La leyenda de los duendes descabezados

La leyenda de los duendes descabezados

Lafcadio Hearn

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Un antiguo samurái dejó su mundana vida para hacerse sacerdote. En su primer y largo viaje llegó la provincia de Kai, lugar donde habitaban los duendes.

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La leyenda de los duendes descabezados

Hará unos quinientos años vivió un samurái que se llamaba Isogai Heidazaemon Taketsura, y servía al daimio Kikuji, de Kyushu. Isogai, descendiente de belicosos guerreros, tenía una innata habilidad para las artes de la guerra y poseía un gran vigor físico. Ya en su infancia superaba a sus maestros en el manejo de la espada. Como arquero y lancero también era muy diestro, y demostraba poseer todas las condiciones propias de un soldado valiente y decidido. Tiempo después, cuando la guerra de los Eykio, tuvo una actuación tan esforzada, que fue colmado de honores. Pero cuando la casa de Kikuji se arruinó, Isogai quedó sin daimio a quien servir. Le hubiese sido fácil entrar al servicio de cualquier otro daimio, pero como nunca había ambicionado honores para él solo, sino para su señor, y como su corazón permanecía fiel a su antiguo daimio, prefirió abandonar la vida mundana. Se cortó los cabellos y se hizo sacerdote viajero, tomando el nombre budista de Kwairyo.

Empero, bajo la koromo (hábito sacerdotal) de Kwairyo latía siempre el valor indomable del samurái Isogai Taketsura. En otros tiempos se había reído del peligro, y después continuó despreciándolo. Continuamente y con cualquier tiempo viajaba, predicando la buena Ley en sitios y parajes donde ningún otro sacerdote se atrevió a ir antes que él, pues en aquella remota edad de las sendas apartadas no existía seguridad para el viajero, aunque este fuese sacerdote.

En su primer y largo viaje tuvo ocasión de visitar la provincia de Kai. Cierto atardecer, cruzando las montañas de esta provincia, fue sorprendido por la oscuridad nocturna en un distrito muy solitario y bastante alejado de toda población. Resignado, se dispuso a pasar la noche al raso. Halló un lugar adecuado cerca del camino, en el que la hierba estaba bastante crecida. Se acostó y se preparó a dormir. Siempre se había hallado bien en la mayor incomodidad, y hasta sobre las desnudas piedras, apoyada su cabeza sobre la raíz de un sauce, le parecía encontrarse en un cómodo lecho. Su cuerpo era de hierro, y la nieve, el rocío, la lluvia o la escarcha no tenían importancia para él. Apenas se hubo acostado vio aparecer, marchando lentamente por el camino, a un hombre que traía un hacha y un haz de leña.

El leñador se detuvo al observar a Kwairyo, y luego de observarlo silenciosamente, le dijo con acento sorprendido:

—Buen señor: ¿quién sois, para atreveros a dormir solo en un lugar como este?… Por aquí abundan los espíritus rondadores… ¿No teméis a las Faces Velludas?…

—Amigo —contestó amablemente Kwairyo—, no soy más que un sacerdote vagabundo, un «huésped del agua y de las nubes», o, como dice la gente, «Un-sui-no- ryokaku». Yo no temo a las Faces Velludas, si os referís a las zorras duendes, a los trasgos tepizcuintes o cualquier animal de esa especie. En cuanto a los lugares solitarios, he de deciros que me encantan, porque son apropiados para la meditación y el recogimiento. Casi siempre duermo al aire libre, y jamás me preocupé por la conservación de mi vida.

—Pues debéis ser un hombre muy valiente para atreveros a dormir aquí, honorable sacerdote —repitió el campesino—. Estos lugares tienen muy mala fama, una justa y verdadera mala fama. Y, como dice el proverbio: «Kunshi ayayuki ni chikayorazu». (El hombre superior no debe exponerse inútilmente al peligro). Y no cesaré de repetiros que es peligrosísimo dormir en este sitio. Por eso, y aunque mi casa es una pobre y desmantelada choza, os ruego vengáis conmigo y pasaréis allí la noche. Alimentos no puedo ofreceros ninguno; pero, a lo menos, tendréis un techo que os cobijará.

El rústico hablaba de un modo persuasivo y agradable. Y Kwairyo se sintió convencido por la bondad del campesino y aceptó su ofrecimiento. El humilde leñador lo condujo a lo largo de un estrecho camino, que partía de la carretera general, a través de un bosque montañoso. Era una vereda abrupta y peligrosa. De vez en cuando se veían sinuosos precipicios. Otras veces, los pies resbalaban en un suelo de raíces secas y desnudas, o tenían que sortear con gran cuidado los vericuetos de las puntiagudas y afiladas rocas. Al fin salieron a un espacio en la cima de una colina, profusamente alumbrado por la rutilante claridad de una luna blanquísima y cegadora. Kwairyo divisó delante de él la sombra de la pequeña choza, con una gran iluminación interior. El guía lo condujo a una corriente que, por un canalito hecho de bambúes, atravesaba la parte trasera de la cabaña, y ambos se lavaron en ella los pies. Más allá del riachuelo había un jardín y un espeso arbolado de cedros y bambúes, y detrás de los árboles se veía el luciente rielar de una cascada, que se despeñaba desde elevadísima altura, haciendo formidable ruido. Sus aguas, al caer, ondulaban y brillaban a la luz de la luna con los movimientos de un enorme vestido blanco que fuera agitado por las ledas brisas de una noche oriental.

Cuando Kwairyo penetró en la choza, acompañado del leñador, vio cuatro personas, hombres y mujeres, que calentaban sus ateridas manos en el fuego que ardía encima del ro de la habitación principal. Al llegar el sacerdote se levantaron, saludándole respetuosamente con una inclinación. Kwairyo se sorprendió de que personas tan pobres y que vivían en choza tan miserable supieran las reglas de urbanidad y de etiqueta de los saludos.

«Esta es buena gente —pensó— y deben haber sido enseñados por personas que estuvieran muy al corriente de asuntos de educación y civilidad».

Volviéndose hacia su huésped, hacia el aruji, como le llamaban los demás, exclamó:

—Por el agrado de vuestra conversación y por los finos saludos que me han dirigido en vuestra casa, imagino que no siempre fuisteis un leñador… ¿Quizá habréis pertenecido a las más elevadas clases?…

El campesino, sonriendo, contestó:

—Señor, no estáis equivocado. Aunque yo ahora vivo como me veis, en otros tiempos fui un personaje de alta categoría. Mi historia es la historia de una vida arruinada por mis propias culpas. Estuve al servicio de un daimio, y mi rango en la casa de aquel príncipe no era despreciable. Pero yo amaba a las mujeres y al vino, y bajo la influencia de esas pasiones, cometí actos malditos. Mi conducta trajo la ruina de nuestra casa y además ocasionó varias muertes. El castigo vino después y durante años permanecí fugitivo e ignorado, vagando por entre los bosques solitarios. Actualmente ruego todos los días para que me sea dado hacer una reparación a tanto mal como causé y el restaurar la casa de mis mayores. Pero temo que jamás llegaré a conseguirlo. Sin embargo, pruebo a vencer el karma de mis errores por medio de un sincero arrepentimiento y ayudando en lo que puedo a los que son desgraciados.

Kwairyo se complació mucho en los buenos propósitos del huésped y le respondió:

—Mi buen amigo: he tenido ocasión de observar que los hombres, por muy propensos que hayan sido en su juventud a cometer errores, cuando llegan a la edad que vos tenéis, fácilmente pueden acostumbrarse a llevar una vida metódica y seria. En los suras divinos se halla escrito: «Aquellos que sean más poderosos en hacer el mal pueden convertirse en los más poderosos para hacer el bien». Yo no dudo de que tenéis corazón bueno y caritativo, y espero que llegarán días más venturosos para los presentes. Esta noche recitaré varios «sutras» en vuestro favor y rogaré para que podáis vencer el karma de vuestros pasados errores.

El sacerdote dio las buenas noches al aruji, quien le mostró una pequeña habitación, en la que habían preparado su cama.

Y todos se fueron a dormir, excepto Kwairyo, quien empezó a leer sutras a la luz de un farolillo de papel. Estuvo leyendo hasta cerca de la madrugada. Al terminar sus oraciones abrió la ventana de su reducido departamento y dirigió una última mirada al bello paisaje que rodeaba la casa. La noche era hermosa y tranquila. En el cielo no había una sola nube. La claridad lunar dibujaba en el suelo las negras y agudas siluetas de los árboles y hacía relampaguear las gotas del escarchado rocío que brillaban sobre las flores del jardín. El viento era de una apacibilidad dulcísima. Los chirridos de los insectos formaban un tumultuoso concierto. De la cascada vecina nacían monorrítmicos ecos que parecían más sonoros y profundos al retumbar en el gran misterio de la noche azul…

Kwairyo, al escuchar los alborotados rumores de las aguas despeñadas, sintió una sed apremiante. Y recordando el acueducto de bambúes que estaba en la parte trasera de la casa, imaginó que podía ir a beber sin despertar a sus huéspedes. Con gran sigilo descorrió los biombos que separaban su habitación del departamento principal, y, súbitamente, a la luz de la linterna, ¡vio tendidos en el suelo cinco cuerpos sin cabeza!

Durante unos momentos permaneció aterrado, imaginando un crimen. Pero en seguida observó que no había la menor huella de sangre y que los troncos humanos no tenían la apariencia de haber sido cortados. Entonces pensó:

—Esto debe ser, o una ilusión preparada por los duendes, o que me han introducido en la vivienda de un Rokuro-kubi. En el libro Soshinski está escrito que si se halla el cuerpo de un Rokuro-kubi sin cabeza y se cambia el cuerpo en otro lugar, la cabeza jamás podrá volver a unirse con el cuerpo. Dice también que cuando la cabeza vuelve y encuentra en otro sitio a su cuerpo, se golpea tres veces contra el suelo, botando como una pelota, y, desesperada, muere instantáneamente. Ahora bien: si estos son Rokuro-kubi, nada bueno se preparan; por lo tanto, debo seguir las instrucciones del libro.

Tomó por los pies el cuerpo del aruji, lo llevó a la ventana y lo arrojó por ella. Luego fue hacia la puerta trasera y encontrándola cerrada con barras, supuso que las cabezas habían huido por el tubo de la chimenea, que estaba abierto. Cuidadosamente desatrancó la puerta y se dirigió al jardín, avanzando con precaución hasta la alameda que había más allá. Como llegara a sus oídos un confuso rumor de voces que partía de entre los árboles, encaminóse en esa dirección, escondiendo el cuerpo en las sombras de los cedros, y se ocultó en un lugar de donde podía ver sin ser visto. Entonces vio a las cinco cabezas revoloteando y gritando sin cesar. Estaban comiendo gusanos e insectos que cogían de los árboles o levantaban del suelo. En aquel mismo momento la cabeza del aruji, cesando de comer, exclamó:

—¡Oh! ¡Qué cuerpo tan mantecoso tiene el sacerdote que llegó anoche a la cabaña! Cuando nos lo hayamos comido, nuestros vientres quedarán repletos… Fui un tonto al hablarle como lo hice, porque solo sirvió para que se pusiera a recitar sutras en favor de mi alma… ¡Ja, ja! Como no tenemos poder para tocarlo durante el tiempo que permanezca en oración, es menester esperar que duerma. Pero como ya se acerca la aurora, es posible que se haya entregado al descanso. Uno de vosotros debe acercarse a la choza y ver lo que hace…

Otra cabeza, la de una mujer joven, se levantó inmediatamente y, rauda como un murciélago, voló hacia la casucha. A los pocos segundos regresó, chillando con voz ronca y en tono de desesperada alarma:

—¡El sacerdote vagabundo no está en la casa! ¡Se ha esfumado! ¡Pero lo más terrible es que ha cogido el cuerpo de nuestro aruji y lo ha escondido quién sabe dónde!

Al oír esas palabras, la cabeza del aruji, perfectamente visible a la luz de la luna, cobró un aspecto espantoso; abriéronse sus ojos monstruosamente, erizándose sus cabellos, y sus dientes rechinaron con furor. De sus labios se escapó un chillido rabioso, salvaje, feroz. Después, llorando lágrimas de rabia gritó:

—¡Si mi cuerpo ha sido cambiado de lugar jamás podré reunirme con él! ¡Tengo que morir! ¡Tengo que morir! ¡Y todo por obra de ese sacerdote del demonio! ¡Mas antes de que yo muera quiero encontrarlo para destrozarlo a bocados y devorarlo! ¡Y allí está!… ¡Detrás de aquel árbol! ¡Escondido detrás del árbol!… ¡Miradlo al cobarde mantecoso!

Simultáneamente la cabeza del aruji y las otras cuatro arrojáronse contra Kwairyo. Mas el valiente bonzo habíase preparado para la defensa, arrancando el tronco de un arbolillo que utilizó como una maza para golpear las cabezas que lo atacaban. Las castigaba de modo tan atroz que cuatro de ellas huyeron despavoridas. Solo la cabeza del aruji, aunque aporreada una y otra vez con gran furia, continuó saltando desesperadamente para morder a Kwairyo, hasta que consiguió aferrarse con tenacidad a la manga izquierda de su hábito. No se arredró por ello el antiguo samurai. Levantándola de los pelos sacudióla repetidas veces; pero la diabólica cabeza no soltó su presa. Golpeada rudamente de nuevo, momentos después dejó escapar un largo gemido y cesó de luchar: había muerto. Sus dientes, empero, continuaron apretando la manga y a pesar de su enorme fuerza Kwairyo no consiguió abrirle las mandíbulas. Con la cabeza colgando de una manga regresó a la cabaña. Allí estaban juntos y en cuclillas los otros cuatro Rokuro-kubi, habiéndose ya unido a sus cuerpos sus cuatro ensangrentadas y magulladas cabezas. Tan pronto como lo vieron aparecer, huyeron por la puerta opuesta gritando:

—¡El religioso!… ¡El religioso!

Hacia el Oriente el cielo se iba aclarando; el día apuntaba ya. Por esto, Kwairyo comprendió que el poder de los duendes había desaparecido con la oscuridad. Miró a la cabeza, sucia de tierra, sangre y espuma, y, sonriendo con alegría, se dijo:

—¡Vaya un miyagé!

Reunió su hatillo y descendiendo pausadamente la montaña continuó su viaje. Así llegó a Suwa, distrito de Shinano, y entró por la calle principal andando con gran majestad, con la cabeza del duende colgada de su manga. Al verla, los chicos prorrumpían en gritos y echaban a correr y las mujeres caían desvanecidas. Hubo grandes tumultos y clamoreos hasta que un torité (policía) lo apresó y lo condujo a la cárcel. Suponían que la cabeza era la de algún pobre hombre a quien habría asesinado y que al morir clavaría los dientes con rabia en su manga. Cuando interrogaron a Kwairyo, este se limitó a sonreír y no dijo nada. Pasó la noche en el calabozo y al día siguiente lo llevaron a la presencia de los magistrados del distrito. Estos le ordenaron que explicara por qué siendo un sacerdote se le había encontrado con la cabeza de un hombre aferrada de aquel modo a una de sus mangas, y por qué, además, había paseado su crimen de un modo tan desvergonzado ante los ojos del pueblo. Kwairyo echóse a reír ruidosamente y respondió:

—Señores: yo no sujeté la cabeza a mi manga, sino que fue ella la que se sujetó por su propia voluntad y muy a pesar mío. No he cometido crimen alguno porque esta no es la cabeza de un hombre sino la cabeza de un duende. Y si causé la muerte del duende no lo hice por derramar sangre sino por salvar mi propia vida.

Explicó después los incidentes de la aventura, riendo desaforadamente cuando explicó el encuentro con las cinco cabezas. Pero los magistrados permanecieron muy graves porque creyeron que tenían ante ellos un astuto criminal y juzgaban que la historia era una burla a su inteligencia y sabiduría. En consecuencia, y sin mayores explicaciones, todos, excepto el más anciano, determinaron ordenar la inmediata ejecución de Kwairyo. El magistrado anciano no había hecho pregunta alguna durante el juicio; pero después que oyó la sentencia de sus colegas se levantó y dijo:

—Permítaseme, antes de fallar, que examine cuidadosamente la cabeza del muerto, pues creo que no se ha llenado esta formalidad. Si el sacerdote no nos ha engañado, la cabeza será testigo de ello. ¡Tráigase aquí la cabeza!…

Y la cabeza, que aún sostenía entre los dientes la manga izquierda del koromo que había usado el predicador budista, fue llevada ante los jueces. Miróla y remiróla por todos lados el anciano y en la nuca descubrió infinidad de caracteres rojizos de formas muy extrañas. Llamó la atención a sus compañeros de tribunal sobre este detalle, haciéndoles observar al mismo tiempo que el cuello no presentaba señales de haber sido cortado por ningún arma. Por el contrario, la línea de separación era suave y lisa como la que dejan en el tallo las hojas que se caen al marchitarse.

Entonces, el viejo habló de nuevo:

—Tengo la certeza más absoluta de que el sacerdote ha dicho la verdad. Esta es la cabeza de un Rokuro-kubi. En el libro de Nanho-i-butsu-shi está escrito que en el cuello de un Rokuro-kubi verdadero se encuentran indefectiblemente ciertos caracteres rojos. Ved aquí esos signos y compruébese si han sido pintados; veréis que son naturales. Además, se sabe que tales duendes vivían desde tiempos muy remotos en las montañas de Kai…

Y volviéndose a Kwairyo, exclamó:

—¿Qué clase de sacerdote sois? No es posible que un religioso haya dado muestras de tanto valor. Tenéis el aire, más que de un predicador, de soldado. ¿Habéis pertenecido, tal vez, a las clases samuráis?…

—Suponéis bien, señor magistrado —respondió Kwairyo—. Antes de hacerme sacerdote seguí durante muchos años la carrera de las armas, y entonces nunca temí ni a los hombres ni al demonio. Mi nombre era Isogai Taketsura, de Kyushu. Acaso haya alguien aquí que lo recuerde…

Al oír aquel nombre se esparció por toda la sala un murmullo de admiración, pues allí había varias personas que lo recordaban. Y Kwairyo se vio rodeado, no de jueces, sino de amigos deseosos de probarle su gran estimación y su fraternal cariño. Le hicieron altos honores y lo escoltaron hasta la casa del daimio, quien lo recibió con gran alegría y dio un banquete para celebrar su llegada. Cuando el valeroso Kwairyo se despidió de sus amigos de Suwa era tan feliz como puede serlo un sacerdote en la transitoria vida de este mundo. Llevóse con él la célebre cabeza, insistiendo de un modo jocoso en que la guardaba como un miyagé.

FIN