
La pesca milagrosa
Erckmann-Chatrian
Más cuentos del autor »Una noche maese Cappelmans se despertó sobresaltado en su estudio de pintura. Un gallo le pidió finalizar una obra inacabada.
La pesca milagrosa
1
Una mañana del mes de septiembre de 1850, mi digno maestro, el viejo pintor de marinas Andreusse Cappelmans, y yo estábamos tranquilamente asomados a la ventana de su taller, en el último piso de la vieja casa que hace esquina con la calle de los Brabantinos, sobre el puente de Leiden, fumándonos una pipa y bebiendo una jarra de ale a nuestra salud recíproca.
Yo tenía entonces dieciocho años y era rubio y sonrosado. Cappelmans rozaba los cincuenta, su gruesa nariz roja se iba azulando, le plateaban las sienes, sus ojillos grises se arrugaban, gruesos surcos estriaban sus mejillas morenas. Había trocado la pluma de gallo que adornaba su sombrero, y de la que antaño tanto se ufanaba, por una sencilla pluma de cuervo.
Hacía un tiempo espléndido. Frente a nosotros se desplegaba el viejo Rin; sobre él nadaban en el cielo algunas nubes blancas. El puerto, con sus grandes barcos negros, arriadas las velas, dormitaba. El sol reverberaba sobre las aguas azuladas y cientos de golondrinas surcaban el aire.
Ahí estábamos, soñadores, el alma anegada en sentimiento. Las grandes hojas de viña que enmarcaban la ventana se estremecían por la brisa; una mariposa revoloteaba perseguida por una bandada de ruidosos gorriones; abajo, sobre el tejadillo de un tenducho, un gato gordo y pelirrojo los miraba balanceando la cola con aire meditabundo.
Era un espectáculo de lo más apacible, y sin embargo Cappelmans parecía triste, preocupado.
—Maese Andreusse —le dije de pronto—, le noto a usted algo alicaído.
—Es cierto —contestó—, me siento melancólico como un burro apaleado.
—¿Por qué? El trabajo le va bien, tiene más encargos de los que puede satisfacer y sólo faltan dos semanas para la kermés.
—¡He soñado algo espantoso!
—¿Cree usted en los sueños, maese Cappelmans?
—La verdad es que no estoy seguro de que fuera un sueño, Christian, porque tenía los ojos abiertos.
Luego, vaciando su pipa en el alféizar, me dijo:
—Seguro que has oído hablar de mi viejo camarada Van Marius. Van Marius, el famoso pintor de marinas, que comprendía el mar como Ruysdael comprendía los campos, Van Ostade las aldeas, Rembrandt los interiores sombríos, Rubens los templos y los palacios. ¡Ah, qué gran pintor! Ante sus cuadros, uno no decía: «¡Qué hermosura!», sino «¡Qué hermoso es el mar, qué grande y temible!». No era el ir y venir del pincel de Van Marius lo que uno veía, sino la sombra de la mano de Dios extenderse sobre el lienzo. ¡Oh, qué talento, qué talento, qué don sublime, Christian!
Cappelmans guardó silencio apretando los labios, con el ceño fruncido y lágrimas en los ojos.
Era la primera vez que lo veía así, no acertaba a explicármelo.
Al cabo de un instante prosiguió:
—Van Marius y yo aprendimos juntos el oficio en Utrecht, en el taller del viejo Ryssen, y juntos pasábamos las veladas en la taberna de La Rana como dos hermanos. Más adelante nos vinimos a Leiden en amor y compañía. Van Marius sólo tenía un defecto: le daba a la ginebra y el aguardiente más que a la ale o la porter.
»Me concederás, Christian, que yo nunca me he emborrachado con otra cosa que no fuera cerveza, por lo que gozo de buena salud. Por desgracia, Van Marius se emborrachaba con ginebra. Si sólo hubiera bebido en la taberna…, pero mandaba que se la trajeran al taller. Solamente trabajaba con entusiasmo cuando llevaba una o dos copitas en el estómago y los ojos se le salían de las órbitas. Entonces había que ver cómo aullaba, cantaba y silbaba. Bramando como el mar, bosquejaba el lienzo con toda la fuerza de su brazo. Cada pincelada levantaba una ola; silbido a silbido las nubes se acercaban, se henchían, se amontonaban. De pronto mojaba el pincel en el bermellón y el relámpago fluía desde el negror del cielo hasta las verdes aguas como un chorro de plomo candente… Y en la lejanía, bajo la oscura bóveda, a lo lejos, muy lejos, surgía un velero, un cúter o cualquier otro, aplastado entre las tinieblas y la espuma… ¡Era aterrador! Cuando Van Marius pintaba escenas más plácidas, pedía al viejo ciego Coppelius que le tocara el clarinete a razón de dos florines diarios. Para representar escenas campestres rebajaba la ginebra con ale y se comía unas salchichas. Excuso decirte, Christian, que con semejante dieta acabó deteriorándose el temperamento. ¡Cuántas veces no le habré dicho: “Ándate con ojo, Jan, ándate con ojo, que la ginebra te va a acabar jugando una mala pasada!”.
»Pero lejos de escucharme, entonaba una canción báquica con voz tronante y luego acababa imitando el canto del gallo. Eso era lo que más le gustaba, imitar el canto del gallo. Por ejemplo, en la taberna, cuando su jarra estaba vacía, en lugar de aporrear la mesa como todo el mundo para que acudiera el tabernero, agitaba los brazos y soltaba unos cuantos ¡quiquiriquí! hasta que se la volvían a llenar.
»Marius llevaba tiempo hablándome de su obra maestra, La pesca milagrosa. Me había enseñado los primeros bocetos, que me dejaron maravillado, pero un buen día desapareció de Leiden sin dejar rastro y desde entonces nadie ha sabido nada de él.
Cappelmans volvió a encender su pipa con aire soñador y prosiguió:
—Ayer noche estuve en la taberna del Cántaro de Oro en compañía del doctor Roëmer, de Eisenloeffel, y de cinco o seis viejos amigos. Sobre las diez, ya no sé a cuento de qué venía, Roëmer soltó una soflama contra las patatas, declarando que eran un azote de la humanidad, que desde que se habían descubierto las patatas, los aborígenes de América, los irlandeses, los suecos, los holandeses y en general todos los pueblos que beben muchos licores, en lugar de desempeñar como antaño su papel en el mundo, se habían convertido en verdaderos ceros a la izquierda. Achacaba esta decadencia al aguardiente de patata. Al oírle, por no sé qué extrañas evoluciones de la mente, el recuerdo de Van Marius me vino a la memoria. «Pobre viejo —me dije—, ¿qué habrá sido de él? ¿Habrá terminado su obra maestra? ¿Por qué demonios no nos da señales de vida?».
»Sumido estaba en estas reflexiones, cuando Zelig, el vigilante nocturno, entró para avisarnos de que había que ir saliendo de la taberna, ya que estaban dando las once, así que me fui a casa con la cabeza algo embotada, me acosté y me quedé dormido.
»Pero hete aquí que al cabo de una hora, Brigitte, la zurcidora de enfrente, le prende fuego a las cortinas.
»Oigo gritos y carreras en la calle, abro los ojos, ¿y qué es lo que veo?: un enorme gallo negro posado sobre un caballete en medio de mi taller.
»En menos de un segundo, las cortinas de la vieja loca ardieron y se apagaron por sí solas. Todo el mundo se marchó entre risas, pero ahí seguía el gallo. Como la luna brillaba entre las torres del ayuntamiento, podía ver al curioso bicho estupendamente. Tenía unos grandes ojos amarillos bordeados de rojo y se rascaba la cabeza con la pata.
»Llevaba observándolo desde hacía diez minutos, preguntándome por dónde demonios se habría podido colar semejante pajarraco en mi taller, cuando va y me dice:
»—¿Cómo, Cappelmans, no me reconoces? Pero ¡si soy el alma de tu amigo Van Marius!
»—¡El alma de Van Marius! —exclamé—. ¿Van Marius ha muerto?
»—Así es —respondió con aire melancólico—; se acabó, amigo mío. Quise jugar la gran apuesta contra Hérode Van Gambrinus; bebimos sin parar dos días con sus noches. Al tercer día por la mañana, cuando la vieja Judith apagaba las velas, caí rodando bajo la mesa. Y ahora mi cuerpo descansa en la colina de Osterhaffen, frente al mar, y estoy buscándome un nuevo organismo. Pero no es de eso de lo que quería hablarte: vengo a pedirte un favor, Cappelmans.
»—¿Un favor? Dime… Haré cuanto esté en mi mano.
»—¡Qué peso me quitas de encima! —exclamó—. Aunque sabía que no me fallarías. Pues bien, la cosa es esta. Te diré, Andreusse, que fui a la Ensenada de los Arenques con el solo propósito de acabar La pesca milagrosa.
»”Por desgracia, la muerte me sorprendió antes de que pudiera darle los últimos toques a mi obra. Gambrinus la colgó como un trofeo al fondo de su taberna, eso me llenó de amargura… No descansaré hasta que no esté acabada y vengo a rogarte que la termines tú. Me lo prometes, ¿verdad, Cappelmans?
»—Descuida, Jan, eso está hecho.
»—Entonces, ¡buenas noches!
»Dicho esto, mi gallo levantó el vuelo y atravesó uno de los cristales con un ruido seco, sin hacer el menor destrozo.
Tras concluir este extraño relato, Cappelmans dejó su pipa en el antepecho de la ventana y vació su jarra de un trago.
Nos quedamos un buen rato en silencio, mirándonos el uno al otro.
—¿Así que le parece que ese gallo negro era realmente el alma de Van Marius? —dije por fin al buen hombre.
—¿Que si me parece? —contestó—. No me cabe la menor duda.
—¿Qué piensa hacer entonces, maese Andreusse?
—Pues muy sencillo, salgo para Osterhaffen. Soy un hombre de palabra: he prometido a Van Marius acabar La pesca milagrosa y la acabaré cueste lo que cueste. Dentro de una hora, Van Eyck el tuerto pasará a recogerme con su carreta.
Luego, interrumpiéndose y mirándome fijamente, me dijo:
—Ahora que caigo…, deberías acompañarme, Christian. Es una magnífica ocasión para conocer la Ensenada de los Arenques. Y además, nunca se sabe lo que puede ocurrir; me alegraría tenerte cerca.
—Me encantaría, maese Andreusse, pero ya conoce usted a mi tía Catherine, nunca lo consentiría.
—A tu tía Catherine… le voy a explicar que es fundamental para tu aprendizaje que conozcas un poco la costa. ¡Qué clase de pintor de marinas no ha salido nunca de los alrededores de Leiden y sólo conoce el puerto de Kalwyk! ¡Vamos, es absurdo! Te vienes conmigo, Christian, no se hable más.
Mientras esto decía, el buen hombre se enfundó su ancha casaca roja y cogiéndome del brazo me acompañó muy serio a casa de mi tía.
No os podéis hacer idea de todos los tira y afloja, las objeciones, las réplicas de maese Cappelmans para convencer a mi tía Catherine de que me dejara ir con él. La cosa es que acabó llevándose el gato al agua y a las dos horas ya estábamos camino de Osterhaffen.
2
Nuestra carreta, tirada por un caballito del Zuyderzee de cabeza gorda y patas cortas y peludas, con la grupa cubierta por una vieja piel de perro, corría desde hacía tres horas desde Leiden a la Ensenada de los Arenques sin que pareciera haber avanzado una sola pulgada.
El sol poniente proyectaba sobre la llanura húmeda inmensos reflejos púrpura; las charcas reverberaban y todo alrededor se dibujaban en negro los juncos y los carrizos que crecían en ambas orillas.
Se hizo de noche y Cappelmans, volviendo de sus ensoñaciones, exclamó:
—Christian, ciérrate bien la casaca, baja el ala de tu sombrero y mete los pies bajo la paja. ¡Arre, Barrabás…, arre! ¡Vamos a paso de caracol!
Luego le dio un tiento a su botella de skidam y secándose los labios con el dorso de la mano me la pasó diciendo:
—Echa un trago, no vaya a ser que la niebla se te meta en el estómago. Es una neblina salada, no hay cosa peor en el mundo.
Me sentí en la obligación de seguir el consejo de Cappelmans y ese licor benéfico me devolvió en seguida el buen humor.
—Querido Christian —prosiguió el viejo maestro tras un instante de silencio—, como tenemos para otras cinco o seis horas entre la niebla, sin más distracción que fumar en pipa y oír chirriar a la carreta, hablemos de Osterhaffen.
Entonces el buen hombre se puso a describirme la taberna de La Tabaquera, la mejor surtida en cervezas fuertes y licores espiritosos de toda Holanda.
—Está en la callejuela de los Tres Zuecos. Se la reconoce de lejos por su ancha techumbre aplanada; sus ventanitas cuadradas, a ras de suelo, dan al puerto. Enfrente crece un castaño; a la derecha hay un juego de bolos, adosado a una vieja tapia cubierta de musgo; detrás, en el gallinero, cientos de ocas, gallinas, pavos y patos conviven arremolinados en alegre guirigay.
»En cuanto a la gran sala de la taberna, no tiene nada de particular. Pero bajo las vigas marrones del techo, en medio de una azulada nube de humo, reina detrás de un mostrador en forma de barril el terrible Hérode Van Gambrinus, apodado el Baco del Norte.
»Ese hombre es capaz de beberse él solito dos medidas de porter; trasiega la triple ale y la lambic como si fueran pasando por un embudo de hojalata hasta su estómago. Sólo la ginebra es capaz de tumbarlo.
»¡Pobre del pintor que pone los pies en ese antro! Te lo digo yo, Christian, más le valiera no haber nacido. Las mozas de taberna de largas trenzas rubias le sirven solícitas y Gambrinus le tiende sus anchas manos peludas, pero es para robarle el alma: el desgraciado sale de allí como salieron los compañeros de Ulises de la caverna de Circe.
Dicho esto, Cappelmans encendió su pipa y se puso a fumar en silencio.
Yo me había puesto muy melancólico, me invadía una tristeza insuperable. Me parecía estar acercándome al borde de un abismo, y si hubiera podido saltar de la carreta —que Dios me perdone— habría dejado solo al viejo maestro en su azarosa empresa.
Lo que me retuvo fue la imposibilidad de regresar por desconocidos pantanos en una noche oscura. No me quedó más remedio que seguir la corriente y someterme a la suerte funesta que preveía.
Sobre las diez, maese Andreusse se quedó dormido, su cabeza empezó a bambolearse sobre mi hombro. Yo me mantuve en vela algo más de una hora, pero al final me venció el cansancio y caí dormido a mi vez.
No sabría decir el tiempo que llevábamos descansando cuando la carreta se detuvo bruscamente y el cochero exclamó:
—¡Ya hemos llegado!
Cappelmans profirió una exclamación de sorpresa, yo sentí un escalofrío recorrerme de la cabeza a los pies.
Por muchos años que viva, la taberna de La Tabaquera, tal como la vi entonces, con sus ventanitas centelleantes y su gran techumbre inclinada hasta rozar el suelo, siempre estará presente en mi memoria.
La noche era cerrada. El mar bramaba a un centenar de pasos a nuestra espalda, y sobre sus clamores inmensos se oía el sonido gangoso de una cornamusa.
Entre las tinieblas se veían unas siluetas grotescas bailar en los cristales de la taberna. Aquello parecía un juguete de niño, una linterna mágica, un mirlitón dejado ahí en mitad de la noche para hacer befa de la formidable escena.
La calleja fangosa iluminada por una linterna de cuerno dejaba entrever extrañas figuras que avanzaban y retrocedían en la oscuridad como ratas en una alcantarilla. Seguía oyéndose la misma cantinela, y ese murmullo gangoso, el caballito de Van Eyck con la cabeza gacha y los pies en el barro, Cappelmans tiritando arrebujado en su grueso gabán, la luna rodeada de nubes, asomando por algunas grietas luminosas, confirmaban mis aprensiones y me llenaban de una tristeza indecible.
Cuando íbamos a echar pie a tierra, salió de pronto de las sombras un hombre de elevada estatura, tocado con un ancho sombrero, la barba en punta, una gorguera sobre el jubón de terciopelo negro y el pecho adornado con una triple cadena de oro, a la manera de los antiguos artistas flamencos.
—¿Sois vos, Cappelmans? —dijo el hombre, cuyo perfil severo se recortaba sobre los cristales emplomados de la taberna.
—Sí, maestro —respondió Andreusse estupefacto.
—Id con tiento —prosiguió el desconocido levantando el índice—, id con tiento: ¡el asesino de almas os aguarda!
—Pierda cuidado, Andreusse Cappelmans cumplirá con su deber.
—Está bien, sois todo un hombre: el espíritu de los viejos maestros os acompaña.
Dicho esto, el extraño se adentró en las tinieblas y Cappelmans, muy pálido pero firme y resuelto, bajó de la carreta.
Lo seguí, más asustado de lo que sería capaz de admitir.
De la taberna salía un rumor confuso. Se había dejado de oír la cornamusa.
Nos dirigimos hacia allí y maese Andreusse, que iba delante, se volvió y me dijo al oído:
—Cuidado, Christian.
Y abrió la puerta. Bajo los arenques, los jamones y las longanizas colgados de las vigas negras, vi a un centenar de hombres sentados en torno a largas mesas dispuestas en fila: unos, encorvados y encogidos como macacos; otros, despatarrados, con el sombrero ladeado, la espalda contra la pared, lanzando al techo nubes de humo que ascendían en espiral.
Todos estaban sonrientes, con los ojos entrecerrados y los mofletes subidos hasta las orejas; parecían sumidos en una especie de beatitud profunda.
A la derecha, una enorme chimenea flameante enviaba sus estelas de luz de una punta a otra de la sala; delante, la vieja Judith, seca y larguirucha como un palo de escoba, con el rostro enrojecido, meneaba en la lumbre una sartén en la que chisporroteaba una fritura.
Pero lo que más me impresionó fue el mismísimo Hérode Van Gambrinus, a la izquierda de la sala, sentado detrás de su mostrador tal como me lo había descrito maese Andreusse, con la camisa arremangada hasta los hombros dejando al descubierto sus brazos peludos, los codos plantados entre las jarras relucientes, las mejillas alzadas por los puños enormes, sus greñas pelirrojas enmarañadas y su larga barba amarillenta cayéndole en oleadas sobre el pecho. Miraba con ojos soñadores La pesca milagrosa colgada al fondo de la taberna, justo encima de un relojito de madera.
Llevaba unos segundos observándolo cuando, fuera, no lejos de la calleja de los Tres Zuecos, se oyó la trompa del vigilante nocturno. En ese mismo instante, la vieja Judith, meneando su sartén, dijo en tono irónico:
—¡Medianoche! Hace doce días que el gran pintor Van Marius descansa en la colina de Osterhaffen y el vengador no llega.
—¡Helo aquí! —exclamó Cappelmans dirigiéndose hacia el centro de la sala.
Todos los ojos se volvieron hacia él y Gambrinus, girando la cabeza, empezó a sonreír acariciándose la barba.
—¿Así que tú eres Cappelmans? —dijo en tono burlón—. Te estaba esperando. ¿Vienes a buscar La pesca milagrosa?
—Sí —respondió maese Andreusse—, he prometido a Van Marius acabar su obra maestra. La quiero y la tendré.
—¡La quieres y la tendrás! —prosiguió el otro—. Eso es mucho decir, compañero. ¿Sabes que me la he ganado empuñando la jarra?
—Lo sé. Y empuñando la jarra es como pretendo recuperarla.
—¿Así que estás dispuesto a jugar la gran apuesta?
—Lo estoy. Que el Dios justo me ampare. Mantendré mi palabra o caeré rodando bajo la mesa.
Los ojos de Gambrinus se iluminaron.
—Ya lo habéis oído —exclamó dirigiéndose a los bebedores—, es él quien me reta, que se haga según su voluntad.
Luego, volviéndose hacia maese Andreusse añadió:
—¿Quién es tu padrino?
—Mi padrino es Christian Rebstock —dijo Cappelmans haciéndome señas de que me acercara.
Yo estaba sobrecogido.
Sin más dilación, uno de los asistentes, Ignace Van den Brock, burgomaestre de Osterhaffen, tocado con un pelucón de grama, sacó un papel de su bolsillo y con tono de pedagogo leyó:
—El wogt de los borrachines tendrá derecho a ropa blanca, vaso blanco y blanca candela: ¡que se los traigan!
Y eso fue lo que colocó a mi derecha una alta criada pelirroja.
—¿Y tu padrino quién es? —preguntó maese Andreusse.
—Adam Van Rasimus.
El tal Adam Van Rasimus, de nariz bulbosa, algo cheposo y con un ojo que se le iba, vino a sentarse a mi lado. Lo mismo le trajeron.
Dicho esto, Hérode, tendiéndole su ancha mano por encima del mostrador a su adversario, exclamó:
—¿No empleas ni sortilegio ni maleficio?
—Ni sortilegio ni maleficio —respondió Cappelmans.
—¿No albergas odio contra mí?
—Cuando haya vengado a Fritz Coppelius, al paisajista Tobie Vogel, a Roëmer, a Nickel Brauer, a Diderich Vinkelmann, a Van Marius y a todos los pintores de mérito a los que has ahogado en la ale y la porter y despojado de sus obras, entonces dejaré de odiarte.
Hérode soltó una inmensa carcajada, y apoyando sus anchos hombros contra la pared exclamó con los brazos extendidos:
—Los he vencido empuñando la jarra, honrada y limpiamente, como te venceré a ti. Sus obras han pasado a ser de mi legítima propiedad, y en cuanto a tu odio, me importa una higa y lo paso por alto. ¡Bebamos!
Entonces, mis queridos amigos, empezó una lucha tal que no hay otra igual que recordarse pueda, al menos en Holanda, y de la que se hablará por los siglos de los siglos si place a Dios Nuestro Señor: lo blanco y lo negro se veían las caras, los destinos iban a cumplirse.
Pusieron un barril de ale sobre la mesa y llenaron hasta el borde dos jarras de una pinta. Hérode y maese Andreusse vaciaron cada uno la suya de un trago. Y así sucesivamente, de media hora en media hora, con la regularidad del tictac del reloj, hasta que se vació el barril.
De la ale se pasó a la porter y de la porter a la lambic.
Deciros el número de barriles de cerveza fuerte que se vaciaron en aquella batalla memorable me sería fácil: el burgomaestre Van den Brock consignó la cifra exacta en el registro del municipio de Osterhaffen para enseñanza de las razas venideras; pero no me creeríais, os parecería fabulosa.
Básteos saber que la lucha duró dos días y tres noches. Nunca se había visto nada igual.
Por primera vez, Hérode tenía que vérselas con un adversario capaz de hacerle frente. Tanto es así que, habiéndose extendido la noticia por toda la comarca, no paraba de llegar gente, a pie, a caballo, en carreta: era una auténtica procesión. Y como muchos no querían perderse el final del combate, resultó que a partir del segundo día la taberna no se vació ni un segundo. Apenas podía uno moverse y el burgomaestre se veía obligado a aporrear la mesa con su bastón gritando: «¡Abran paso!», para que los mozos de bodega pudieran llegar hasta allí con los barriles al hombro.
Mientras tanto, maese Andreusse y Gambrinus siguieron vaciando sus pintas con una regularidad pasmosa.
A veces, recapitulando mentalmente el número de moos que se habían bebido, me parecía estar soñando, y miraba a Cappelmans con el corazón en un puño. Pero él, guiñándome un ojo, exclamaba riéndose:
—¡La cosa va bien, Christian! Tómate un trago para refrescarte.
Y me dejaba desconcertado.
«El alma de Van Marius está en él —me decía—, es ella quien lo sostiene».
En cuanto a Gambrinus, con su pipa de viejo boj en los labios, el codo sobre el mostrador y la mejilla en la mano, fumaba tan campante, como un honrado burgués que vaciara de noche su jarra pensando en los asuntos de la jornada.
Era inconcebible. Hasta los más aguerridos bebedores no se lo explicaban.
La mañana del tercer día, antes de apagar las velas, y en vista de que la lucha amenazaba con prolongarse indefinidamente, el burgomaestre pidió a Judith que trajera aguja e hilo para la primera prueba.
Entonces se produjo un gran revuelo; todo el mundo se acercó para no perderse detalle.
Según las reglas de la gran apuesta, aquel de los combatientes que saliera victorioso de esa prueba tenía derecho a elegir la bebida que más le conviniera e imponerla a su adversario.
Hérode dejó la pipa sobre el mostrador. Cogió el hilo y la aguja que le tendía Van den Brock y levantando su corpachón, con los ojos muy abiertos y el brazo en alto, apuntó. Pero ya fuera porque le pesara la mano o porque la llama vacilante de las velas le nublara la vista, se vio obligado a hacer dos intentos, lo que pareció causar gran impresión entre los asistentes, que se miraron unos a otros estupefactos.
—Su turno, Cappelmans —dijo el burgomaestre.
Entonces, maese Andreusse, poniéndose de pie, cogió la aguja y la enhebró a la primera. La sala estalló en frenéticos aplausos, parecía que la taberna fuera a venirse abajo. Miré a Gambrinus: su oronda cara estaba congestionada, le temblaban las mejillas.
Al cabo de un minuto, cuando se restableció el silencio, Van den Brock dio tres golpes en la mesa y exclamó en tono solemne:
—Maese Cappelmans, glorioso Baco sois. ¿Qué bebida elegís?
—Skidam —respondió maese Andreusse—, vieja skidam. ¡La más fuerte y añeja que haya!
Esas palabras produjeron un efecto sorprendente en el tabernero.
—¡No, no! —gritó—. ¡Cerveza, sigamos con cerveza, skidam no!
Se levantó, desencajado.
—Lo lamento —zanjó el burgomaestre—, pero las reglas son las reglas, que traigan lo que quiere Cappelmans.
Entonces Gambrinus se sentó como el desgraciado al que acaban de leerle su sentencia de muerte. Trajeron una skidam del año XXII, que Van Rasimus y yo probamos para dar fe de que no había ni adulteración ni mezcla.
Llenaron los vasos y siguió la lucha.
Toda la población de Osterhaffen se agolpaba en las ventanas.
Apagaron las velas, se había hecho de día.
A medida que el combate se iba acercando a su fatal desenlace, el silencio se hacía más profundo. Los bebedores, de pie sobre las mesas, las sillas, los barriles vacíos, miraban atentos.
Cappelmans pidió un plato de longaniza y se puso a comer a dos carrillos, pero Gambrinus había dejado de ser el que era, la skidam lo aturdía. Su grueso rostro carmesí estaba sudoroso, sus orejas habían adquirido tintes violáceos, se le cerraban los párpados. A veces, una sacudida nerviosa le hacía levantar la cabeza; entonces, con los ojos muy abiertos, el labio caído, miraba alelado aquellos silenciosos rostros apretujados, y luego cogía la jarra con ambas manos y se la bebía entre estertores.
En mi vida había visto nada más horrible.
Todo el mundo sabía que la derrota del tabernero era segura.
«No tiene nada que hacer —se decían—. Él, que se creía invencible, ha dado con la horma de su zapato; una o dos jarras más y todo habrá terminado».
Aunque algunos pretendían lo contrario: afirmaban que Hérode aún podía aguantar otras tres horas. Van Rasimus incluso se apostó un barril de ale a que no se desplomaría hasta el anochecer; pero una circunstancia en apariencia insignificante precipitó el desenlace.
Era casi mediodía.
El mozo de bodega Nickel Spitz llenaba las jarras por cuarta vez.
La desgarbada Judith, tras haber intentado aguar la skidam, salió llorando a moco tendido, se la oía soltar lúgubres gemidos en la habitación de al lado.
Hérode dormitaba.
De pronto, el viejo reloj se puso a chirriar de forma extraña, las doce campanadas sonaron en medio del silencio. Luego, el gallo de madera encaramado sobre la esfera aleteó y lanzó un prolongado quiquiriquí.
Entonces, queridos amigos, quienes nos encontrábamos en la sala fuimos testigos de una escena escalofriante.
Al oír cantar al gallo, el tabernero se irguió cuan largo era como impulsado por un resorte invisible.
Jamás olvidaré esa boca entreabierta, esos ojos despavoridos, esa cabeza lívida de terror.
Aún puedo verlo extendiendo las manos para apartar la horrenda imagen. Lo oigo que grita con voz estrangulada:
—¡El gallo! ¡Oh, el gallo!
Quiere huir… pero sus piernas flaquean, y el terrible Hérode Van Gambrinus se desploma a los pies de maese Andreusse Cappelmans como el buey derribado por la maza del matarife.
Al día siguiente, sobre las seis de la mañana, Cappelmans y yo salimos de Osterhaffen llevándonos La pesca milagrosa.
Nuestra entrada en Leiden fue un verdadero triunfo. Toda la ciudad, advertida de la victoria de maese Andreusse, nos esperaba por calles y plazas: parecía un domingo de kermés. Pero eso no pareció impresionar a Cappelmans. No había abierto la boca en todo el camino y parecía preocupado.
Nada más llegar a su casa, lo primero que hizo fue cerrar la puerta a cal y canto.
—Christian —me dijo el buen hombre mientras se quitaba el grueso gabán—, necesito estar solo; vuelve con tu tía y ponte a trabajar. Cuando el cuadro esté acabado, mandaré a Kobus con el aviso.
Me abrazó con cariño y me empujó suavemente hacia la puerta.
¡Qué gran día cuando a las seis semanas maese Andreusse pasó él mismo a recogerme a casa de mi tía Catherine y me llevó a su taller!
La pesca milagrosa estaba apoyada contra la pared frente a los dos ventanales.
¡Dios, qué obra sublime! ¡Será posible que al hombre le sea dado producir cosas como aquella! Cappelmans había puesto en el cuadro todo su corazón y su talento: el alma de Van Marius debía de estar satisfecha.
Me habría quedado hasta entrada la noche, mudo de admiración, ante ese lienzo incomparable si el viejo maestro, dándome un golpecito en el hombro, no me hubiera dicho muy serio:
—Te gusta, ¿verdad, Christian? Pues bien, Van Marius tenía como poco otras doce obras maestras como esta en la cabeza. Por desgracia, le gustaban demasiado la triple ale y la skidam. ¡Su estómago acabó con él! Eso es lo que nos pierde a nosotros los holandeses. Eres joven, que esto te sirva de lección: el sensualismo es el enemigo de las grandes cosas.
FIN