Kakatucán

Kakatucán

Saturnino Calleja

Aventuras Fantásticos Para niños Príncipes y Princesas

Kakatukán era un pájaro que al reírse cambiaba de forma las cosas del reino de Tierra Verde y su rey no sabía que hacer, hasta que llegó Matilde.

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Kakatucán

Matilde tenía las orejas coloradas y relucientes, igual que las mejillas; rojas también las manos. Todo porque su aya Felisa acababa de lavarla, no de ese modo habi­tual que le deja a uno limpio y a gusto, sino con un lavado minucioso, de los que producen un ardor y un escozor tales que el paciente anhelaría ser un pobre niño salvaje para no saber nada, correr medio desnudo al aire libre y no meterse en el agua más que cuando sintiese calor. Matilde hubiera deseado pertenecer a una tribu salvaje, mejor que haber nacido en la ciudad.

—A los niños salvajes—decía—no se les lava minu­ciosamente las orejas, ni se les ponen vestidos que tiran por debajo de los brazos y pinchan en el cuello; ¿verdad, Felisa?

Pero ella contestaba—: ¡Qué tonterías dices!—y después añadía—: ¡Estáte quieta, niña, por el amor de Dios!

Felisa era la niñera de Matilde, que muchas veces la encontraba molesta. Tenía razón la chiquilla cuando pensaba que los niños salvajes no llevan vestidos estrechos, y también es verdad que no los lavan excesivamente, ni los cepillan, ni los peinan, ni los calzan, ni menos les ponen los guantes y el sombrero para llevárselos en un ómnibus a Quintaseria, a ver a tía-abuela Pilar. Tal iba a ser el sino de Matilde, según había dispuesto su madre. Felisa la había arreglado ya, y ella, sabiendo lo vana que sería toda resistencia, mostrábase sumisa.

Pero no habían consultado al Destino, y el Destino tenía otros proyectos relativos a ella.

Cuando estuvo abrochado el último botón de las botas de Matilde (el abrochador estaba siempre de malas, sobre todo si le daban prisa, y aquella vez dio un pellizco bastante cruel a la muchacha en una pierna), tiraron de la pobre criatura escaleras abajo, y la sentaron en una silla del recibimiento, a esperar a que Felisa se emperi­follase.

—No tardaré ni un minuto—había dicho el aya.

Pero Matilde ya sabía lo que pasaba, y se sentó a esperar, con las piernas colgando, en postura lastimosa.

Ya había estado otras veces en casa de tía-abuela Pilar y sabía exactamente lo que iba a ocurrir. La preguntarían por sus lecciones, cuántos premios tenía y si había sido buena.

Me parece que las personas mayores no se dan cuenta de lo impertinentes que son tales preguntas. Figuraos que les contestáis de este modo: «»Estoy la primera en mi clase, gracias, Tita, y he sido muy buena. Pero ocupémonos un poco de usted. Dígame, querida tía, cuánto dinero tiene usted? ¿Ha reñido mucho a las criadas?

¿Ha tratado de mostrarse paciente y complaciente, como debe ser toda persona mayor?

Ensayad este método con una tía vuestra la primera vez que os haga preguntas, y escribidme en seguida contándome la cara que pone.

Se sabía de memoria Matilde cuáles iban a ser las preguntas de tía Pilar, y que, en cuanto ella contestara, le darían un bollito con granos de ajonjolí por encima y le dirían que se fuese con Felisa, para que le lavase otra vez cara y manos. Luego le mandarían de paseo al jardín, que tenía un senderito lleno de piedras y unos cuantos geranios, calceolarias y lobelias; pero no se podía coger nada. Un poco de ternera para comer, tres cortecitas de pan alrededor del plato y un budín de tapioca. Luego toda la tarde con un librote encuadernado, impreso en letra muy chica y con vidas de niños muertos en tierna edad porque eran dema­siado buenos para seguir en este mundo.

Matilde daba vueltas en su asiento. Si hubiese estado un poco menos incómoda, se habría echado a llorar; pero tanto le tiraba y apretaba el vestido nuevo, que ni siquiera llorar le dejaba, ni pensar en otra cosa que en el daño que le hacía.

Cuando, por último, se presentó Felisa, le dijo:

—¡Vergüenza te debía dar esa cara tan aburrida!

—¡Si no lo estoy!—dijo Matilde.

—Sí que lo estás—replicó Felisa—; sabes quién eres y no aprecias lo que tienes.

—¡Si tía Pilar fuese tía de usted!—exclamó Matilde.

—¡Niña tonta, niña descarada!—gritó Felisa agarrando a Matilde por un brazo.

Matilde trató de largar un manotón a su aya, y las dos bajaron la escalera, encolerizadas una contra otra. Por el camino, que no tenía nada de agradable, fueron a buscar el ómnibus, que tampoco tenía nada de agradable; Matilde iba dando hipidos.

Era Felisa, aunque irritable, muy cuidadosa; pero aun el más cuidadoso se descuida alguna vez, y aquella mañana tenía que equivocarse de ómnibus, porque, si no, no habría cuento. Y ¿qué iba a ser de nosotros sin cuento Esto indica que hasta las equivocaciones son útiles a veces; de modo que no hay que reírse mucho de las personas mayores aunque hagan algo que no esté bien. Después de todo, bien sabéis que casi nunca ocurre tal cosa.

Era un ómnibus verde y dorado, muy nuevecito, y dentro tenía unos almohadones verdes también y muy blandos. Matilde y su aya lo disfrutaban ellas solas, y la niña empezó a sentirse más a gusto, sobre todo luego que consiguió romper un pespunte del hombro, con lo cual el vestido le estaba un poco menos apretado.

Entonces dijo—: Siento haberme enfadado, querida Felisa.

—Así debe ser—contestó ella, sin añadir que también sentía haberse irritado; pero no esperéis nunca que diga cosas por el estilo una persona mayor.

No era, ciertamente, aquel ómnibus el que debían haber tomado, porque en lugar de ir dando tumbos por calles largas y polvorientas, iba despacito y muy suave­mente por una verde pradera, con setos floridos y árboles verdes. Tan encantada iba Matilde, que no se movía, cosa rara en ella. Felisa iba leyendo un novelón, «La Venganza de Lady», y no se enteraba de más.

—No importa; yo no se lo digo—pensó Matilde—. Mandaría parar el ómnibus, quieras que no—. Paró, al fin, el ómnibus, por su propia voluntad. Felisa se guardó la novela en el bolsillo y saltó afuera.

—¡Anda!, ¿qué es esto?—exclamó, y corriendo se fue hacia donde los caballos estaban. Eran blancos, con arneses verdes, y tenían larguísimas colas.

—Oíga, joven—dijo Felisa al conductor del ómni­bus—, nos ha traído usted a un sitio equivocado. Esto no es Quintaseria; no lo es.

El conductor era el más gallardo conductor de ómnibus que jamás se viera, y su traje tan hermoso como él. Llevaba medias y camisa de seda blanca, con rizada pechera, levitón y calzas de color verde y oro, lo mismo que el sombrero de tres picos, que se quitó muy cortésmente cuando Felisa le hablaba.

—Temo—dijo con la mayor amabilidad—que por una circunstancia fortuita y lamentable se hayan equivocado ustedes de ómnibus.

—¿Y cuándo regresa?

—Este ómnibus no hace viajes de regreso. Sale de la ciudad una vez al mes, pero no vuelve.

—Pero tendrá que ir allá, aunque no sea más que para volver a salir—indicó Matilde.

—Para cada viaje se pone un Ómnibus nuevo—dijo el conductor,— volviendo a saludar con su sombrero de tres picos.

—¿Y qué se hace de los viejos?

—¡Ah!—dijo el cochero, sonriente—, según y conforme. Nadie lo puede saber de antemano, porque hoy las cosas cambian muy rápidamente. Adiós, y muchas gracias. No, señora, de ninguna manera.

Y rechazando la moneda que Felisa le ofrecía, se alejó en su coche a toda velocidad.

No, no era aquello Quintaseria, y bien lo advirtieron en cuanto miraron alrededor. El ómnibus que por equivo cación habían tomado las dejó en un extraño pueblo, el pueblo más limpio, más agradable, más rojo, más verde, más pulcro, más bonito del mundo. Agrupábanse las casas en torno a una verde pradera donde los niños jugaban vestidos con claros trajes o amplios delantalillos. En tan dichoso lugar no se concebía un vestido que tirase por debajo del brazo. Matilde, envalentonada, se saltó dos o tres corchetes y rompió un poquito más la costura del hombro.

Pero las tiendas parecían algo estrafalarias, según advirtió. Sus nombres no indicaban las cosas que en ellas se vendían. Por ejemplo, allí donde ponía «Elías Antúnez, hojalatero», ostentábanse en el escaparate hogazas y bollos; la tienda que tenía rótulo de «Panadería» estaba llena de cochecitos de niño; el tendero de comestibles y el constructor de carros parecían haber hecho trueque de nombres o de mercancías y la señorita Amalia, modista, exponía al público salchichas y tocino.

—¡Qué país tan bonito y tan de broma!—exclamó Matilde—. Me alegro de que nos hayamos equivocado de ómnibus.

Un niño de pocos años que llevaba delantal amarillo se acercó a ellas.

— Dispensen— insinuó con finura—pero todo extranjero tiene que ser conducido inmediatamente ante el Rey. Hagan el favor de seguirme.

—¡Vaya un descaro!—dijo Felisa—. ¿Extranjeras nosotras? ¿Y tú, quién eres?

—Yo —repuso el niño haciéndole una reverencia profunda—soy el Presidente del Consejo de Ministros. Ya sé que no lo parezco, pero en ocasiones las apariencias engañan. Es posible que mañana vuelva a tomar mi propia figura.

Algo murmuró entre dientes Felisa, que no llegó a oídos del muchacho. Matilde pescó algunas palabras: «azotes», «a la cama», «pan y agua», que le eran muy familiares.

—¡Qué juego tan bonito!—dijo Matilde al niño—.Yo también quiero jugar. El frunció el ceño.

—Les intimo a que vengan inmediatamente—dijo en tono tan severo, que la misma Felisa se quedó un poco asustada—. El Palacio de Su Majestad está por este lado—. Echó a andar, y Matilde, dando un brinco, se soltó de la mano de su aya y se fue tras él. De modo que Felisa no tuvo más remedio que seguirlos, sin dejar de gruñir.

El Palacio estaba en medio de un vasto parque verde, engalanado con flores blancas. No se parecía a otros palacios reales, al de Madrid, o al de San Jaime, por ejemplo, puesto que era muy hermoso y estaba muy limpio. Al entrar vieron que las colgaduras eran de seda verde. Verde y oro era la librea de los lacayos, y los trajes de los pala­ciegos ostentaban los mismos colores.

Matilde y Felisa tuvieron que esperar unos instantes a que el Rey cambiase de cetro y se pusiese una corona nuevecita, y luego las pasaron a la cámara de audiencias. El Rey salió a su encuentro.

—¡No sé cómo agradecer la visita, viniendo ustedes de tan lejos!—exclamó—. Por supuesto, ¿vivirán en Palacio ?—continuó, mirando con interés a Matilde.

—¿Se siente usted a gusto?—le preguntó, dudoso. Y como Matilde, para ser muchacha, era bastante amiga de decir la verdad, le contestó en seguida:

—No; este vestido me aprieta alrededor de los brazos.

—¡Ah!—dijo el Rey—, ¿y no traen equipaje? Puede que algún vestido de la Princesa … uno de los antiguos, éso es … Y esta señora es su doncella … ¿verdad?

En aquel punto una pesada risa atravesó resonante el salón. El Rey, desconcertado, miró en torno suyo, como en espera de que ocurriese algo; pero, al parecer, nada ocurría.

—Sí—le contestó Matilde—, es Felisa … Pero … ¿que es eso? …

Porque, ante sus ojos, el aya experimentaba un cambio terrible. Al cabo de un instante, de la primitiva Felisa sólo quedaban las botas y el último volante de la falda: todo lo demás se había convertido en hierro barni­zado de rojo y en cristal, y mientras Matilde miraba, el volante inferior se iba poniendo también plano, duro, cuadrado y los dos pies se convertían en cuatro pies de hierro, sin que ya hubiese Felisa por ninguna parte.

—¡Hija mía dijo el Rey a Matilde—, tu doncella se ha convertido en máquina automática!

Y era así. La niñera se había convertido en una de esas máquinas que se ven a la entrada de los teatros, codi­ciosas, arrebatadoras, que os dejan sin una moneda de diez céntimos y os dan, en su lugar, una pieza de chocolate, sin devolver siquiera un perro chico.

Pero no era chocolate lo que se veía a través de los cristales de la máquina que antes era Felisa, sino unos papelitos enrollados.

El Rey alargó en silencio a Matilde unas monedas. Matilde echó una dentro de la máquina, y tiró del cajon­cito. Dentro había un papel; lo desenvolvió Matilde y leyó: «No seas pesada»—. Repitió la suerte, y el que entonces sacó decía: «Si no te estás quieta, se lo digo a mamá en cuanto llegue». El que sacó después: «Quite usted de ahí, niña fastidiosa». Entonces Matilde se dio cuenta de lo ocurrido.

—Sí—dijo el Rey—. No es posible la duda. Tu doncella se ha convertido en máquina automática de regañar. Pero no importa, hija mía, mañana será otra cosa.

—No se apure, que más me gusta así—replicó vivamente Matilde—. Ya verá como no tengo necesidad de echarle más monedas.

—Pero no vamos a ser descorteses ni olvidadizos—­ contestó amable el Rey, echando una moneda por la aber­tura, y lo que sacó fué ésto:

«No te pongas pesado. Ya verás dentro de un minuto.»

—No puedo hacer nada por ella—continuó el Rey, pesaroso—. No tiene usted idea de lo rápidamente que cambian aquí las cosas. Ocurre esto porque … pero ya se lo referiré todo cuando tomemos el té. Que la doncella la acompañe ahora, hija mía, a ver si entre los ves tidos de la Princesa hay alguno que le pueda servir.

Una doncella linda y amable condujo a Matilde a las habitaciones de la Princesa, le quitó el traje que tanto daño le hacía y le puso una bata de seda verde, tan suave que parecía hecha de plumón; Matilde, al verse tan cómoda, le dio un beso, de puro alegre que se puso.

—Y ahora, señorita, ¿querrá ver a la Princesa, verdad? Cuidado, no se lastime con ella. !Es tan afilada!

Esto no lo entendió Matilde hasta después.

La guió la doncella por varios corredores de mármol, hízole subir y bajar muchas escaleras, de mármol también, y por último llegaron a un jardín cuajadito de rosas blancas, en medio del cual estaba la Princesa, vestida de blanco y sentada sobre un almohadón de rosa, tan grueso como un colchón de pluma.

Al ver a Matilde se levantó. Era como vara y media de cinta blanca, sostenida sobre uno de sus extremos y un poco encorvada; vara y media de cinta un poco ancha, naturalmente; pero lo que para cinta sería ancho, para Princesa era bastante estrecho.

—¿Cómo está usted ?—preguntó Matilde, que sabía bien la Urbanidad.

—Delgadísima, gracias—contestó la Princesa—. Y así era en efecto. Tenía la cara tan blanca y fina que parecía hecha de una conchita de ostra; las manos, finas y blancas, a Matilde le parecieron espinas; negros eran el cabello y los ojos. Matilde pensó que un poco más gruesa, hubiese sido bonita. Cuando le tendió la mano, sintió que unos huesos la lastimaban.

La Princesa parecía complacerse en la visita y la invitó a sentarse en el almohadón mismo en que Su Alteza se sentaba.

—Tengo que andar con mucho cuidado para no partirme—dijo—; por éso es tan suave este cojín; y no puedo jugar, no sea que me ocurra un accidente. ¿Sabe usted algún juego en que se pueda estar sentada?

Matilde no sabía más juego que el de la cunita, y se lo enseñó a la Pripcesa, poniéndose las dos a jugar sentadas en el verde almohadón; la Princesa, con sus dedos espinosos, mostrábase mucho más hábil que Matilde con sus manazas rojas.

Mientras jugaban, no cesaba Matilde de mirar en torno suyo, admirándose de todo y preguntando, natu ralmente, muchas cosas. Sujeto con una cadena a una alcándara, dentro de una jaula muy grande, había un corpulento pájaro. Tan grande era la jaula, a decir ver­dad, que ocupaba un lado entero del jardín. El pájaro tenía cresta amarilla como las cacatúas y largo pico, como los tucanes (Si no sabéis lo que es un tucán, no sois dignos de que os vuelvan a llevar al Jardín Zoológico).

—¿Qué pájaro es ése?—preguntó Matilde.

—¡Ah!—dijo la Princesa—, es mi Kakatukán favorito; un ave de mucho valor. Si se muriera o lo roba­sen, Tierra Verde se pondría tan mustia como el país más miserable del mundo.

—¡Qué horrorl—comentó Matilde.

—Claro está que yo no he visto los lugares más mise­rables del mundo—añadió la Princesa, estremecién­dose—; pero por la Geografía sé que los hay.

—¿Sabe usted mucha Geografía?

—Hasta las exportaciones e importaciones de cada país— contestó la Princesa—. Pero, adiós. Estoy tan débil, que tengo que descansar a menudo para no perder fuerzas. Doncella, acompáñala.

Acompañó la doncella a Matilde hasta un salón maravilloso, en donde se entretuvo hasta la hora del té con toda clase de juguetes de los que veis en las tiendas y se os antojan cuando alguien va a compraros una caja de construcciones o un rompecabezas, esos juguetes que no os compran nunca porque son muy caros.

Matilde tomó el té en compañía del Rey. Era verdaderamente un hombre bien educado y trató a Matilde como si ella fuese persona mayor, de modo que la niña se sentía dichosa en extremo y se portaba admirablemente.

El Rey le contó sus quebraderos de cabeza.

—Ya lo ves—comenzó—. Tierra Verde era un país agradabilísimo en otro tiempo. Hoy mismo tiene sus encantos, pero ya no es lo que era. Ele pajarraco, ese Kakatukán tiene la culpa, y ni a matarle ni a echarle nos atrevemos. Cada vez que se ríe, ocasiona un cambio.

Mira mi primer Ministro: era un hombretón que no cabía por esa puerta, y ahora, en cambio, puedo levantarle con una mano sola. Y mira también lo de tu pobre doncella. Ese pajarraco tiene la culpa de todo.

—Pero ¿por qué se ríe?—preguntó Matilde.

—No lo se a punto fijo—contestó el Rey—; no veo nada que pueda hacerle reir.

—¿Por qué no le hacen estudiar o algo desagradable por el estilo, a ver si se entristece?

—Ya lo he intentado todo, créeme, hija mía. Pero no hay ptofesor capaz de dar lecciones a ese pajarraco.

—¿ Y qué es lo que come?

—Tortas de Reyes. Pero lo mismo da una cosa que otra. Ese avechucho es capaz de reírse aunque se le alimente con garbanzos crudos.

Suspiró Su Majestad y dio a Matilde una rebanadita de pan con manteca. Luego continuó:

—No tienes idea de las cosas que ocurren. Un día que celebramos consejo, todos mis ministros se volvieron niños de pecho con calcetines amarillos. Y no podemos dar decreto ninguno hasta que no recobren su ser primi­tivo. Ellos no tienen culpa, y yo no puedo proveer sus va­cantes, claro está; ¡pobrecillos!

—Naturalmente,—asintió Matilde.

—Había cierto dragón—fue diciendo el Rey—, y cuando se presentó aquí yo ofrecí la mano de la Princesa y la mitad de mi reino al que lo matara. Es lo que se suele ofrecer como recompensa, según sabrás.

—Sí—dijo Matilde.

—Bueno, pues de tierras muy lejanas llegó un Príncipe joven y respetable, y todo el mundo acudió a verle luchar con el dragón. Hubo quien pagó más de setenta y cinco céntimos por un asiento de primera fila, te lo aseguro. Sonó la trompeta, como para indicar al dragón que ya era hora de comer; tiró el Príncipe de su brillante espada, lanzamos todos un grito, y en aquel momento el condenado avechucho se echó a reír, el dragón se convirtió en un gato, y el Príncipe, que tenía la espada en alto, no pudo con­ tener su empuje y le mató. El populacho estaba furioso.

—¿ Y qué sucedió entonces?—preguntó Matilde.

—Yo, por mi parte, hice cuanto estaba en mi mano. Dije que le concedería la de la Princesa como si tal cosa, acompañé al Príncipe hasta el palacio, y cuando llegamos aquí el Kakatukán había vuelto a echarse a reír, y la Princesa se había convertido en una viejísima institutriz alema­na. El Príncipe se volvió a su país corriendo y de mal humor. A los dos o tres días la Princesa volvió a tomar su figura. ¡Qué tiempos aquéllos, hija mía!

—¡Ya sufrirían ustedes!—dijo Matilde tomando un sorbo de refresco de zarzaparrilla.

—¡Bien puedes decirlo!—contestó el desventurado monarca—. Pero si fuera a contar los disturbios que ese pájaro ha traído a mi pobre reino, te entretendría hasta mucho más tarde de lo conveniente.

—No importa—dijo Matilde con amabilidad—.

Cuénteme algo más.

—¡Pensar—continuó el Rey—, pensar que una leve carcajada del repugnante bicharraco volvió rojas y vul­gares las fisonomías de mi larga serie de antepasados. Todos ellos empezaron a renunciar a sus títulos y a decir que se llamaban Fulanos o Zutanos, los nombres más vul­gares.

—¡Qué horror!—

—Y una vez—prosiguió lanzando un gemido—se rió tan fuerte que fueron a caer juntos dos domingos, y el jue­ves siguiente se perdió y fue a colocarse después de Nochebuena. Pero—dijo súbitamente—ya es hora de irse a acostar.

—¿Me retiro?—preguntó Matilde.

—Sí, haz el favor—dijo el Rey—. Siempre cuento estas cosas trágicas a los extranjeros, por si alguno hubiese tan inteligente que pudiera ayudarme. Tú eres una muchacha muy simpática. ¿Te tienes también por inteli­gente?

Es muy agradable que le pregunten a uno si es inteli­gente. Tia-abuela Pilar sabe ya que «uno» no lo es; pero los Reyes están muy bien eduados y Matilde se sintió muy satisfecha.

—No me tengo por inteligente—empezó a decir para no faltar a la verdad; mas, de pronto, el sonido de una carcajada ronca atravesó el comedor de gala. Matilde se llevó las manos a la cabeza.

—¡Ay!—gritó—. !Qué cambiada me siento! …

Espere un instante … ¿Qué es esto? … ¡Ay!

Permaneció un instante callada, y luego, mirando al Rey, le dijo:

—No estaba en lo cierto, Majestad. Soy inteligente y reconozco que no me conviene estar en vela hasta muy tarde. Buenas noches. Le agradezco mucho su amable invitación. Me parece que mañana por la mañana tendré inteligencia bastante para darle ayuda, a no ser que el pájaro, riéndose otra vez, me vuelva a convertir en la Ma­tilde de antes.

Pero a la mañana siguiente Matilde sentía en su cabeza una lucidez extraordinaria; sólo que cuando bajó a almorzar combinando proyectos para ayudar al Rey, se encontró con que el Kakatukán debía de haberse reído durante la noche, porque el hermoso palacio se había con­vertido en tienda de carnicero, y el Rey, harto prudente para luchar con el Destino, se había despojado de sus re gias vestiduras y estaba ocupadísimo en pesar media libra de chuletas de cordero para una niña que llevaba una cesta.

—Ne sé en que vas a ayudarme ahora—dijo en tono desesperado—; mientras el palacio esté así, no hay que echárselas de Rey ni de cosa por el estilo; trataré sola mente de ser un buen carnicero. Si quieres llevarme las cuentas hasta que el pájaro se ría otra vez y me devuelva mi palacio …

Y el Rey se dedicó al negocio, respetado por sus súbditos, cada uno de los cuales, desde el advenimiento del Kakatukán, había tenido sus más y sus menos. Matil­de llevaba los libros, hacía facturas y no lo pasaba del todo mal. Felisa, convertida en máquina, estaba en la tienda y atraía a no pocos parroquianos, que solían llevar a sus chiquillos para que los pobres inocentes echasen una moneda, que el aya recompensaba con un regaño. ¡Hay padres que son capaces de cualquier cosa! La Princesa iba a sentarse al jardín con el Kakatukán, y Matilde iba todas las tardes a jugar con ella. Pero un día en que el Rey había ido en coche a otro reino, el otro Rey de aquel reino se asomó a una de las ventanas de su palacio, y cuando el Rey pasaba, se echó a reír y le gritó:

—¡Carnicero!

No reparó en tal cosa el Carnicero — Rey, que, aun­ que rudo, era honrado. Pero cuando el otro Rey se puso a gritarle:

—¿A cómo está la carne de gato?—sintió mucha pena, porque la carne que vendía era siempre de calidad superior. Cuando se lo contó a Matilde, ella le dijo:

—Mande un ejército que le aniquile.

Mandó el Rey su ejército y el eneigo fue aniquila­do. El pájaro se rió de nuevo, el Rey volvió a ocupar su trono, y con la risa desapareció la tienda de carnicero, en el momento mismo en que Su Majestad decretaba un día de fiesta nacional y organizaba un magnífico recibimiento para sus tropas. Matilde ayudó al Rey a disponerlo todo.

Gozaba con deleite el placer hasta entonces desconocido de sentirse inteligente, y se irritó sobremanera al oír la risa del Kakatukán en cuanto el recibimiento estuvo perfecta­mente organizado. Se rió el avechucho, y la fiesta nacional se convirtió en un impuesto sobre la renta; la recepción espléndida, en una reprimenda de padre y muy señor mío, y el ejército, de repente, en una alborotada escuela dominical de chiquillos que estuvieron gritando y haciendo diabluras hasta que les dieron bollos y los llevaron a casa con riendas.

—Hay que tomar una determinación—dijo el Rey.

—Sí—contestó Matilde—; he pensado que me nombre aya de la Princesa, a ver si se puede hacer algo. Ahora me siento muy inteligente.

—Para ello he de abrir el Parlamento—contestó el Rey—; es asunto constitucional.

Y se fue corriendo para abrir el Parlamento en seguida, pero el pájaro asomó la cabeza y se echó a reír cuando él pasaba. Corría él, y su linda corona aumentó de tamaño, se hizo de hierro, y sus piedras se volvieron trozos de vidrio del peor gusto. El terciopelo y el armiño de su traje se cambiaron en franela y piel de conejo. El cetro se alargó, hasta medir veinte pies, y se hizo tan pesado que no podía con él. Pero él persistió en su propósito.

—No hay pájaro—exclamó—que me desvíe de mi deber y de mi Parlamento. —

Tan agitado estaba cuando llegó, que no pudo dar con la llave a propósito para abrir el Senado; echó a per­der la cerradura, y ante la imposibilidad de abrirlo, todos los miembros del Parlamento salieron por las calles echando discursos y entorpeciendo gravemente el tráfico.

El pobre Rey volvió a su casa y se echó a llorar.

—Esto es demasiado, Matilde—dijo—. Siempre me has consolado. A mi lado estuviste mientras fui carni­cero; tu llevabas los libros, tu apuntabas los encargos; tu ordenabas las existencias. Si eres inteligente de veras, ha llegado el momento de que hagas algo por mí. Si no lo haces, me retiro de los negocios, y dejo la corona. Me haré carnicero en cualquier parte y buscaré otra muchacha que me lleve los libros.

Aquello decidió a Matilde, que le habló así:

—Bien está, señor; déjeme rondar, de noche, a ver si descubro lo que hace reir al Kakatukán: si lo consigo, trataremos de que no vuelva a ocurrir, sea lo que fuere.

—¡Ay!—exclamó el pobre Rey—, ¡si lo lograras! …

Aquella noche, cuando Matilde se fue a la cama, no se durmió. Esperó, acostada, a que el palacio estuviese en silencio, y después, deslizándose con suavidad gatuna, salió a los jardines, donde estaba la jaula del Kakatukán, y se ocultó detrás de unos rosales, a observar y escuchar. Nada ocurrió hasta la hora del alba, en que se despertó el Kakatukán. Pero cuando el sol aparecía redondo y cuando brillaba sobre la techumbre del palacio, alguien se acercó deslizándose con suavidad ratonil; parecía vara y media de cinta blanca que se arrastrase, y era la Princesa en persona.

Pausadamente llegó hasta la jaula y, escurriose entre los barrotes; muy juntos estaban, pero vara y media de cinta blanca bien puede pasar por entre los hierros de una jaula de pájaro, sea del tamaño que sea. Llegándose la Princesa a donde estaba el Kakatukán, le hizo cosquillas debajo de las alas, hasta que soltó una risotada. Luego, rápida como el pensamiento, la Princesa se volvió a des­lizar a través de los barrotes, y antes de que el pájaro aca­bara de reírse, ya estaba otra vez en sus habitaciones. Ma­tilde se volvió a acostar. Al otro día, todos los gorriones se habían vuelto caballos de tiro, y las carreteras estaban intransitables.

Cuando fue, como de costumbre, a jugar con la Prin­cesa, Matilde le preguntó de repente:

—Princesa, ¿por qué está usted tan delgada?

La Princesa estrechó las manos de Matilde con ver dadera emoción.

—Matilde— dijo con sencillez—, tiene usted un co­razón muy noble. Nadie me ha preguntado jamás tal cosa, ni aun los que han intentado curarme. Y si a una no le preguntan ¿cómo va a contestar? Es una historia triste y trágica, Matilde. Tiempo atrás, yo estaba tan gorda como usted.

—Yo no estoy gorda—dijo Matilde, indignada.

—Bueno—dijo la Princesa impaciente—, pues yo estaba bastante gorda. Y luego me puse delgada …

—Pero ¿cómo?

—Porque no me quisieron dar todos los días mi pudín favorito.

¡Qué vergüenza!—exclamó Matilde—. ¿Y cuál es su pudín favorito?

—El de pan y leche espolvoreado con hojas de rosa y pizcas de manzana.

Matilde fue, como es natural, a contárselo en seguida al Rey; pero antes de llegar a donde él estaba, el Kakatukán se rió de nuevo. Cuando Matilde vio al Rey, ya no estaba en disposición de pedir la comida, porque se había convertido en casa de campo repleta de adelantos moder­nos. Únicamente le reconoció Matilde, que se había sentado muy triste en el parque, por la corona que estaba de lado sobre una de las chimeneas y por el ribete de armiño que bordeaba la senda principal del jardín. En vista de ello encargó, bajo su responsabilidad, que hiciesen a la Princesa su pudín favorito, y toda la Corte lo tuvo que comer a diario en adelante, hasta que no hubo palaciego que no aborreciese la leche y el pan y no prefiriese correr una porción de kilómetros antes de encontrarse con una pizca de manzana. A la misma Matilde le llegó a hartar, aunque, inteligente como era, conocía lo bien que le sentaban el pan y la leche.

Pero la Princesa iba poniéndose cada vez más gruesa y más sonrosada. Tuvo que abandonar sus trajes de papel de seda, y luego tuvo que dejar los que antes le estaban anchos, y después los que ya había usado Matilde, y, por último, que mandarse hacer vestidos nuevos, y conforme iba tomando carnes, iba volviéndose afectuosa y Matilde llegó a sentir verdadera amistad por ella.

Un mes había estado el Kakatukán sin reírse.

Cuando la Princesa llegó a ponerse todo lo gruesa que debe estar una Princesa, Matilde se acercó a ella un día, y echándole los brazos al cuello la besó. Besóla también la Princesa y dijo:

—Siento lo que ha ocurrido. Antes lo sentía igual­mente, pero no quería confesarlo; ahora sí. El Kakatukán no se ríe nunca sino cuando le hacen cosquillas. Más aún: detesta la risa.

—¿Y no le volverá usted a hacer cosquillas, verdad?

—No, claro que no—dijo la Princesa muy sorpren­dida—, ¿por qué he de hacérselas? Cuando estaba del­gada, sentía mucho rencor, pero ahora que ya estoy gruesa quiero ver a todo el mundo dichoso.

—¿Y cómo pueden ser dichosos—preguntó severa­ mente Matilde—los que están convertidos en algo distinto a lo que son en realidad? Ahí tiene usted a su padre querido, vuelto casa de campo, y al Presidente del Consejo de Ministros, que era una criatura, y cuando cambió fue para convertirse en Ópera Cómica. La mitad de las doncellas de palacio son olas que van a romperse contra la vajilla; la marina ve cambiados todos sus hombres en perros de aguas, y el ejército en salchichas de Francfort.

Su doncella favorita es un próspero lavadero mecánico y yo, pobre de mí, tengo doble inteligencia que antes. ¿No podría ese horrible pájaro dejar otra vez las cosas como estaban?

—No—dijo la Princesa, deshaciéndose en lágrimas ante cuadro tan terrorífico—. Me dijo en cierta ocasión que cuando se reía podía hacer que las cosas cambiasen una o dos veces, pero que después, si volvía a reírse, se le cambiaban en cosas que ni él mismo sospechaba. No habría más que un medio para que todo volviese a su ser primitivo … , ¡pero es imposible! ¡Si pudiéramos lograr que se riese al revés! … En eso estriba todo, según me dijo, pero yo no sé lo que es eso ni cómo se puede conseguir. ¿Y usted, Matilde, lo sabe?

—No—repuso Matilde—, pero se lo diré bajito, porque nos está escuchando: Felisa es quién lo sabe. Muchas veces me amenazó con hacerme reír al revés, pero nunca lo hizo. ¡Ah, Princesa, se me ocurre una idea!

Pusiéronse las dos a cuchichear, tan por lo bajo, que no pudo oírlas el Kakatukán, por mucho que lo intentó. Matilde y la Princesa le dejaron con un palmo de orejas. Oyóse de pronto un rechinar de ruedas. Cuatro hombres entraron en el jardín llevando en una carretilla un objeto rojo, muy grande. Lo dejaron frente al Kakatukán, que se puso a columpiarse rabiosamente en su alcándara.

—¡Ah!—exclamó—. Si alguien me obligase a reír, lo único que cambiaría había de ser esta horrible casa, lo aseguro. Y se cambiaría en algo más horrible de lo que ahora es; lo siento en todas mis plumas.

Abrió la Princesa la jaula con la llave del Primer Ministro, se deslizó hasta donde estaba el Kakatukán y le hizo cosquillas, primero en un ala y luego en la otra. Fijó el ave sus fatídicos ojos en la rojiza máquina y soltó una carcajada muy fuerte y muy larga; vio que el hierro y el cristal tomaban ante sus ojos la forma de Felisa. Tenía las mejillas rojas de cólera y sus ojos brillaban como el cristal, de furia que tenían.

—¡Bonita educación!—dijo al Kakatukán—. ¿De que se ríe usted? ¡Ya le enseñaré yo … ya le haré yo reír al revés, amiguito!

Hizo irrupción en la jaula, y ante la Corte atónita cogió por el pescuezo al Kakatukán y le hizo reírse del revés. Era un espectáculo tremendo, y el sonido de aquella risa contraria, terrible de oír.

Mas, de pronto, las cosas volvieron como por arte de magia al estado que primeramente tenían. El lavadero automático se volvió doncella, la casa de campo se con­virtió en Rey, y todos los demás recuperaron su antigua forma; hasta la maravillosa inteligencia de Matilde se apagó como pavesa de candela.

El Kakatukán mismo se desdobló: una mitad de él se volvió Tucán ordinario y vulgar, como el que habréis visto cien veces en el Jardín Zoológico, si os han juzgado dignos de visitar lugar tan distinguido, y la otra mitad se volvió gallo de veleta, de esos que, como sabéis, cambian constantemente y hacen cambiar al viento. De modo que no ha perdido del todo sus facultades; sólo que ahora, como está partido en dos, no hace falta risa para que emplee el poder que le resta. El pobre Kakatukán partído, como cierto famoso Rey de Inglaterra, no ha vuelto a sonreír desde aquel triste día.

El Rey, agradecido, ordenó que Matilde y su aya fuesen conducidas a su casa con el ejército entero por escolta; los soldados ya no iban disfrazados de salchichas, sino que lucían brillantes uniformes. Pero Matilde estaba como amodorrada; tanto tiempo había sido inteligente, que sentía cansancio, porque la inteligencia fatiga mucho, como sabréis por experiencia. Y también los soldados debían tener sueño, porque uno tras otro desaparecían, y cuando Matilde y el aya llegaron a su casa no quedaba más que uno, y resultó ser el guardia de la esquina.

Al día siguiente Matilde trató de hablar a Felisa de Tierra Verde y del Kakatukán y del Rey Casa de­ Campo, pero el aya la interrumpió: ·

—¿Qué tonterías son ésas? ¡Las niñas callan!

Matilde comprendió fácilmente que a Felisa no le gustaba que le recordasen el tiempo en que había sido máquina automática de regañar, y, como era una muchacha muy amable y de buena educación, no volvió a tocar el asunto.

No quiso Matilde contar sus aventuras a los demás, porque todos en su casa creían que había pasado todo aquel tiempo con tía-abuela Pilar, y comprendió que si decía que no había estado allá la mandarían inmediata­ mente … , lo cual no era muy halagüeño.

Muchas veces he tratado de que el aya Felisa se equivoque nuevamente de ómnibus, único medio posible de ir a Tierra Verde; pero sólo una vez lo conseguí, y en tonces el ómnibus no fue a Tierra Verde, sino al Mata­dero municipal. Porque ninguna niña se ha de hacer la ilusión de que se puede ir a Tierra Verde más de una vez en la vida. Muchas hay que ni siquiera una vez han teni­do la fortuna de ir.

FIN