La muerte lucrativa

La muerte lucrativa

Monteiro Lobato

Picaresca Realista

Nico era hijo de un coronel orgulloso de su progenie. Ángel en casa y demonio extramuros, Nico, estudió medicina con la idea de ganar dinero.

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La muerte lucrativa

De los dieciséis hijos del coronel Ignacio da Gama, el menor muy temprano reveló singulares aptitudes para médico. Así por lo menos creyó el padre como quiera que lo sorprendiese, en la huerta, interesadísimo en destripar un pajarito agonizante.

—He descubierto la vocación de Nico —dijo el sagaz sujeto a su mujer—. Será un óptimo esculapio. Acabo de verlo disecando un chingolo vivo.

Han de dudar los naturalistas que el hombre dijese «disecar». Un coronel de tierra adentro que se expresa así, con ese rigor de glótica, es cosa inadmitida por los meticulosos que analizan el género entero por la media docena de panfucios engalonados de su conocimiento.

Pues dijo. Este coronel da Gama abría una excepción a la regla: tenía sus luces, leía sus diarios, había devorado, de joven, las aventuras de Rocambole y las Memorias de un Médico, y seguía los debates de la Cámara con viva admiración hacia los líderes palabrosos. Veníale de allí un cierto atildamiento en su lenguaje, detonante con el chabacano ambiente glósico de la fazenda en donde vivía.

Quien nada entendió fue doña Joaquina, a juzgar por el aire estupidizado que comunicó a su rostro.

—Disecando —explicó con superioridad su marido— quiere decir destripando.

Destripar, dada la buena voluntad paterna en descubrir en el muchacho inclinaciones quirúrgicas, equivalía a disecar. Tomen nota los diccionaristas que no tienen hijos.

—¿Y dejaste que cometiese semejante maldad? —exclamó la buena mujer compadecida.

—¡Ya vienes con tus cursilerías!… Déjalo que juegue; está en la edad. Yo, de muchacho, hacía cosas peores, y no por eso soy un ogro.

¡Otra vez! «Ogro». ¿Qué quieren? El hombre nació culterano. Este ogro debía ser una reminiscencia del «ogro de Córcega», llamado Napoleón. Perdónenlo a guisa de compensación a la parsimonia de la consorte, cuyo vocabulario era de los más restringido.

Doña Joaquina frunció la cara y, cuando el pequeño facineroso volvió de la huerta, le pidió cuentas de la perversidad, ásperamente.

El coronel, que en ese momento leía tumbado en la red los periódicos recién llegados, tuvo por bien interrumpir la ingestión de un discurso inflamado sobre el Amapá, para ir en auxilio del vástago.

—Una vez que será médico, no veo mal que se vaya familiarizando con la anatomía.

—¡La anatomía está allí! —retrucó la indignada madre, señalando una vara de membrillo oculta detrás de la puerta—. Que yo sepa que vuelves a torturar a los pobres animalitos, y verás cómo te diseco el lomo con esa anatomía. ¿Ha oído, so carnicero?

El muchacho se escurrió; el coronel reanudó resignado el hilo del discurso, y el caso del chingolo quedó en eso.

Mas no paró allí la maldad de Nico. Tomaba sus precauciones. Era a ocultas que «despenaba» moscas, arrancándoles las patas y las alas, para gozar del sufrimiento de los cuerpecitos inertes. A los grillos les cortaba las «saltadoras», y reía viendo a los mutilados arrastrarse como cualquier alimaña vulgar. Fue él quien cortó el rabo al mísero Brinquito, de la sirvienta Emilia, y era él quien descaderaba a los gatos de la fazenda.

Todo eso, lejos. En casa, era un angelito. Y así, ángel internamente y demonio extramuros, creció hasta cambiar de voz. Entró en ese período en un colegio de la comarca, y de este saltó a Río de Janeiro, matriculado en medicina.

El empleo que dio a los seis años del curso, lo supo, él, los amigos y… las amigas. Sus padres vivieron siempre engatusados creídos de que el hijo era un águila que emplumaba, futuro prócer de Itaoca, en donde, liquidada la fazenda, vivía entonces. En esta ciudad tenían pensado encarrilar al muchacho para el desbanque de los cuatro esculapios locales, «unas acémilas» —decía el coronel— cuya veterinaria rebajaba a los itaoquenses a la categoría de caballos.

Durante las vacaciones, el doctorando aparecía por allí, cada vez «más otro», desembarazado, con tiques de carioca, con sus silbantes, trajes caros y un palabreado técnico que ponía tonta a la gente.

Cuando se doctoró, y se instaló definitivamente en Itaoca, estaba en los veinticuatro años. No se le describe aquí el rostro, porque los retratos hechos con palabras tienen la propiedad de hacer imaginar facciones a veces contrapuestas a las descritas. Se dirá únicamente que era un joven espigado, entre rubio y castaño, bello pero antipático, con una manera de mirar a lo Stuart Holmes —decían las chicas, doctoras en cine—. Llevaba barba-perilla de médico francés, detalle que mucho acrecienta la ciencia del propietario. Enfermo hay quien, entre un doctor barbudo y uno lampiño, opta sin más ni más, por el peludo, convencido de que opta por el mejor. El doctor Nico, mientras tanto, aborrecía aquel medio tan mezquino «en donde no había campo».

«Esto aquí —escribía a sus colegas de Río— es un puro destierro. Clínica escasa y mal retribuida, sin margen para grandes lances, y aun así, repartida entre cuatro curanderos que se dicen médicos. Perfectas vacas de Hipócrates, arruinadores de la pepinera, con sus consultitas de cinco mil reis. El cirujano de la tierra es un Doyen de sesenta años, emérito extractor de niguas y amputador de verrugas con hebras de pelo. Suministran ioduro a todo el mundo y tienen la imbecilidad de blasonar escepticismo, diciendo que lo que cura es la Naturaleza. Estos curanderos son los que echan a perder el negocio…».

Negocio, pepinera, grandes lances… He ahí la psicología del joven médico.

«Además de eso —continuaba—, se me hace insoportable la ausencia de Ivonne. No hay aquí mujeres ni gente con quien uno pueda charlar. ¡Una pocilga! ¡Ah, las farras de nuestros buenos tiempos!».

¡Aquí está! Ivonne, los amigos, las farras fueron lo mejor del curso. Con mano diurna y nocturna manoseó a estos tratadistas de la anatomía, de la fisiología, de la haraganería, y ahora le torturaban las saudades.

Ivonne había regresado a su país, dejando la media docena de amantes que desplumara muriéndose de añoranzas de sus encantos. Antes de irse dio a cada tonto una estrellita del cielo, para que, a las tantas, se encontrasen en ella las amorosas miradas. Los seis tilingos clavaban todas las noches la mirada, uno en «Taureau» (ella distribuyó las constelaciones en francés), otro en «Ecrevisse», otro en «Chevelure de Berenice», el cuarto en «Belier», el quinto en «Antares», y el último en «Epi de la Vierge».

Y la francesa se moría de risa en los brazos de un «apache», contándole la historia cómica de los seis pazguatos brasílicos, y de las seis estrellas respectivas. Juntos leían las seis cartas recibidas a cada vapor, en las cuales las protestas de amor, en temperamento de ebullición, hacían perdonar la ingramaticalidad del francés antártico. Y respondían, en colaboración, en carta circular, donde solo variaba el nombre de la estrella y la dirección. Listas las copias, el «apache» abría el cuaderno y dictaba:

—A monsieur Gómez, «le Taureau»; a monsieur Silva, «l’Epi de la Vierge»; a monsieur Souza, «le Belier»…

E Ivonne iba colocando las estrellas, descostillándose de risa.

Esta circular era lo que había de más tierno. Quejábase la diva de saudades, «esa palabra tan poética que aprendiera en el Brasil, el lindo país de las palmeras, del cielo azul y del amor…». Acusábalos de ingratos, enderezados ya hacia otros amores, mientras ella, la pobrecita, solitaria y triste, «comme la torcaz», consumía los días rememorando el dulce pasado, y las noches contemplando la estrella…

He aquí la razón por la cual, en noches límpidas, se quedaba Nico en la ventana, pensativo, con la mirada fija en la «Chevelure».

Y se explica también el secreto de unas cartas que le entregaba el correo, timbradas en Francia, sobre la figurita de la Semeuse.

El sueño del joven era enriquecer de prisa para reanudar el placer del idilio truncado.

—¡París!… —balbucía en los momentos de devaneo, semicerrando los ojos en el pregusto del paraíso.

Se soñaba allá, enriquecido, con Ivonne del brazo, paseando por el «Bois», tal como en las novelas, y en la realización de este sueño era el blanco de todos sus anhelos. Había jurado a la amiga que iría a reunírsele, apenas la prosperidad lo abasteciera de medios. Mientras tanto, el tiempo corría sin que ningún pez de bulto le cayese en la red.

En un francés senegalesco, Nico lloriqueó, epistolarmente, en el seno de la

«petite»:

—No se enferma aquí ningún rico; no hay margen para grandes lances; mi padre está viejo, pero fuerte todavía, aun cuando somos dieciséis herederos. No sé cuándo podré estrecharte entre mis brazos, oh, mi… —aquí venían tres o cuatro comparaciones, a cual más poéticas, rememorativas de Salomón cuando cantaba a la Sulamita.

Entre los antiguos médicos de Itaoca, el doctor Nico gozaba de pésimo renombre, si un renombre pésimo podría ser motivo de gozo.

—¡Es una bestiecita! —decía uno—. ¡Yo me admiro de que puedan salir de la Facultad cabalgaduras de esta laya! Es médico en el diploma y en la barbita; fuera de ahí, ¡qué caballo!

—¡Y qué tupé! —añadió otro—. ¡Presumido y pomadista como ninguno! ¡Yo quisiera atraparlo en una consulta, para aplastarlo!

El padre, ya viudo, babeaba de orgullo. Hijo médico, y encima despabilado y bien hablante como aquel… Era de moler de envidia a los más. Le embebecía, sobre todo, su manera elevada de expresarse. Se reveía en el hijo, el coronel.

—La terminología entera de la ciencia alópata, cosas en griego y en latín, circonvolucionan en aquella cabecita —dijo cierta vez al párroco, que miró de reojo, por encima de las gafas, aquel mirífico «circonvolucionan».

Y así corría el tiempo, entre las diatribas de las dos ciencias, la joven y la vieja, entremezcladas de los bellos vocablos que el coronel nunca dejaba de mechar en su fraseado.

Mientras tanto, enfermó el mayor Mendaña, capitalista retirado con trescientas pólizas federales de un conto de reis cada una —el Rockefeller de Itaoca—. Acometióle una súbita aflicción, una fatiga, y la mujer se inquietó.

—No es nada. Esto pasa pronto —la tranquilizó el enfermo.

—Pasará o no pasará. Lo prudente es llamar a un médico.

—¡Qué médico! Esto no es nada, te digo.

No era tan nada así, como pretendía. A la noche agravósele el malestar, y el viejo, aprensivo, cedió a las instancias de la esposa.

—¿Llamar a qué médico?

—Pues a Moura —dijo la mujer, para quien Moura le merecía confianza.

—¡Dios me libre! —retrucó el marido.

—¡Ese es un jettatore! ¿No fue él quien asistió a Zeca, a Peixeto y a Jerónimo?

¿Y no estiraron la pata los tres?

—¿El doctor Fortunato, entonces?

—¡Fortunato! ¿Ya te olvidaste de lo que me hizo por ocasión del jury? ¡Cobrarme cincuenta mil reis por un testimonio falso! ¡No me pilla un vintén más el muy pirata!

Del doctor Elesbón no se habló siquiera; era un adversario político.

—Llamaremos a Galeno…

—Es tan mosca muerta, Galeno —gimió el enfermo con cara de desconsuelo—. Anduvo años y más años curando a Farías una diabetes, y ya lo daba por muerto cuando un curandero de la campaña lo curó con un coco de Bahía comido en ayunas. Era solitaria la diabetes del hombre… Solo si viniese el hijo de Ignacio.

Aquí fue la mujer que protestó:

—A decirte verdad, prefiero la ignorancia de Galeno, la mala suerte de Moura y hasta a Elesbón…

—¡Ese nunca!… —interrumpió el viejo en un asomo de rencor político.

—… que esa «antipatía» del tal doctorcito. Los otros, al menos, tienen la experiencia de la vida, al paso que este…

—¿Este qué?

—Este, Mendaña, es un mozo bonito que lo que quiere es dinero y farra, ¿no estás viendo?

—¡Bah! —berreó el terco—… siempre ha de saber algo más que los viejos.

Aprendió cosas nuevas. ¿No la curó, acaso, a la hija de Leandro?

—¡También qué enfermedad!… ¡Sequedad de vientre!

—Sea lo que sea, el caso es que la curó. Hazlo llamar.

—¡Mira que!… Después no te arrepientas…

—Hazlo llamar. En seguida, que no me estoy sintiendo bien.

Vino Nico. Interrogó detenidamente al paciente, tomóle el pulso, lo consultó, y tras una larga pausa, frunciendo el ceño, dijo:

—Por el momento no diagnostico, porque no quiero ser precipitado como ciertos colegas. Sin una auscultación esteptocóspica nada puedo decir. Volveré más tarde.

—¿Lo ves? —dijo Mendaña a la esposa luego que el joven partió—. Fuese Moura, o cualquiera de los tales, ya desde la puerta vendría berreando que era esto y que era lo de más allá. Este es concienzudo. Quiere hacer una auscultación… ¿cómo dijo?

—Estereoscópica, parece.

—Sea lo que sea. Quiere hacer las cosas a derechas. Es como debe ser.

Volvió el joven, y con gran ceremonial aplicó el instrumento sobre el magro pecho del enfermo. Frunció de nuevo la fisonomía en donde se acentuaron las arrugas de concentración y concluyó con imponente solemnidad:

—Pericarditis aguda, agravada por una flegmasia hepática-renal.

El enfermo desmesuró los ojos. Nunca se había imaginado que dentro de sí convivieran enfermedades tan bonitas, aunque incomprensibles.

—¿Y es grave, doctor? —preguntó la mujer, asustada.

—Es y no es —respondió el sacerdote—. Sería grave si, modestia aparte, en vez de llamar a uno de esos… matasanos que por ahí curandean. Conmigo es diferente. He tenido en Río, en la clínica hospitalicia, muchos casos más graves, y a ninguno perdí. Tranquilícese, que pondré a su marido completamente sano, dentro de un mes.

—¡Dios lo oiga! —remató la mujer acompañándolo hasta la puerta, ya reconciliada con la «antipatía».

—¿Y? —preguntó el enfermo—. ¿Hice o no bien en llamarlo?

—Parece… Dios quiera que hayamos acertado, porque esto de médicos es suerte.

—¡No es tanto así, mujer! —replicó el viejo—. Los que saben se conocen enmedia docena de palabras, y este mozo, o mucho me engaño, sabe lo que dice. Fuese Fortunato…

Y rió, allá para sus adentros, al imaginar las dolencias caseras que Fortunato descubriría en él…

Nadie supo qué enfermedad era la que aquejaba al mayor. El bonito diagnóstico de Nico no pasaba de una mera sonoridad trapacera. Presintió el joven que el viejo tenía el corazón débil, y algún achaque en el hígado. Esto, porque al paciente le dolía «aquí, en el vacío», y aquello, por ser natural en un organismo ya castigado por la edad. Mero pálpito. Confesarlo, sin embargo, llanamente, equivaldría a hacer clínica a la manera de Fortunato, y se desacreditaría. Además, ¿quién sabe si no estaría allí el soñado lance? Prolongar la enfermedad… Engordar…

Nico no veía en Mendaña al enfermo, sino a una «bolada», mayor o menor según la habilidad de su juego. La salud del viejo le importaba tanto como las estrellas del cielo —excepción hecha de la «Cabellera de Berenice»—. Como abominase la medicina, no viendo en ella sino un medio rápido para enriquecer, ni siquiera le interesaba el «caso clínico» en sí, como a muchos otros.

Quería dinero, porque el dinero le daría París, con Ivonne de yapa. Y bien: el mayor poseía trescientas pólizas… Dependía, pues de su artimaña malabarear aquel hígado, aquel corazón, aquellas palabras griegas y, mediante una hábil prestidigitación, convertirlos en unos tantos contos de reis sonantes.

La carta de ese mes a la francesita decía:

«Han mejorado los negocios. Estoy metido en una empresa que se me figura rendidora. En saliendo todo satisfactoriamente, espero, aún este año, poderte besar bajo la luz de la eterna confluente de nuestras miradas…».

El enfermo empeoró con la medicación. Inyecciones hipodérmicas, cápsulas, píldoras, pociones… no hubo terapéutica que no se pusiese a prueba en él, desastrosamente.

—Es más grave el caso de lo que suponía —dijo el médico a la mujer— y los escrúpulos de mi sacerdocio me aconsejan pedir una conferencia médica. Los colegas del lugar son lo que usted ya sabe; mientras tanto, me someto a oírlos.

—¡No, doctor! Mendaña no quiere oír hablar de sus colegas. Solo tiene confianza en usted.

—En ese caso…

Nico volvió a su casa restregándose las manos de puro contento. Estaba solo en el campo, con todos los vientos favorables. París corría a su encuentro…

Malgrado suyo, en la semana siguiente, inesperadamente, el demonio del mayor experimentó una sensible mejoría. ¡Sanaba el bribón! Y Nico palpitó que con una quincena más de aquella reacción, el hombre se pondría de pie.

Hizo cálculos: treinta visitas, treinta inyecciones y tal: tres contos. ¡Una miseria!

Si muriese, el caso era diferente: podría exigir veinte o treinta.

Era costumbre de los tiempos que el médico se hiciese heredero de su cliente.

Servicios que se pagaban con centenas de miles de reis, en los casos de cura, ascendían a contos de reis en los casos de muerte. Si los interesados se resistían al pago, vistas al arbitraje. Los árbitros, funcionarios del mismo oficio, sostenían los honorarios por espíritu de compañerismo, diciendo en latín «Hodie mihi, cras tibi», cuya traducción médica es: preparate para hacer lo mismo conmigo, que también pretendo dar mi dentellada.

Nico ponderó todo esto. Pesó pro y contra. Consultó fallos. Y tan absorto anduvo en el problema que, a la noche, en la ventana, se dejaba estar hasta altas horas sumergido en vacilaciones, sin levantar los ojos hacia la Berenice estelar.

Positivo como era Nico, suponemos que puso en ecuación el problema de las dos vidas:

Primera hipótesis: Cura del mayor, igual a tres contos; tres contos, igual a Itaoca, hastío, etc.

Segunda hipótesis: Muerte del mayor, igual a treinta contos; treinta contos, igual a París, Ivonne, «Bois».

Después de esta sólida matemática, esta acuchillante filosofía: La muerte es un preconcepto. No hay muerte. Todo es vida. Morir es pasar de un estado a otro. Quien muere se transforma. Continúa viviendo inorgánicamente, trasmudado en gases y sales, u orgánicamente en luciérnagas, necróforas y una centena de otras viditas revoloteantes. ¿Qué importa para la armonía universal de las cosas esta o aquella forma? Todo es vida. La vida nace de la muerte. Yo preciso, yo quiero vivir mi vida.

¿Hay obstáculos en el camino? Pues a despejarlo…

Quedamos por aquí. Son espantosos estos soliloquios mentales, cuando se los priva de la bendita pulpa de la hipocresía.

¡Hipocresía! ¡Qué cascarón precioso eres tú! ¡Y cómo te injurian… los hipócritas!

No hay tiempo para malbaratar con el amoralismo, porque el mayor Mendaña empeoró súbitamente, y allá está que agoniza.

Murió.

El certificado de óbito dio, como «causa mortis», flegmatitis complicada con una necrosis elipsoidal. Podía habérsela bautizado de embolia reventada en el intestino ciego, tuberculosis mesentérica, estupor granuloso peristáltico, o cualquier otro de los cien modos de morir en griego.

Murió y está dicho todo.

Murió, y el doctor Nico presentó la cuenta de sus honorarios: treinta y cinco contos de reis.

Los herederos impugnaron su pago. Se mueve la matraca desgonzada que llaman Justicia, con mayúscula. Todavía no se ha descubierto por qué. Movióse el palabreado curialesco. Salen de los estantes apolillados libracos romanos. Se procede al arbitraje.

Los árbitros son los doctores Fortunato y Moura, que dijeron entre sí:

—¡El muy bellaco! ¡Mata al hombre y encima se convierte en su heredero! El tratamiento, profuso y malo, no vale cien mil reis. Pongamos que valga doscientos, un conto o tres. ¡Pero treinta y cinco! ¡Es ser ladrón!

En el laudo, mientras tanto, hallaron relativamente módico lo pedido, sin especificar, claro está, relativo a qué.

La Justicia se tragó aquel papel, lo digirió con otros ingredientes de práctica y, al cabo de cierto tiempo, parió un monstruocito llamado sentencia, el cual obligaba al espolio a aliviarse de treinta y cinco contos de reis en provecho del médico, a más de las costas del abseso forense.

Nico, radiante, embolsó los cobres y se reconcilió con los dos colegas que, al fin de cuentas, no eran tan acémilas como lo suponía.

—Colegas: lo pasado, pasado. Ahora, en la vida y en ¡la muerte!

—¡Pues está visto! —dijo Fortunato—. Tonto anduvo usted al abrir luchas con los que ayudan el negocio. ¡La solidaridad! ¡He ahí nuestra gran fuerza!

—Tiene usted razón. Fue chiquilinada mía, ilusiones, humareda que la vida disipa.

¿Y qué más? ¿Que voló a París? Claro está. Voló, y allá está bajo el palio de la greña astral, paseando del brazo con Ivonne, en el «Bois».

Al padre le escribió:

«¡Esto sí que es vida! ¡Qué ciudad! ¡Qué pueblo! ¡Qué civilización! Asisto diariamente a la Sorbona para escuchar las lecciones del gran Doyen, y opero en tres hospitales. Volveré, no sé cuándo. Quedaré por aquí durante los treinta y cinco contos, o más, si usted conviniera en auxiliarme en este perfeccionamiento de estudios».

La Sorbona es el «paraíso» en Montmartre, en donde comparte con el «apache» de Ivonne el día de la chica.

Los tres hospitales son los tres cabarets más a mano.

No obstante, el padre pensó en aquello lleno de orgullo, aunque apesadumbrado: no estar viva Joaquina para que viera en qué alturas se cierne Nico, el Nico del chingolo destripado… ¡En París!… ¡En la Sorbona!… ¡Discípulo preferido de Doyen, el grande, el inmenso Doyen!…

—Eso de hospitales —gimió el envidioso Fortunato— es una mina. ¡Da nombre!

¡Para incluir en los anuncios, es de primera!

—¿Y Doyen? —murmuró, baboso, el embebecido padre—. No hay como apropinquarse a las celebridades…

—¡Eso mismo! —concluyó Moura, dirigiendo una mirada de inteligencia a Fortunato, en un comentario mudo a aquel mirífico «apropinquarse».

Y ambos vaciaron, simultáneamente, los vasos de la cerveza conmemorativa mandada servir por el bienaventurado coronel.

—¿Y la conciencia? —preguntará con indignación algún megaterio, lector de Hugo y de Sué, contemporáneo del remordimiento, del Dedo de Dios y de otras fosilidades.

—Duerme el sueño del arcaísmo en el fondo de los diccionarios —responde, con risa metálica, nuestro muy estimado amigo Mefistófeles, desde dentro de un Fausto de cualquier edición.

FIN