene cantidad de ellos en su casa. ¡Qué raro parece hacerle recados a un conejo! ¡Supongo que Dina me mandará hacerle recados la próxima vez!». Y empezó a imaginar las cosas que pasarían: «¡Señorita Alicia! ¡Venga aquí inmediatamente y prepárese para el paseo!». «¡Enseguida voy, señorita! Pero he de vigilar esta ratonera hasta que Dina vuelva, y ver que el ratón no salga…» «sólo que no creo», prosiguió Alicia, «¡que dejaran parar a Dina en la casa, si empezara así a dar órdenes a la gente!».

Por el momento ya se había abierto camino hasta un ordenado cuartito, con una mesa contra la ventana sobre la que había un espejo, y (como Alicia había esperado), dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla: cogió un par de guantes, e iba justo a dejar el cuarto, cuando sus ojos cayeron sobre un frasquito que estaba junto al espejo: No había en él etiqueta esta vez con la palabra «bébeme», pero no obstante lo descorchó y se lo puso en los labios: «Sé que algo interesante seguro que va a pasar», se dijo para sí, «siempre que como o bebo algo, así que veré cómo me sienta este frasco. Espero que me hará volverme mayor, ¡porque ya estoy bastante cansada de ser una cosita tan diminuta!».

Eso hizo ciertamente, y mucho más pronto de lo que esperaba: antes de haberse bebido medio frasco, se encontró con la cabeza dando contra el techo, y se inclinó para evitar romperse el cuello, y rápidamente dejó abajo el frasco, diciéndose «¡esto ya es bastante! ¡Espero no crecer ya más, quisiera no haber bebido tanto!».

¡Ay! era demasiado tarde: siguió creciendo y creciendo, y muy pronto tuvo que arrodillarse: pasado otro momento no hubo sitio ya ni para esto, y probó el efecto de echarse, con un hombro contra la puerta, y el otro brazo enrollado alrededor de la cabeza. Aún seguía creciendo, y como último recurso sacó un brazo por la ventana, y un pie por la chimenea, y se dijo: «Ahora ya no puedo hacer nada más, ¿qué será de mí?».

Por suerte para Alicia, el frasquito mágico había hecho ya todo su efecto, y no creció más: sin embargo estaba muy incómoda, y como no parecía haber posibilidad alguna de salir nunca de la habitación, no es de extrañar que se sintiera desdichada. «En casa era mucho más agradable», pensó la pobre Alicia, «cuando una no estaba siempre volviéndose más grande y más pequeña, y recibiendo órdenes de ratones y conejos. Casi me gustaría no haber bajado por aquella madriguera, y con todo es bastante curioso, ya sabes, este tipo de vida. Me pregunto ¡qué puede haberme ocurrido! Cuando solía leer cuentos de hadas, yo me imaginaba que este tipo de cosas nunca ocurrían, ¡y ahora aquí estoy en medio de una! Debería escribirse un libro sobre mí, ¡eso debería! y cuando crezca escribiré uno, pero he crecido ahora» dijo con tono afligido, «al menos no hay sitio para crecer ya más aquí».

«Pero entonces», pensó Alicia, «¿es que no seré ya nunca mayor que lo que soy ahora? Eso será una comodidad, una solución no ser nunca una mujer mayor pero entonces ¡siempre tener lecciones que aprender! ¡Oh, eso no me gustaría!».

«¡Oh, tú, Alicia alocada!», dijo nuevamente, «¿cómo puedes aprender lecciones aquí dentro? ¡Cómo que apenas hay sitio para ti, y ningún sitio para libro de clase alguno!».

Y así prosiguió, adoptando primero una postura, y luego la otra, y haciendo toda una conversación con todo ello junto, pero al cabo de unos minutos oyó una voz afuera, que le hizo detenerse para oír.

«¡Mary Ann! ¡Mary Ann!», dijo la voz, «¡tráeme mis guantes en este instante!». Entonces ascendió un ligero rumor de pasitos por las escaleras. Alicia sabía que era el conejo viniendo a buscarla, y tembló hasta sacudir la casa, olvidándose de que era ahora como mil veces mayor que el conejo, y no tenía motivo para asustarse de él. Enseguida el conejo llegó a la puerta, e intentó abrirla, pero como abría hacia dentro, y el hombro de Alicia estaba contra ella, el intento resultó un fracaso. Alicia lo oyó decirse a sí mismo «entonces daré la vuelta y entraré por la ventana».

«¡Eso no lo harás!», pensó Alicia y, después de esperar hasta imaginar oír al conejo exactamente bajo la ventana, alargo de repente la mano por fuera, y tanteó en el aire. No consiguió coger nada, pero oyó un pequeño chillido y una caída y un estrépito de cristales rotos, de lo que concluyó que era muy posible que hubiera caído dentro de un invernadero de pepinos, o algo por el estilo.

A continuación se oyó una voz furiosa —la del conejo—, «¡Pat, Pat! ¿dónde estás?». Y luego una voz que nunca había oído antes, «¡seguro, pues, que estoy aquí! ¡cavando manzanos, de todos modos, su excelencia!».

«¡Ciertamente cavando manzanos!», dijo el conejo furioso, «¡aquí, ven y ayúdame a salir de esto!». Ruido de más cristales rotos.

«Ahora, dime, Pat, ¿qué es eso que sale por la ventana?».

«¡Seguro que es un brazo, su excelencia!». (Lo pronunciaba «parrazo»).

«¡Un brazo, so ganso! ¿Quién vio nunca un brazo de ese tamaño? Como que ocupa toda la ventana, ¿no lo ves?».

«Seguro que sí, su excelencia, pero es un brazo así y todo».

«Bueno, ése no es su sitio: ¡ve a quitarlo!».

Hubo un largo silencio después de esto, y Alicia sólo pudo oír susurros por aquí y por allá, tales como «seguro que no me gusta, su excelencia, ¡nada nada!». «¡Haz lo que te digo, cobarde!», y al fin alargó la mano de nuevo y tanteó otra vez en el aire. Esta vez hubo dos pequeños chillidos, y más cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos de pepinos debe de haber ahí!», pensó Alicia, «¡me gustaría saber qué harán ahora! Porque sacarme por la ventana, ¡ya quisiera yo que pudieran! ¡Estoy segura de que yo no quiero quedarme aquí parada por más tiempo!».

Esperó algún rato sin oír nada más: al fin ascendió un rumor de pequeñas ruedas de carro, y el sonido de un buen número de voces hablando todas a la vez: consiguió distinguir las palabras «¿dónde está la otra escalera? — cómo, yo sólo tenía que traer una, Bill tiene la otra — aquí, ponedlas en esta esquina — no, atadlas juntas primero — aún no alcanzan — oh, sí que alcanzarán, no seas pesado — ¡aquí, Bill! sostén esta cuerda — ¿aguantará el techo? — cuidado con esa teja suelta — ¡oh, esto se hunde! ¡cabezas abajo!» (un ruidoso estrépito) — «¿y ahora, quién hizo eso? — fue Bill, me lo imagino — ¿quién va a bajar por la chimenea? — ¡más bien yo no! ¡hazlo tú! — eso yo tampoco — Bill va a tener que bajar — ¡aquí, Bill! ¡el señor dice que tienes que bajar por la chimenea!».

«Oh, así es que Bill va a tener que bajar por la chimenea, ¿no?», se dijo Alicia, «¡cómo es eso, parecen cargarlo todo sobre Bill! No quisiera estar en el lugar de Bill ni por mucho: ¡desde luego que la chimenea es bien estrecha, pero creo que aún puedo dar algún puntapié!». Metió el pie por la chimenea tan lejos como pudo, y esperó hasta que oyó a un animalito (no pudo averiguar de qué clase era) rascando y avanzando por la chimenea muy cerca por encima de ella: entonces, diciéndose «éste es Bill», dio un fuerte puntapié, y esperó otra vez a ver qué pasaría a continuación.

Lo primero fue un coro general de «¡allá va Bill!», luego la voz del conejo sólo «¡cogedlo, tú por el seto!» luego silencio, y luego otra confusión de voces, «¿cómo fue eso, viejo? ¿qué te pasó? cuéntanoslo todo».

Al fin se oyó una débil vocecilla chillona («ése es Bill», pensó Alicia), que dijo «¡bueno, casi no lo sé, yo mismo estoy todo confuso, algo me viene hacia mí como de una caja-sorpresa, y al momento siguiente subo como un cohete!». «¡Y eso hiciste, viejo!», dijeron las otras voces.

«¡Debemos quemar la casa!», dijo la voz del conejo, y Alicia les advirtió tan alto como pudo «¡si hacéis eso, os echaré a Dina!». Esto provocó nuevamente un silencio, y mientras Alicia iba pensando «¿pero cómo puedo traer aquí a Dina?». Encontró para delicia suya que se iba volviendo más pequeña: muy pronto fue capaz de incorporarse de la incómoda posición en la que había estado echada, y en dos o tres minutos más tuvo otra vez tres pulgadas de altura.

Corrió fuera de la casa tan de prisa como pudo, y encontró toda una multitud de animalitos esperando fuera, cerdos de Guinea, ratones blancos, ardillas, y a «Bill», una pequeña lagartija verde, que estaba apoyado en los brazos de uno de los cerdos de Guinea, mientras otro le estaba dando algo de una botella. Todos ellos se precipitaron sobre ella en el instante en que apareció, pero Alicia se puso a correr con todas sus fuerzas y pronto se encontró en un espeso bosque.

CAPÍTULO 3

«Lo primero que tengo que hacer», se dijo Alicia, conforme vagaba por el bosque, «es crecer hasta mi tamaño correcto, y lo segundo es abrirme paso hasta aquel jardín encantador. Creo que ese será el mejor plan».

Sonaba así un plan excelente, sin duda, y muy diestra y sencillamente expuesto: la única dificultad era, que no tenía la menor idea de cómo ponerse a realizarlo, y mientras estaba escudriñando ansiosamente entre los árboles a su alrededor, un pequeño ladrido seco justo sobre su cabeza le hizo mirar arriba a toda prisa.

Un enorme cachorrillo estaba mirándola hacia abajo con grandes ojos redondos, y alargaba débilmente una pata, intentando alcanzarla: «¡el pobre!», dijo Alicia con un tono mimoso, e intentó por todos los medios silbarle, pero estuvo todo el rato terriblemente alarmada pensando que podía estar hambriento, en cuyo caso probablemente la devoraría a pesar de todos sus mimos. Sin saber mucho lo que hacía, cogió un trocito de palo, y lo tendió hacia el cachorrillo: con lo cual el cachorrillo saltó por el aire con todas las patas a un tiempo, y con un gritito de gusto se lanzó a por el palito, haciendo como que lo atacaba: entonces Alicia lo esquivó tras un gran cardo para evitar ser atropellada, y, en el instante en que apareció por el otro lado, el cachorrillo se disparó otra vez hacia el palito, y rodó, la cabeza entre las patas, en su precipitación por cogerlo: entonces Alicia, pensando que era muy como jugar con un caballo percherón, y esperando ser aplastada a cada momento bajo sus patas, corrió hacia el cardo de nuevo: entonces el cachorrillo inició una serie de cortas arremetidas al palito, corriéndose cada vez un poco hacia delante y un mucho hacia atrás, y ladrando roncamente todo el tiempo, hasta que al fin se echó un tanto alejado, jadeando, con la lengua fuera, y los grandes ojos medio cerrados.

Esta le pareció a Alicia una buena oportunidad de emprender la huida: se puso inmediatamente en marcha, y corrió hasta que el ladrido del cachorrillo sonaba lo bastante débil en la distancia, y hasta que ella se quedó lo bastante cansada y sin aliento.

«¡Y a pesar de todo qué cachorrillo pequeñín tan gracioso que era!», dijo Alicia, conforme se apoyaba en una campanilla para descansar, y se abanicaba con su sombrero, «¡me habría encantado enseñarle trucos, si, si hubiera tenido tan sólo el tamaño adecuado para ello! Vamos a ver: ¿cómo me las voy a arreglar? Supongo que debería comer o beber alguna cosa u otra, pero la gran pregunta es ¿qué?».

La gran pregunta era ciertamente ¿qué? Alicia miró por todo alrededor a las flores y briznas de yerba, pero no pudo ver nada que pareciera la cosa justa que comer en aquellas circunstancias. Había una gran seta cerca de ella, más o menos de su misma altura, y cuando hubo mirado por debajo, y a ambos lados, y detrás, se le ocurrió mirar a ver qué es lo que había encima.

Se estiró sobre las puntitas de los pies, y se asomó al borde de la seta, y sus ojos inmediatamente se encontraron con los de una gran oruga azul, que estaba sentada con los brazos cruzados, fumando dulcemente un gran narguile, y sin prestarle la menor atención ni a ella ni a cosa alguna.

Por un buen rato se miraron una a otra en silencio: al fin la oruga se sacó el narguile de la boca, y se dirigió a ella lánguidamente.

«¿Quién eres tú?», dijo la oruga.

No era éste un inicio de conversación muy alentador: Alicia respondió con cierta reserva, «yo, yo casi no lo sé, señor, en este justo momento, al menos sé quién era cuando me levanté esta mañana, pero creo que debo de haber cambiado varias veces desde eso».

«¿Qué quieres decir con eso?», dijo la oruga, «¡explícate!».

«No puedo explicarme, me temo, señor», dijo Alicia, «porque yo no soy yo misma, ya ve».

«No veo», dijo la oruga.

«Me temo que no pueda ponerlo más claro», respondió Alicia muy cortésmente; «porque yo misma no puedo entenderlo, y realmente ser de tantos tamaños diferentes en un día es muy confuso».

«No lo es», dijo la oruga.

«Bueno, quizá no lo ha encontrado usted así todavía», dijo Alicia, «pero cuando tiene que convertirse en una crisálida, ya sabe, y luego después de eso en una mariposa, debe creer que se sentirá algo un poco raro, ¿no lo cree usted así?».

«Ni pizca», dijo la oruga.

«Todo lo que sé es», dijo Alicia, «que sería raro para mí».

«¡Tú!», dijo la oruga con desprecio, «¿quién eres tú?».

Lo cual los llevó de nuevo al principio de la conversación: Alicia un tanto irritada con la oruga que hacía unas observaciones tan breves, y se estiró y dijo con mucha gravedad: «creo que debería decirme quién es usted, primero».

«¿Por qué?», dijo la oruga.

He aquí otra pregunta embarazosa: y como Alicia no tenía ninguna razón preparada, y la oruga parecía estar de muy mal humor, dio media vuelta y empezó a andar.

«¡Vuelve!», la llamó la oruga, «¡tengo algo importante que decir!».

Esto sonaba prometedor: Alicia dio la vuelta y volvió otra vez.

«Conserva el humor», dijo la oruga.

«¿Es eso todo?», dijo Alicia, tragándose su indignación como buenamente pudo.

«No», dijo la oruga.

Alicia pensó que podía igualmente esperar, no teniendo nada más que hacer, y quizá después de todo la oruga podía decirle algo digno de oírse. Por algunos minutos estuvo chupando su narguile sin hablar, pero al fin abrió los brazos, se sacó el narguile otra vez de la boca, y dijo: «Así que crees estar cambiada, ¿no?».

«Sí, señor», dijo Alicia, «no puedo acordarme de las cosas que solía saber, he intentado decir “Cómo la pequeña e industriosa abeja” ¡y salió completamente diferente!».

«Prueba a repetir: “Eres viejo, padre William”», dijo la oruga.

Alicia cruzó las manos, y empezó:

«Eso no está bien dicho», dijo la oruga.

«No perfectamente bien, me temo», dijo Alicia tímidamente, «algunas de las palabras han salido alteradas».

«Está mal desde el principio hasta el fin», dijo la oruga decididamente, y se hizo un silencio por algunos minutos: la oruga fue la primera en hablar.

«¿Qué tamaño quieres tener?», preguntó.

«Oh, no soy exigente en cuanto al tamaño», Alicia respondió enseguida, «sólo que a uno no le gusta cambiar tan a menudo, ya sabe».

«¿Estás contenta ahora?», dijo la oruga.

«Bueno, me gustaría ser un poco mayor, señor, si no tiene inconveniente», dijo Alicia, «tres pulgadas es tal miseria de altura».

«¡Es una muy buena altura en verdad!», dijo la oruga en alta voz y muy furiosa, irguiéndose conforme iba hablando (tenía exactamente tres pulgadas de altura).

«¡Pero yo no estoy acostumbrada a ello!», se excusó la pobre Alicia con un tono lastimero, y pensó para sí: «¡Me gustaría que las criaturas no se ofendieran tan fácilmente!».

«Ya te acostumbrarás con el tiempo», dijo la oruga, y se puso el narguile en la boca, y empezó otra vez a fumar.

Esta vez Alicia esperó en silencio hasta que optara por hablar de nuevo: al cabo de unos minutos la oruga se sacó el narguile de la boca, y se bajó de la seta, y se fue arrastrando por la hierba, observando simplemente conforme se alejaba: «El sombrero te hará volver más alta, y el tallo te hará volver más baja».

«¿El sombrero de qué?, ¿el tallo de qué?», pensó Alicia.

«De la seta», dijo la oruga, precisamente como si se lo hubiera preguntado en alto, y al cabo de otro instante se perdió de vista.

Alicia se quedó mirando pensativamente a la seta durante un minuto, y entonces la cogió y cuidadosamente la partió en dos, tomando el tallo en una mano, y el sombrero en la otra. «¿Qué es lo que hace el tallo?» dijo, y mordisqueó un poquito de él para probar: al momento siguiente sintió un violento golpe en la barbilla: ¡se había dado contra el pie!

Se dio un buen susto con este cambio repentino, pero como no encogió ya más, y no había soltado el sombrero de la seta, no abandonó aún las esperanzas. Apenas había lugar para abrir la boca, con la barbilla apretada contra el pie, pero al fin lo hizo, y se las arregló para morder un poquito del sombrero de la seta.

«¡Vamos!, ¡al fin tengo suelta la cabeza!», dijo Alicia con tono de alivio, que se transformó en alarma en otro instante, cuando encontró que los hombros no estaban a la vista por ninguna parte: miró hacia abajo a lo largo de una inmensa longitud de cuello, que parecía elevarse como un tallo desde un mar de hojas verdes que yacían muy lejos bajo ella.

«¿Qué puede ser toda esa masa verde?», dijo Alicia, «¿y a dónde han ido a parar mis hombros? Y ¡oh, mis pobres manos!, ¿cómo es que no puedo veros?». Ella iba moviéndolas conforme hablaba, pero no parecía seguirse resultado alguno, a excepción de un ligero susurro por entre las hojas. Entonces trató de llevarse la cabeza a las manos, y le encantó encontrar que el cuello podía doblársele fácilmente en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de conseguir doblarlo hacia abajo en un zigzag precioso, e iba a bucear por entre las hojas, que encontró ser las copas de los árboles del bosque por, el que había estado andando, cuando un agudo siseo le hizo volverse: una gran paloma había volado hasta su cara, y estaba golpeándola violentamente con las alas.

«¡Serpiente!», chilló la paloma.

«¡No soy una serpiente!», dijo Alicia indignada, «¡déjame en paz!».

«¡Lo he intentado de todas las maneras!», dijo la paloma con desesperación, en una especie de sollozo, «¡nada parece irles bien!».

«No tengo la menor idea de lo que quiere decir», dijo Alicia.

«Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo he intentado en los setos», siguió la paloma sin prestarle a ella atención, «¡pero estas serpientes nunca están contentas!».

Alicia estaba más y más perpleja, pero pensó que de nada servía decir cualquier cosa hasta que la paloma hubiera terminado.

«¡Como si no hubiera bastante problema con incubar los huevos!», dijo la paloma, «¡sin estar vigilando a las serpientes, día y noche! ¡Cómo que no he pegado ojo en estas tres semanas!».

«Siento mucho que hayas sufrido tantas molestias», dijo Alicia, empezando a verle su sentido.

«Y precisamente como he escogido el árbol más alto del bosque», dijo la paloma elevando la voz hasta dar un chillido, «y estaba precisamente pensando que me había librado de ellas, ¡tienen que necesitar venir bajando desde el cielo! ¡Uf! ¡Serpiente!».

«Pero yo no soy una serpiente», dijo Alicia, «soy soy, yo soy».

«¡Bueno! ¿Qué eres tú?», dijo la paloma, «ya veo que estás intentando inventarte algo».

«Yo, yo soy una niña», dijo Alicia, más bien dudosa, al recordar todos los cambios por los que había pasado.

«¡Bonito cuento, ciertamente!», dijo la paloma, «he visto una buena cantidad de ellas en mi vida, ¡pero nunca una con un cuello así como el tuyo! ¡No, tú eres una serpiente, eso demasiado bien lo sé yo! ¡Supongo que ahora me dirás que nunca has probado un huevo!».

«He probado los huevos, por supuesto», dijo Alicia, que era una niña muy veraz, «pero ciertamente que no quiero ninguno de los tuyos. No me gustan crudos».

«¡Bueno, pues vete, entonces!», dijo la paloma, y se instaló en su nido otra vez. Alicia se acurrucó hacia abajo, por entre los árboles, como buenamente pudo, pues el cuello se le seguía enredando entre las ramas, y varias veces tuvo que detenerse a desenredarlo. Pronto se acordó de los trozos de seta que aún tenía en las manos, y se puso a la tarea con mucho cuidado, mordisqueando primero uno y luego otro, y volviéndose unas veces más alta y otras más baja, hasta que hubo conseguido rebajarse hasta su tamaño normal.

Hacía tanto tiempo que no había tenido el tamaño correcto que se sintió muy extraña al principio, pero se acostumbró perfectamente a ello al cabo de un minuto o dos, y empezó a hablarse a sí misma como de costumbre: «¡Bueno!, ¡ya está la mitad de mi plan hecho ahora! ¡Qué enrevesados que son todos estos cambios! ¡Nunca estoy segura de lo que voy a ser, de un minuto al otro! Sin embargo, ya he alcanzado otra vez mi tamaño correcto: la siguiente cosa es, alcanzar aquel precioso jardín, ¿cómo se hará eso, me pregunto?».

Justo al decir esto, advirtió que uno de los árboles tenía una entrada que conducía directamente a su interior. «¡Eso es muy curioso!», pensó, «pero todo es curioso hoy: puedo muy bien entrar». Y adentro fue.

Una vez más se encontró en el largo salón, y junto a la mesita de cristal: «Ahora, me las arreglaré mejor esta vez», se dijo a sí misma, y empezó por coger la llavecita dorada, y abrió la puerta que conducía al jardín. Entonces se puso a la tarea de comer trozos de seta hasta que tuvo la altura de unas quince pulgadas; entonces caminó por el pequeño pasadizo abajo, y entonces se encontró al fin en el precioso jardín, entre los brillantes lechos de flores y las deliciosas fuentes.

Capítulo 4

Un gran rosal se elevaba cerca de la entrada del jardín: las rosas en él eran blancas, pero había tres jardineros, pintándolas apresuradamente de rojo. Esto lo consideró Alicia algo muy curioso, y se acercó a observarlos, y justo al llegar oyó decir a uno de ellos: «¡Mira lo que haces, Cinco! ¡No sigas salpicándome así de pintura!».

«No pude evitarlo», dijo Cinco con tono malhumorado, «Siete me dio en el hombro».

A lo cual Siete levantó la cabeza y dijo: «¡Eso es, Cinco! ¡Siempre echándole la culpa a los demás!».

«¡Tú mejor no hables!», dijo Cinco, «¡oí a la Reina decir ayer mismo que estaba pensando decapitarte!».

«¿Por qué fue?», dijo el que había hablado primero.

«¡Eso no es asunto tuyo, Dos!», dijo Siete.

«¡Sí que es asunto suyo!», dijo Cinco, «y voy a decírselo: fue por llevarle bulbos de tulipán al cocinero en lugar de patatas».

Siete tiró al suelo la brocha, y justo empezaba a decir: «¡Bueno! De todas las cosas injustas…», cuando sus ojos cayeron sobre Alicia, y se detuvo de repente; los demás se volvieron, y todos se descubrieron e hicieron una profunda reverencia.

«¿Querrían decirme, por favor», dijo Alicia tímidamente, «por qué están pintando esas rosas?».

Cinco y Siete miraron a Dos, pero nada dijeron: Dos empezó, en voz baja: «Porque, Señorita, el hecho es que éste debería haber sido un rosal rojo, y pusimos uno blanco por equivocación, y si la Reina fuera a descubrirlo, se nos cortaría a todos la cabeza.

Así que, ya ve, hacemos lo que podemos, antes de que venga, a…». En este instante Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín exclamó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros inmediatamente se arrojaron de bruces con los rostros contra el suelo. Hubo un rumor de muchas pisadas, y Alicia se volvió, ansiosa de ver a la Reina.

Primero vinieron diez soldados llevando bastos, tenían todos la forma de los tres jardineros, planos y rectangulares, con las manos y los pies en las esquinas; a continuación los diez cortesanos; estaban todos adornados de oros, y marchaban de dos en dos, como hacían los soldados. Detrás llegaron los infantes Reales: había diez de ellos, y las criaturitas llegaron saltando alegremente, cogidos de la mano, por parejas: estaban todos adornados con corazones. A continuación llegaron los invitados, la mayor parte reyes y reinas, entre los cuales Alicia reconoció al conejo blanco: estaba hablando de un modo precipitado y nervioso, sonriendo a todo lo que decían, y pasó de largo sin reparar en ella. Luego siguió la Sota de Corazones, llevando la corona del Rey en un cojín, y, al final de todo este cortejo, llegaron EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.

Cuando el cortejo llegó frente a Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la Reina dijo con severidad: «¿Quién es ésta?». Se lo dijo a la Sota de Corazones, quien tan sólo se inclinó y sonrió como respuesta.

«¡Idiota!», dijo la Reina, levantando la nariz, y le preguntó a Alicia: «¿Cómo te llamas?».

«Me llamo Alicia, para servir a su Majestad», dijo Alicia con resolución, porque pensó para sí: «¡Cómo que sólo son una baraja de cartas, no necesito tenerles miedo!».

«¿Quiénes son éstos?», dijo la Reina, señalando a los tres jardineros echados alrededor del rosal, porque, como estaban echados sobre sus caras, y el dibujo de la espalda era el mismo que el del resto de la baraja, no podía decir si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.

«¿Cómo lo iba a saber yo?», dijo Alicia, asombrada de su propio atrevimiento, «no es asunto mio».

La Reina volvióse roja de cólera, y, después de mirarla ferozmente un momento, arrancó a decir con una voz de trueno: «¡Qué le corten la…!».

«¡Absurdo!», dijo Alicia, muy alto y decidida, y la Reina se calló.

El Rey puso la mano sobre su brazo, y dijo tímidamente: «¡Recuerda, querida!, ¡es sólo una niña!».

La Reina se apartó furiosamente de él, y le dijo a la Sota: «¡Dales la vuelta!».

La Sota lo hizo, muy cuidadosamente, con un pie.

«¡Arriba!», dijo la Reina, con una fuerte y estridente voz, y los tres jardineros inmediatamente se levantaron de un salto, y empezaron a hacerles reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes Reales, y a todos los demás.

«¡Dejad eso!», chilló la Reina, «me mareáis». Y entonces, volviéndose al rosal, avanzó: «¿Qué habéis estado haciendo aquí?».

«Con la venia de su Majestad», dijo Dos muy humildemente, doblando la rodilla conforme hablaba, «estábamos tratando de…».

«¡Ya veo!», dijo la Reina, quien mientras tanto había estado examinando las rosas, «¡qué les corten la cabeza!», y el cortejo siguió adelante, quedando detrás tres de los soldados para ejecutar a los tres desgraciados jardineros, que corrieron hacia Alicia buscando protección.

«¡No os decapitarán!», dijo Alicia, y se los metió en el bolsillo: los tres soldados desfilaron una vez a su alrededor, buscándolos, y entonces se marcharon en silencio tras los demás.

«¿Les cortaron la cabeza?», gritó la Reina.

«Sus cabezas han desaparecido», gritaron los soldados como respuesta, «¡con el permiso de su Majestad!».

«¡Bien!», gritó la Reina, «¿sabes jugar al croquet?».

Los soldados se quedaron callados, y miraron a Alicia, como quiera que la pregunta fue evidentemente dirigida a ella.

«¡Sí!», gritó Alicia al límite de su voz.

«¡Pues vamos!», rugió la Reina, y Alicia se unió al cortejo, preguntándose mucho qué pasaría después.

«¡Hace… hace un día muy bonito!», dijo una tímida vocecita: iba caminando junto al conejo blanco, que estaba ansiosamente asomado a su rostro.

«Mucho», dijo Alicia, «¿dónde está la Marquesa?».

«¡Calla, calla!», dijo el conejo en voz baja, «que va a oírte. La Reina es la Marquesa: ¿no lo sabías?».

«No, yo no», dijo Alicia, «¿de qué?».

«Reina de Corazones», dijo el conejo en un susurro, poniéndole la boca junto al oído, «y Marquesa de las Tortugas Artificiales».

«¿Qué son?», dijo Alicia, pero no hubo tiempo de responder, porque habían llegado al campo de croquet, y la partida empezó inmediatamente.

Alicia pensó que nunca había visto un campo de croquet tan curioso en toda su vida: estaba todo lleno de crestas y surcos, las bolas eran erizos vivos, los mazos avestruces vivas, y los soldados tenían que doblarse, y quedarse de pies y manos, para hacer los arcos.

La mayor dificultad que Alicia encontró al principio fue arreglárselas con su avestruz: consiguió encajarle el cuerpo, con una cierta comodidad, bajo el brazo, con las patas colgando, pero, generalmente, justo al tenerle el cuello bien estirado, e ir a dar un golpe con la cabeza, se giraba, y la miraba a la cara, con tan perpleja expresión que no podía evitar romper a reír, y cuando le había bajado la cabeza e iba a empezar otra vez, era muy confuso encontrar que el erizo se había desenrollado, y estaba a punto de marcharse arrastrándose; aparte de todo esto, había generalmente una cresta o un surco en su camino, por donde fuera que quisiera mandar al erizo, y como los soldados doblados estaban siempre levantándose y marchándose a otras partes del campo. Alicia pronto llegó a la conclusión de que era un juego ciertamente muy difícil.

Los jugadores jugaban todos a la vez sin esperar su turno, y estaban todo el rato peleándose al límite de sus voces, y en pocos minutos la Reina tuvo un violento ataque de cólera, y se puso a dar pisotones y a gritar: «¡Qué le corten la cabeza a éste!» o «¡qué le corten la cabeza a ésta!», casi a cada momento. Todos aquellos a los que sentenció fueron detenidos por los soldados, que desde luego tenían que dejar de ser arcos para hacer esto, así que, al cabo de una hora o así, no quedaba ningún arco, y todos los jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban detenidos, y bajo sentencia de ejecución.

Entonces la Reina terminó, completamente sin aliento, y dijo a Alicia: «¿Has visto a la Tortuga Artificial?». «No», dijo Alicia, «ni siquiera sé lo que es una Tortuga Artificial».

«Pues vamos», dijo la Reina, «y te contará su historia».

Al marcharse juntos, Alicia oyó al Rey decir en voz baja, a la concurrencia en general: «Estáis todos perdonados».

«¡Vamos, eso es una buena cosa!», pensó Alicia, que se había sentido muy afligida por el número de ejecuciones que la Reina había ordenado.

Muy pronto llegaron junto a un Grifo, que yacía profundamente dormido al sol (si no sabes lo que es un Grifo, mira el dibujo): «¡Arriba, holgazán!», dijo la Reina, «y lleva a esta joven dama a ver a la Tortuga Artificial, y oír su historia. Debo volver para asistir a algunas ejecuciones que he ordenado», y se marchó, dejando a Alicia con el Grifo. A Alicia no le gustó del todo el aspecto de la criatura, pero en conjunto le pareció tan seguro quedarse como seguir a esa salvaje Reina, así que esperó.

El Grifo se incorporó y se frotó los ojos; entonces estuvo observando a la Reina hasta que se perdió de vista, y entonces se rio entre dientes: «¡Qué gracioso!», dijo el Grifo, medio para sí medio a Alicia.

«¿Qué es lo gracioso?», dijo Alicia.

«Pues ella», dijo el Grifo, «todo es fantasía suya, eso. Nunca ejecutan a nadie, ya sabes, ¡vamos!».

«Todo el mundo aquí dice “¡vamos!”», pensó Alicia, conforme caminaba lentamente tras el Grifo, «nunca antes había recibido así tantas órdenes en toda mi vida…, ¡nunca!».

No habían ido muy lejos antes de ver a la Tortuga Artificial en la distancia, sentada triste y sola sobre una pequeña repisa de roca, y, conforme se acercaban, Alicia pudo oírla suspirar como si el corazón se le fuera a partir. Se apiadó profundamente de ella: «¿Cuál es su dolor?», le preguntó al Grifo, y el Grifo contestó, casi con las mismas palabras de antes: «Todo es fantasía suya, eso, no tiene dolor alguno, ya sabes, ¡vamos!».

Así que llegaron a la Tortuga Artificial, que los miró con grandes ojos llenos de lágrimas, pero no dijo nada.

«Aquí esta joven dama», dijo el Grifo, «quiere conocer tu historia, eso quiere».

«La contaré», dijo la Tortuga Artificial, con tono profundamente sepulcral, «siéntate, y no hables hasta que haya terminado».

Así que se sentaron, y no se habló durante algunos minutos. Alicia pensó para sí: «No veo cómo pueda nunca terminar, si no empieza», pero esperó pacientemente.

«Una vez», dijo la Tortuga Artificial al fin, con un profundo suspiro, «yo era una Tortuga real».

Estas palabras fueron seguidas de un larguísimo silencio, roto tan sólo por alguna exclamación ocasional por parte del Grifo de «¡hjckrrh!», y los constantes graves sollozos de la Tortuga Artificial. Alicia estuvo muy cerca de levantarse y decir: «¡Gracias, señor, por su interesante historia!», pero no puedo dejar de pensar que tenía que haber algo más, así que se quedó quieta y no dijo nada.

«Cuando éramos pequeños», la Tortuga Artificial prosiguió, más tranquila, aunque aún sollozando un poco por aquí y por allá, «íbamos a la escuela en el mar. El maestro era una vieja Tortuga… solíamos llamarlo Galápago…».

«¿Por qué le llamábais Galápago, si no lo era?», preguntó Alicia.

«Le llamábamos Galápago porque nos galapagaba», dijo la Tortuga Artificial airadamente, «¡pues sí que eres tonta!».

«Deberías avergonzarte de ti misma por hacer una pregunta tan sencilla», añadió el Grifo, y entonces ambos se sentaron en silencio y miraron a la pobre Alicia, que se sintió dispuesta a hundirse bajo tierra; al fin el Grifo le dijo a la Tortuga Artificial: «¡Sigue, viejo! ¡No te pases así el día!», y la Tortuga Artificial prosiguió con estas palabras:

«Tú puedes no haber vivido mucho bajo el mar…». («No he vivido», dijo Alicia), «y quizás incluso no te hayan presentado nunca una langosta…». (Alicia empezó a decir «yo una vez probé…», pero automáticamente se contuvo, y dijo: «No nunca» en su lugar), «¡así que no puedes tener ni idea qué cosa tan deliciosa es una Cuadrilla de Langostas!».

«No, ciertamente», dijo Alicia, «¿qué tipo de cosa es?».

«Cómo», dijo el Grifo, «se forma en línea a lo largo de la costa…».

«¡Dos líneas!», gritó la Tortuga Artificial, «focas, tortugas, salmones, y así… avanzáis dos veces…».

«¡Cada uno con una langosta como pareja!», gritó el Grifo.

«Por supuesto», dijo la Tortuga Artificial, «avanzáis dos veces, formáis las parejas…».

«Cambiáis de langosta, y os retiráis por el mismo orden…», interrumpió el Grifo.

«Entonces, ya sabes», continuó la Tortuga Artificial, «lanzáis las…».

«¡Las langostas!», vociferó el Grifo, dando un salto por el aire.

«Tan lejos al mar como podáis…».

«¡Nadad tras ellas!», chilló el Grifo.

«¡Dad un salto mortal en el mar!», gritó la Tortuga Artificial, brincando ferozmente.

«¡Cambiad de langosta otra vez!», ahuyó el Grifo al límite de su voz, «Y entonces…».

«Eso es todo», dijo la Tortuga Artificial, bajando de repente la voz, y las dos criaturas, que habían estado saltando como locos todo el tiempo, se sentaron otra vez muy tristes y calladas, y miraron a Alicia.

«Tiene que ser un baile muy bonito», dijo Alicia tímidamente.

«¿Te gustaría verlo un poco?», dijo la Tortuga Artificial. «Muchísimo, ciertamente», dijo Alicia.

«¡Ven, vamos a probar con la primera figura!», le dijo la Tortuga Artificial al Grifo, «podemos hacerlo sin langostas, ya sabes. ¿Quién va a cantar?».

«¡Oh, canta tú!», dijo el Grifo, «he olvidado las palabras».

Así que empezaron solemnemente a bailar alrededor y alrededor de Alicia, pisándole los pies cada dos por tres cuando se acercaban demasiado, y moviendo las patas delanteras para marcar el compás, mientras la Tortuga Artificial cantaba lenta y tristemente estas palabras:

«Bajo las aguas del mar

Hay langostas tan gordas como gordas pueda haber…

Les encanta bailar contigo y conmigo,

¡Mi dulce, mi dulce Salmón!».

El Grifo se le unió cantando el coro, que era:

«¡Sube Salmón! ¡Baja Salmón!

¡Vamos Salmón y tuerce la cola!

¡De todos los peces del mar

No hay como el Salmón ninguno tan bueno!».

«Gracias», dijo Alicia, sintiéndose muy contenta de que la figura hubiera terminado.

«¿Probamos con la segunda figura?», dijo el Grifo, «¿o preferirías una canción?».

«¡Oh, una canción, por favor!», replicó Alicia, tan vehementemente que el Grifo dijo en un tono más bien ofendido: «¡Hum!, ¡nada hay escrito sobre gustos! Cántale “Sopa de Tortuga Artificial”, ¡anda, viejo!».

La Tortuga Artificial suspiró profundamente, y empezó, con voz a veces ahogada por sollozos, a cantar esto:

«¡Buenísima sopa, tan rica y tan verde,

Esperando en caliente sopera!

¿Quién por tal delicia, no se rebajaría?

¡Sopa de la noche, buenísima Sopa!

¡Sopa de la noche, buenísima Sopa!

¡Bueni… íísima Soo… oopa!

¡Bueni… íísima Soo… oopa!

¡Soo… oopa de la no… o… oche,

Buenísima buenísima Sopa!».

«¡El coro otra vez!», gritó el Grifo, y la Tortuga Artificial justo había empezado a repetirlo, cuando un grito de «¡Qué empieza el juicio!» se oyó en la distancia.

«¡Vamos!», gritó el Grifo, y, tomando a Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar al final de la canción.

«¿Qué juicio es?», jadeó Alicia al correr, pero el Grifo sólo contestó «¡vamos!», y más velozmente corría, y cada vez más débilmente llegaban, sostenidas por la brisa que los seguía, las melancólicas palabras:

«Soo… oopa de la no… o… oche,

¡Buenísima buenísima Sopa!».

El Rey y la Reina estaban sentados en su trono cuando llegaron, con una gran multitud congregada a su alrededor: la Sota estaba detenida, y ante el Rey estaba el conejo blanco, con una trompeta en una mano, y un rollo de pergamino en la otra.

«¡Heraldo!, ¡lee la acusación!», dijo el Rey.

A esto el conejo blanco sopló tres toques de trompeta, y entonces desenrolló el rollo de pergamino, y leyó como sigue:

«La Reina de Corazones hizo algunas tartas

Todas en un día de verano:

La Sota de Corazones robó aquellas tartas

¡Y las escondió en lugar lejano!».

«Ahora vamos a las pruebas», dijo el Rey, «y luego la sentencia».

«¡No!», dijo la Reina, «¡primero la sentencia, y luego las pruebas!».

«¡Absurdo!», gritó Alicia, tan fuerte que todo el mundo dio un brinco: «¡la idea de poner primero la sentencia!».

«¡Cállate la boca!», dijo la Reina.

«¡No quiero!», dijo Alicia, «¡no sois más que una baraja de cartas! ¿A quién le importáis?».

En esto toda la baraja se levantó por los aires, y se echó volando sobre ella; dio un pequeño chillido de terror, e intentó rechazarlas, y se encontró echada en la ribera, con la cabeza en el regazo de su hermana, que dulcemente la cepillaba de algunas hojas que habían caído meciéndose desde los árboles a su cara.

«¡Despierta, Alicia querida!», dijo su hermana, «¡qué buen sueño tan largo has echado!».

«¡Oh, he tenido un sueño tan curioso!», dijo Alicia, y le contó a su hermana todas sus Aventuras Subterráneas, como las has leído, y cuando hubo terminado, su hermana la besó y dijo: «¡Fue un curioso sueño, querida, ciertamente! Pero ahora corre adentro a tomar el té: se está haciendo tarde».

Así que Alicia corrió, pensando mientras corría (como buenamente podía) qué maravilloso sueño había sido.

Pero su hermana se quedó allí sentada algún tiempo más, contemplando el sol poniente, y pensando en la pequeña Alicia y en sus Aventuras, hasta que, empezó ella también a soñar en cierto modo, y éste fue su sueño:

Vio una antigua ciudad, y un silencioso río serpenteando cerca de ella a través de la llanura, y subía corriente arriba deslizándose lentamente un bote con un alegre grupo de niños a bordo —podía oír sus voces y risas como una música sobre el agua— y entre ellos había otra pequeña Alicia, que estaba escuchando con relucientes ojos ilusionados un cuento que estaban contando, y ella escuchaba las palabras del cuento, y ¡ved!, era el sueño de su propia hermanita. Así que el bote discurría lentamente, bajo el reluciente día de verano, con su alegre tripulación y su música de voces y risas, hasta que pasó tras uno de los muchos recodos de la corriente, y ya no lo vio más.

Entonces pensó (como en un sueño a través del sueño, o así), cómo esta misma pequeña Alicia habría de ser, el día de mañana, toda una mujer; y cómo guardaría, a través de sus años maduros, el sencillo y amable corazón de su niñez, y cómo se reuniría entonces con sus niños pequeños, y pondría relucientes e ilusionados sus ojos con muchos cuentos maravillosos, quizás incluso con estas mismas aventuras de la pequeña Alicia de hace-tiempo; y cómo sentiría ella todas sus sencillas penas, y gozaría con todas sus sencillas alegrías, recordando su propia infancia, y los felices días de verano.

FIN