
La habitación amueblada
O. Henry
Más cuentos del autor »Un joven forastero está como perdido vagando por la ciudad en busca de algo o de alguien. Llega a una pensión y coge una habitación amueblada.
La habitación amueblada
En el West Side, un distrito de ladrillos rojos, existe un grupo de habitantes inquietos, inciertos nómades de corazón y de sentimientos. Cantan «Hogar, dulce Hogar» en tiempo de rag y llevan sus utensilios domésticos en una caja de sombreros.
Una noche, llegó a esta población un joven forastero, que permaneció largo rato llamando sucesivamente en varias de aquellas «mansiones» rojas. Al llegar a la decimosegunda se detuvo, apoyó su maleta en el umbral y quitó el polvo a su frente y a su sombrero, con ademán cansado. La campanilla sonó desmayada y lejana, en alguna sórdida profundidad. Apareció en la puerta la dueña de la pensión, una mujer flaca, enfermiza, fea.
Él preguntó si había alguna habitación disponible.
—Pase —dijo la mujer—. Tengo un cuarto en el tercer piso. Está desocupado desde hace una semana. ¿Quiere verlo?
El hombre subió las escaleras, siguiéndola. Una débil luz, que venía no se sabe de dónde, mitigaba las sombras de las paredes. Caminaron sobre la alfombra que cubría la escalera. Sus pasos no se oían. La alfombra era como otra vegetación agregada al triste y oscuro musgo que cubría, a trechos, la escalera y que se percibía, pegajoso, debajo de los pies. En cada descanso se veía un nicho que alguna vez pudo contener plantas. Pero las plantas hubieran rehusado vivir en ese turbio ambiente.
—Esta es la habitación —dijo la dueña de casa—. Es muy bonita. Casi nunca está desocupada. El agua está al final del corredor. Los Sprombs y los Mooney vivieron aquí tres meses, durante la representación de su vaudeville. Usted habrá oído hablar de Miss B’retta Spromb. Su certificado de matrimonio está colgado allí, arriba del escritorio. El gas está aquí. Este cuarto les gusta a todos. No permanece desocupado mucho tiempo.
—¿Hay mucha gente de teatro hospedada aquí? —preguntó el joven.
—¡Oh! Ellos van y vienen. Casi todos mis huéspedes están relacionados con el teatro. Sí, señor, este es el distrito teatral. Los actores nunca están fijos en ninguna parte. Sí. Van y vienen.
El hombre tomó la habitación, pagando una semana adelantada. Estaba cansado, dijo, y deseaba ocuparla en seguida. Contó el dinero. La mujer dijo que el cuarto estaba preparado de antemano y aseguró que no había omitido ningún detalle: ni las toallas ni el agua. Cuando ya se retiraba, el forastero le dirigió la pregunta que cien veces había acudido a sus labios:
—Una jovencita… Miss Vashner… Miss Eloise Vashner… ¿Usted no recordaría de haber oído este nombre entre algunos de sus pensionistas? Probablemente canta en algún teatro. Una hermosa joven, de estatura mediana, esbelta, de cabello dorado. Tiene una mancha oscura cerca de la ceja izquierda…
—No. No recuerdo ese nombre. La gente de teatro cambia de nombre como de habitación. No tengo idea de quién pueda ser.
No. Siempre no. Cinco meses de continua búsqueda y siempre la misma contestación. De día interrogaba a los gerentes, a los empresarios de teatros y buscaba entre los cuerpos de baile; a la noche pasaba de los teatrillos a los cafetines de tan baja categoría, que le hacían temer la posibilidad de una contestación afirmativa. La amaba mucho. Tenía necesidad de hallarla. Estaba seguro de que ella se encontraría en alguna parte de aquella ciudad grande y aturdida. Desde que abandonara el hogar, no la había vuelto a ver.
Se reclinó, cansado, en una silla, echando una ojeada a su alrededor. Sobre el papel chillón de la pared, aparecían esos cuadros que se ven en todas las casas. Los rebuscados contornos de la estufa desaparecían, poco gloriosamente, debajo de un lienzo arrojado con descuido. Encima de ella se veían, como desolados restos de algún buque náufrago, unos floreros insignificantes, retratos de artistas, un frasco de medicina y unas cuantas barajas escapadas de cualquier mazo.
En cada una de las marcas, que la procesión de huéspedes habría ido dejando tras de sí, descubría un significado. En la policroma alfombra, que más se asemejaba a un islote florecido, había un espacio deshilachado, frente al tocador, lo que sugería que muchas mujeres habían caminado sobre ella. Diminutas impresiones digitales que había en la pared hablaban de pequeños prisioneros. Una gran mancha brillosa evidenciaba que alguien había estrellado una botella, o un vaso, con su contenido, en la pared. En el espejo se veía, grabado con un diamante, el nombre de «Marie». El moblaje estaba estropeado: el camastro, con sus muelles desvencijados, parecía un monstruo muerto después de una terrible convulsión. A la estufa le faltaba un gran pedazo de mármol. Parecía imposible que todo este daño hubiera sido causado por aquellos que, circunstancialmente, llamaron «hogar» a ese cuarto.
El hombre, sentado en la silla, dejaba que todos esos pensamientos desfilaran por su mente, mientras llegaban hacia él, provenientes de otras habitaciones, determinados sonidos y determinados perfumes. Risas. Monólogos. Canciones de cuna. Algún llanto aburridor. Abajo, un banjo pulsado con bríos. Puertas que se batían. Un gato aullaba en una verja. Respiró el propio ambiente de la casa, un frío, mustio efluvio, un olor a caverna mezclado con exhalaciones de linoleum y de madera.
De pronto, el cuarto se inundó con un dulce y potente perfume de Mignonette. Había algo vital en ese perfume: era casi tangible. El hombre dio un grito. Le pareció que alguien lo había llamado.
—¿Qué, querida? —preguntó, mirando ansiosamente en torno. El perfume lo envolvía, suavemente. Alzó sus brazos como si hubiera querido alcanzarlo.
—¡Ella ha estado aquí! —exclamó, y comenzó a revolver el cuarto, buscando afanosamente alguna confirmación a sus palabras. Sabía que reconocería el objeto más pequeño que ella hubiese tocado o poseído. Ese envolvente perfume de Mignonette; la esencia que ella había adoptado ¿de dónde venía?
El cuarto había sido ordenado solamente en apariencia. En el tocador encontró algunas horquillas. Pero las horquillas son todas iguales. Todas las mujeres usan las mismas. Abrió un cajón y sacó un pañuelito viejo, desgarrado. Lo acercó a su rostro. Olía insolentemente a heliotropo. Lo tiró, brusco, al suelo. En otro cajón encontró botones, un programa de teatro, una boleta de empeño y un libro sobre la adivinación de los sueños. En el último cajón del tocador, había una cinta negra, para el cabello. Sintió que el corazón le saltaba con fuerza dentro del pecho. Pero las cintas para el cabello también son comunes como las horquillas y no refieren nada. Cerró el cajón con un golpe y comenzó de nuevo a recorrer el cuarto, desesperadamente, deslizando las manos por las paredes, registrando las mesas, la estufa, los cortinados, buscando febrilmente algún indicio, sin saber que ella estaba allí, en todos los rincones, alrededor de él, contra él, enroscándose a su cuerpo, llamándolo perentoriamente. Esta voz fue lo único que pudo indicarle la presencia de ella allí. Una vez más contestó: «¡Voy, querida!». Y se volvió, con la mirada extraviada, sin ver nada, porque todavía no podía columbrar forma, ni color, ni amor en el perfume de Mignonette.
—¡Oh, Dios! —gimió—. ¿Desde cuándo tienen voz los perfumes?
Escarbó, enloquecido, en todas las hendijas, en todos los orificios, sacando de allí corchos y cigarrillos. A estos les prestó poca atención. Pero, al hallar, en un pliegue de la alfombra, un cigarro a medio fumar, lanzó un terrible juramento y lo aplastó con el taco. Encontró muchas cosas más; pero de aquella a quien buscaba y cuyo espíritu parecía flotar en la habitación, no había ningún rastro.
De pronto pensó en la dueña de la pensión. Corrió, escaleras abajo, hasta llegar a una puerta que dejaba escapar una franja de luz. La mujer apareció, en repuesta a su llamado. Él trató de disimular su agitación lo mejor que pudo.
—¿Quisiera decirme, señora —rogó—, quién ocupó la habitación antes de que yo llegara?
—Sí, señor. Voy a decírselo otra vez. Fueron los Sprombs y los Mooney, como ya le dije. Miss B’retta Spromb era su nombre de teatro, pero privadamente se llamaba Miss Mooney. Mi casa es muy decente…
—¿Cómo era el aspecto de Miss Spromb? —interrumpió el hombre.
—Y… Tenía pelo negro, señor, baja, gruesa, con una cara muy cómica. El martes hace una semana que se fue.
—¿Y antes que ellos? ¿Quién vivió aquí?
—Un caballero soltero, que se fue debiendo una semana. Antes estuvo Mrs. Crowder, con sus dos chicos. Ocupó el cuarto por cuatro meses. Anterior a ellos estuvo el anciano Mr. Doyle, cuyos hijos pagaron por él. Esto se remonta a un año atrás, señor, y ya no recuerdo más.
Él le dio las gracias y se dirigió, arrastrándose, hacia su cuarto. La esencia que lo había hecho revivir no existía ya. El perfume de Mignonette había desaparecido. En cambio, persistía el viejo olor a madera y a sótano. La muerte de su esperanza lo agotó por completo. Se sentó, contemplando la amarilla luz del gas. Inmediatamente fue hacia la cama y rasgó las sábanas en tiras. Con la hoja de su cuchillo las introdujo en todos los intersticios, alrededor de las ventanas y de la puerta. Cuando todas las rendijas estuvieron obstruidas, abrió la llave del gas, permitiendo que este saliera con toda su fuerza. Después se tendió en la cama.
En esa noche le correspondía a Miss McCool ir a buscar cerveza al sótano. Una vez lleno el jarro, se sentó con Mrs. Purdy en uno de los retiros subterráneos, punto de reunión de las amas de casa.
—He alquilado de nuevo el cuarto del tercer piso esta noche —dijo Mrs. Purdy, a través de un gran círculo de espuma que rodeaba su boca—. Un joven lo tomó. Hace dos horas que se acostó.
—¡Oh, señora! ¿Lo alquiló? —dijo Miss McCool, con inmensa admiración—. Usted es maravillosa. No resulta muy fácil alquilar un cuarto como ese. ¿Le contó a él?… —murmuró misteriosamente.
—Las habitaciones —dijo Mrs. Purdy— se amueblan para alquilarlas. No. No le conté «aquello», a él, Miss McCool.
—Ha hecho bien, señora. Gracias a las habitaciones amuebladas podemos mantenernos. Hay mucha gente que se negaría a tomar ese cuarto si dijeran que en la cama del mismo se suicidó alguien.
—Como usted dice, tenemos que vivir de algún modo —observó Mrs. Purdy.
—Sí, señora; es verdad. Hoy hace justamente una semana que la ayudé a usted a arreglar ese cuarto. Ella fue muy tonta al suicidarse con el gas. Era muy bonita.
—Se la consideraba hermosa, como usted dice —concedió de mala gana Mrs. Purdy—. Pero esa mancha que tenía le desfiguraba un poco la ceja izquierda. Llene su vaso otra vez, Miss McCool.
FIN