
Fragmentos desde un escritorio
Herman Melville
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Fragmentos desde un escritorio
I
Mi querido M.:
Puedo imaginaros sentado en ese amado, delicioso y anticuado sofá; con la cabeza apoyada en el lujoso acolchado y los pies en alto sobre el respaldo ambicioso de esa silla vieja y extraña de patas rectas y cuello tieso, que, como me aseguró nuestro bromista W., es idéntica al asiento en el que el viejo Burton escribió su Anatomía de la melancolía. Estoy viéndoos levantar a regañadientes la mirada del enorme tratado en cuarto que os aplasta el regazo para recibir el paquete que os lleva el criado y casi puedo imaginar cómo esos amados rasgos se iluminan por un momento con una expresión de alegría al leer el remite de vuestro gentil pupilo. Os suplico que dejéis ese odioso volumen de letras negras y no permitáis que sus hojas mohosas y marchitas mancillen la pureza virginal y la blancura de la hoja que sirve de vehículo para tanto buen sentido, pensamientos puros y sentimientos castos y elegantes.
Recordaréis cómo solíais reprocharme mi solapada vergüenza, mi mauvaise honte, como diría lord Chesterfield. ¡Pues bien! He decidido que, de ahora en adelante, no volveréis a tener ocasión de aplicarme esos aduladores apelativos de «¡loco!», «¡majadero!» y «¡borrego!», que antes vertíais indignado sobre mí, con un vigor y una facilidad que siempre suscitaba mi sorpresa, aunque provocara en mí cierto resentimiento.
¿Y cómo creéis que me he librado de semejante estorbo? Pues simplemente llegando a la conclusión de que este hermoso cuerpo mío alberga todas las gracias viriles. De que mis miembros se modelaron según la simetría del Júpiter de Fidias; de que mi semblante irradia ingenio e inteligencia y de que toda mi persona es envidiada por los petimetres, idolatrada por las mujeres y admirada por mi sastre. ¡Y qué decir, señor, de mi espíritu! He descubierto que está dotado de los poderes más inauditos y extraordinarios, henchido de conocimiento universal y embellecido con toda suerte de logros refinados.
¡Pólux! ¡Qué cómodo resulta tener buena opinión de uno mismo! Vamos, que cuando paseo por la Broadway de nuestro pueblo, me doy unos humos que me ganan el aprecio de cualquier persona inteligente con la que me encuentre, ¡como un distingué del agua más pura, una brizna del verdadero temperamento, sangre de la mejor calidad! ¡Dios mío!, cómo desprecio a esa gentuza rastrera que escurre el bulto por la calle como si fueran lacayos o vagabundos; que no han aprendido jamás a llevar la cabeza bien alta, sino que cargan con el más noble de los miembros humanos como si se la hubiera golpeado alguna amazona arpía; que arrastran los pies por la acera con paso rápido y vacilante, con un movimiento atropellado y ridículo que, por la magnitud del contraste, embellece mi propio andar lento y digno, que puedo variar a voluntad desde una suerte de abandono hasta un paso más vivo y despierto, de acuerdo con el tiempo, la ocasión y la compañía.
Y también en sociedad…, ¡cuántas veces me habré compadecido de los pobres desgraciados que se quedan aparte en un rincón, como un rebaño de ovejas asustadas mientras yo, hermoso como Apolo, vestido de un modo que despertaría la admiración de un Brummel y circundado por un cinturón de amor propio, bromeo con las damas, requiebro a una, intercambio unas palabras con otra, acaricio a esta bajo la barbilla y le paso la mano a esta otra por la cintura; y, finalmente, remato la operación besándolas a todas para gran edificación de los seductores y mal reprimido disgusto de la ovina multitud mencionada antes, que con los ojos abiertos como platos y la boca distendida me proporciona materia para ejercer mi refinado ingenio, que como el centelleante filo de una espada damascena «deslumbra a todos con su brillo»!
Y entonces, cuando se abren las puertas y el lacayo anuncia que la cena está dispuesta, cuántas veces me habré adelantado y, con profunda obediencia hacia las damas, habré prometido por el arco de Cupido y puesto a Venus por testigo de mi sinceridad, al decirles que desearía tener cien brazos para ponerlos todos a su servicio, y las habré escoltado alegre y galantemente hasta el lugar del banquete; mientras esas tímidas criaturas se dirigían al salón como una manada de vacas estúpidas, tropezando, sonrojándose, balbuciendo y solas.
¡Cierto!, debido a mis logros elegantes y mi talento superior, mi gracioso porte, y sobre todo mi natural dominio de mí mismo, he provocado imprudentemente hasta un extremo irreconciliable el resentimiento de media veintena de esos petimetres de pueblo; a quienes, aunque preferiría contar con su aprecio, valoro demasiado poco para temer su mala voluntad.
¡Por mi Biblia, señor, que este mismo pueblo de Lansingburgh contiene dentro de sus hermosos límites tantas damiselas de mejillas sonrojadas como uno querría contemplar en un somnoliento día de verano! Cuando recorro las anchas aceras de mi propia metrópolis, mis ojos se detienen en esas bellas formas que mariposean aquí y allá y me paro a admirar la elegancia de su atuendo; el gusto exhibido en sus adornos; la suntuosidad de los materiales; y puede que a veces el encanto de unos rasgos que ningún arte podría mejorar ni ninguna negligencia ocultar.
Pero aquí, señor, aquí…, donde la mujer parece haber erigido su trono y establecido su imperio; aquí donde todos sienten y agradecen su influencia, florece en originales encantos; y el ojo se posa, sin dejarse deslumbrar por la profusión de extraños ornamentos, sobre los rostros más hermosos que nuestra naturaleza de barro puede adoptar. El poeta ha cantado:
Cuando por vez primera el arte de los rodios adornó
a la reina de la belleza con su chipriota sombra,
el afortunado maestro combinó en su obra
todas las hechiceras miradas de las bellas de Grecia.
Fiel a la perfecta naturaleza, robó una gracia
de cada forma delicada y de cada dulce rostro;
y mientras estuvo en las islas del Egeo,
cortejó sus amores y atesoró sus sonrisas;
luego doró los matices, puros, preciosos y refinados,
y así combinados los mortales encantos, celestiales
parecían.
Ahora bien, si Apeles hubiera florecido en nuestros días, y más particularmente, hubiese establecido su domicilio en este hermoso pueblo, yo mismo habría podido presentarle más de una Hebe en la que se reuniesen todas las gracias que configuran el ideal de belleza y encanto femeninos. Tampoco, mi querido M., reina en esta brillante exhibición esa monotonía de rasgos, formas y tez que se ve en todas partes; no, aquí tenemos todas las variedades, todos los órdenes de la arquitectura de la Belleza: el dórico, el jónico, el corintio, todos están aquí.
Tengo en «los ojos de mi alma, Horacio», tres (el número de las Gracias, como recordaréis) que podrían estar cada una de ellas en la cima de sus órdenes respectivos. Si la primera se vistiera con silvano atuendo, y portase en su mano un arco, podría considerarse con justicia y propiedad el retrato de la misma Diana. Su porte es audaz, su estatura alta y recta, su presencia regia y dominadora y su tez tan clara y bella como el rostro del cielo en un día de mayo; sus ojos brillan con ese matiz indefinible que es, sin duda, el más sorprendente que pueda adornar el rostro humano. El bermellón de sus mejillas adopta perpetuamente ese tono saludable y lozano que estamos acostumbrados a contemplar y que ilumina, ¡ay!, por un instante, el rostro de la bella de ciudad cuando hace su excursión anual al campo para disfrutar por un tiempo del refugio de la vida rústica.
Si a esas cualidades le añadimos la majestad en la apariencia y la dignidad en el porte que habríamos atribuido a la regia amante de Antonio, junto con ese semblante heroico y griego que la imaginación le asigna inconscientemente a la judía Rebeca, cuando se resistía a las arteras mañas del templario, tendréis en mi pobre opinión el retrato de…
Al aventurarme a describir a la segunda de esta hermosa trinidad, siento que mis poderes de delineación son inadecuados para la tarea; aun así trataré de hacerlo, aunque como un pobre aficionado temo ofender los encantos que intento retratar.
¡Acudid en mi ayuda, espíritus guardianes de la Belleza! ¡Guiad mi torpe mano y preservad de la mutilación los rasgos que cuidáis y protegéis! Bebed ríos enteros de champán, mi querido M., hasta que vuestro cerebro esté mareado por la emoción; estudiad atentamente la última parte del Canto Primero del Childe Harold, y saquead vuestras reservas intelectuales en busca de las más vivas visiones del País de las Hadas, y estaréis en parte preparado para disfrutar del epicúreo banquete que me dispongo a ofreceros.
La estatura de esta hermosa mortal (si es que en verdad pertenece a la tierra) es perfecta, pues, aunque no se la pueda acusar de ser baja, tampoco puede llamársela con propiedad alta. Su figura es esbelta, casi hasta la fragilidad, pero sorprendentemente modelada en la elegancia espiritual, y es la única forma que vi jamás que puede soportar el juicio de una crítica rigurosa.
Cualquiera que esté dotado del más ínfimo residuo de imaginación debe de haber convocado desde los reinos de la fantasía, un ser más brillante y hermoso que cualquier otra cosa que hubiera contemplado antes en alguna de sus ilusiones, cuyo atributo principal y diferenciador invariablemente resulte ser una forma del encanto indescriptible que parece:
navegar en luz líquida,
y flotar en un mar de bendiciones.
Raras veces se nos concede el cumplimiento de estas visiones seráficas, pero puedo decir sinceramente que cuando mis ojos se posaron por primera vez en esta adorable criatura, me creí transportado al país de los sueños donde yacía encarnada la más brillante concepción de la más descabellada fantasía. Si la chispa prometeica pudiera animar la Venus de Medici, no haría sino ofrecer un reflejo de…
Su tez tiene el tono delicado de las morenas, con un poco del rosado matiz de las circasianas; y uno podría jurar que únicamente los soleados cielos de España han iluminado la infancia de un ser semejante, que tanto se parece a sus propias «hijas de mirada oscura».
El contorno de su cabeza junto al perfil de su rostro están esbozados con clásica pureza, y mientras el uno es indicio de sentimientos refinados y elegantes, el otro no es más casto y sencillo que el espíritu que irradia cada rasgo de su cara. Su pelo es negro como ala de cuervo, y está partido como el de una virgen sobre la frente, donde se asienta, circundada por sus hermanas, el verdadero genio de la belleza poética, la esperanza y el amor.
¡Y qué decir de sus ojos! ¡Abren hacia ti sus órbitas negras y profundas como el sol de mediodía en el cielo, y abrasan tu alma con los fuegos del día! ¡Igual que la chispa divina del Dios propicio incendiaba en un instante las ofrendas colocadas sobre el altar sacrificial de los hebreos, basta con una simple mirada de esos ojos orientales para incendiar tu alma y provocar un estallido en tu interior! ¡Qué extraños son los dardos de Cupido! ¡Como los mandobles de la espada de Minotti, un simple vistazo a su alrededor en un atestado salón de baile dejaría a su alrededor pilas de corazones amontonados en semicírculos! Pero el sexo más rudo se merece que este ser glorioso usurpe su orgulloso dominio, y otorgue a la expresión de su mirada una ternura capaz de derretir al corazón más frío y sanar las heridas antes infligidas.
Si al musulmán devoto y ejemplar que, al morir en la fe de su Profeta, anticipa yacer en lechos de rosas embriagado por toda la eternidad, le esperan huríes como esta, arrastradme amables vientos más allá de este triste mundo y
¡Envolvedme en dulces aires lidios!
Pero me estoy dejando arrastrar por no sé qué extravagancias, así que os daré brevemente un retrato de la última de estas tres divinidades, y pondré fin a mis fatigosas lucubraciones.
Esta última es una belleza liliputiense; de estatura diminuta, pelo rubio y pies para los que sería demasiado grande la zapatilla de Cenicienta; un rostro dulce e interesante y modales eminentemente refinados y atractivos. El aspecto de su fisonomía es singularmente suave y amable, y toda su persona rebosa cada una de las gracias femeninas. Sus ojos
Derraman la dulzura de sus rayos azules;
y a ella, por encima de todas las de su sexo, pueden aplicársele los versos de nuestro gentil Coleridge:
Doncella de mi Amor, dulce «____»,
a la luz de la belleza te deslizas:
tus ojos son como la estrella de la víspera,
y dulce tu voz como canción de serafines.
Pero no es tu celestial belleza lo que infunde
una pasión suave y brillante en este corazón,
sino la voz que en tu alma habita
y te prohíbe oír hablar de mi aflicción.
Cuando el sufriente se hunde y desfallece
no ve tendida la salvadora mano,
hermosa como el regazo del cisne
que se eleva graciosa sobre las olas,
he visto tu pecho conmovido de piedad,
y por eso te amo dulce «____»
Aquí, mi querido M., termina mi catálogo de las Gracias, este capítulo dedicado a las Bellezas, y debo implorar vuestro perdón por haber abusado tan largo tiempo de vuestra paciencia. En caso de que a vos mismo, puesto que no es del todo imposible que la llama amatoria se haya extinguido de vuestro pecho, no os interesen estos tres «falsos presentimientos», no dejéis de hacérselos llegar a… y de pedirle su opinión en cuanto a sus respectivos méritos.
Ofrecedle mi agradecimiento al alcalde por haber atendido tan rápido mi petición y aceptad vos mismo el testimonio de mi nada mermado aprecio y mi esperanza de que el cielo continúe sonriéndoos e iluminando vuestro camino.
Siempre vuestro,
L. A. V.
II
«¡Caiga la confusión sobre los griegos!», exclamé mientras me levantaba iracundo de la silla y arrojaba mi viejo diccionario al otro lado de la habitación, cogí el sombrero y el bastón, me eché el abrigo por encima y salí al aire puro del cielo. La frescura tonificante de una noche de abril calmó mis sienes doloridas, y lentamente me encaminé hacia el río. Tras pasear junto a la orilla cerca de media hora, me tumbé sobre la hierba mullida y no tardé en perderme en ensoñaciones y en hundirme en mis sentimientos.
No llevaba allí ni cinco minutos, cuando una figura totalmente embozada en los amplios pliegues de un abrigo se deslizó junto a mí, dejó caer algo apresuradamente a mis pies y desapareció tras la esquina de una casa cercana, antes de que pudiera recobrarme del asombro que me produjo un suceso tan singular. «¡Por cierto —grité al ponerme en pie—, he aquí una chispa de lo maravilloso!», me agaché, recogí un pequeño, elegante y rosado billete amoroso con olor a lavanda, rompí apresuradamente el sello (un corazón atravesado por una flecha) y leí a la luz de la luna lo siguiente:
Gentil caballero:
Si mi imaginación os ha pintado con colores genuinos, al recibir esto, seguiréis sin falta a quien os lo ha entregado, allí donde quiera llevaros.
INAMORATA
«¡Diablos si lo haré! —exclamé yo—, ¡pero calma!». Y volví a examinar aquel singular documento, sostuve el billete entre mis dedos y examiné la letra delicadamente femenina que habría podido jurar que era de mujer. «¿Será posible —pensé— que hayan resucitado los días del romanticismo? No. “¡Los días de la caballería ya pasaron!”, dice Burke».
Mientras rumiaba estas reflexiones, levanté la vista y vi a la misma figura que me había entregado la dudosa misiva y que me hacía gestos de que la siguiera. Me precipité hacia ella; pero, al acercarme, ella se apartó y huyó ligera a lo largo del río a un paso que, entorpecido por mi abrigo y mis botas, no podía seguir, y que me llenó de diversas aprensiones a propósito de la naturaleza de un ser capaz de moverse con tan sorprendente celeridad. Por fin, completamente sin aliento, reduje el paso y lo propio hizo, al notarlo, mi misteriosa fugitiva, como si quisiera mantenerse a la vista, aunque a demasiada distancia para que pudiera hablarle.
Tras recuperarme de mi fatiga y recobrar el aliento, me desabroché el abrigo y, resuelto en mi interior a llegar hasta el fondo del misterio, me lo quité de los hombros, lo arrojé al suelo y reemprendí la persecución de la inalcanzable extraña. En cuanto di a entender por la extravagancia de mis acciones que pretendía darle alcance, ella, con una risa ligeramente despreciativa, comenzó a andar a un paso tal que, pese a mis esfuerzos por perseguirla, no tardó en dejarme atrás, desconcertado y alicaído, y maldiciendo para mis adentros al fuego fatuo que danzaba tan provocadoramente ante mí.
Por fin, como hace todo el mundo, extraje sabiduría de la experiencia, y pensé que la mejor estrategia era seguir en silencio los pasos de mi excéntrica guía y esperar tranquilamente el desenlace de tan extraordinaria aventura. Tan pronto como reduje el ritmo y di muestras de haber renunciado a mi sumario modo de actuar, la extraña, acompasando sus movimientos a los míos, siguió a un paso que dejaba entre nosotros una prudente distancia, aunque de vez en cuando echaba una mirada atrás como un general fatigado, por si volvía a verme tentado de poner a prueba la agilidad de sus miembros.
Tras proseguir nuestro camino de aquel modo monótono durante un tiempo, observé que mi guía descuidaba en cierto modo sus precauciones, pues en los últimos diez o quince minutos no hizo su acostumbrada comprobación por encima del hombro, así que reuní ánimos, que según puedo asegurarle al amable lector habían caído considerablemente por debajo de cero tras el poco éxito de mis previos esfuerzos, y de nuevo me apresuré como loco a toda velocidad, y tras avanzar inadvertido diez o doce varas, comencé a acariciar la idea de que esta vez lograría mi propósito; en ese momento, como recordando de pronto su omisión, se dio la vuelta y al verme correr hacia ella como un caballo desbocado, soltó un grito casi inaudible de sorpresa y una vez más huyó como ayudada por unas alas invisibles.
Este último fracaso fue demasiado para mí. Me detuve y golpeé el suelo con una rabia incontenible, di rienda suelta a mi disgusto con una salva de maldiciones que, bien mirada, tal vez contuviera una o dos expresiones propias de los alegres días de la caballería andante. Pero, si alguna vez fueron disculpables los juramentos, las circunstancias del caso servían de atenuante para el crimen. ¡Cómo! ¿Ser derrotado por una mujer? ¿Tal vez incluso burlado por una mujer? ¡Dios la confunda! ¡No podía ser peor! ¿Que me adelantase, engañase y venciera una mera costilla de la tierra? ¡Era insoportable! Pensé que no sobreviviría a la inexpresable mortificación de aquel momento; y, en el cenit de mi desesperación, pensé en poner un romántico fin a mi existencia en el mismo lugar que había sido testigo de mi vergüenza.
Pero cuando se extinguieron los primeros transportes de mi ira, y reparé en que las aguas del río, en lugar de ofrecer una calma imperturbable, como deberían hacer en una ocasión semejante, bajaban turbias y revueltas; y al recordar que, aparte de ese, no tenía otro medio de realizar mi heroico propósito, salvo el vulgar e inelegante de abrirme la cabeza contra el muro de piedra que atravesaba la carretera, decidí sensatamente, tras considerar las circunstancias antes mencionadas, junto con el hecho de que había dejado a medias una partida de ajedrez que debía ganar y en la que había apostado una gran suma, que cometer suicidio en esas condiciones sería muy poco eficaz y probablemente tendría muchos inconvenientes. Durante el rato que tardé en llegar a esta sabia y prudente decisión, mi espíritu tuvo tiempo de recobrar la compostura anterior y estaba relativamente calmado y sereno; y comprendí la locura de menospreciar a alguien en apariencia tan misterioso e inexplicable.
Decidí entonces que, ocurriera lo que ocurriese, esperaría pacientemente el resultado del asunto; así que avancé en dirección a mi guía, que todo ese rato se había quedado a la espera observando mis acciones; los dos nos pusimos en marcha simultáneamente y pronto recuperamos el mismo paso que antes.
Caminamos a paso vivo y nada más dejar atrás las afueras de la ciudad mi guía se internó en un bosquecillo vecino y aumentó el ritmo de la marcha hasta que llegamos a un lugar, cuya belleza singular y grotesca, incluso tras los agitados sucesos de aquella tarde, no pude dejar de apreciar. Habían talado un espacio circular de cerca de media hectárea en el mismo corazón del bosque, aunque habían dejado dos hileras paralelas de árboles airosos que, a una distancia de unos veinte pasos, se cruzaban perpendicularmente con otras dos hileras semejantes y atravesaban todo el diámetro del círculo. Esas nobles plantas lanzaban sus enormes troncos hasta una altura increíble, llevaban sus verdosos laureles hasta lo alto elevando los miembros gigantescos y ciñéndose unos a otros con áspero abrazo. La fantástica unión de sus robustas ramas conformaba un arco magnífico, cuyas proporciones se henchían hacia lo alto con una preeminencia orgullosa y ofrecía a la vista un techo abovedado que mi imaginación perturbada creyó el dosel del banquete triunfal del dios silvano. Esta perspectiva singular apareció ante mí en toda su belleza mientras salíamos de los arbustos de los alrededores, y me quedé inconscientemente en la linde del calvero para disfrutar mejor de aquella vista sin rival; al seguir con la mirada el neblinoso perfil del bosque, reparé en la diminuta silueta de mi guía que, de pie a la entrada del arco que he tratado de describir, me hacía extravagantes gestos de impaciencia por mi retraso. Recordé de inmediato la situación, lo que por un momento me puso bajo el control de aquella caprichosa mortal, respondí a su llamada reemprendiendo la marcha en el acto, y pronto entramos en la atlante arboleda entre cuyas sombras nos ocultamos por completo.
Perdido en conjeturas durante todo aquel excéntrico paseo, acerca de su fin probable, la sombría oscuridad de aquellos árboles ancestrales imprimió un tono más siniestro a mis figuraciones y comencé a arrepentirme de la precipitación insensata con la que me había embarcado en una expedición tan peculiar y sospechosa. Pese a todos mis esfuerzos por dejarlas de lado, acudieron a mi memoria las ficciones del jardín de infancia y sentí con el Bob Acres de The Rivals que «mi valor desfallecía». En una ocasión, casi me avergüenzo de reconocerlo ante ti, amable lector, mi imaginación se vio tan rodeada de imágenes fantasmales que, lleno de aprensiones, a punto estuve de darme la vuelta y huir, y había hecho ya algunos movimientos preliminares a tal efecto, cuando mi mano, vagando accidentalmente por mi bolsillo tropezó con el billete cuya romántica convocatoria había ocasionado esta aventura romántica. Sentí que mi alma recobraba las fuerzas, y sonriendo ante las absurdas presunciones que plagaban mi cerebro, volví a emprender orgullosamente la marcha, bajo las ramas colgantes de aquellos viejos árboles.
Al salir de las sombras de aquella región romántica, vimos de pronto un edificio que, con gentil eminencia y rodeado de árboles, tenía la apariencia de una villa campestre; aunque su sobrio exterior no exhibía ninguno de los fantásticos ornatos que habitualmente adornan los chateaux elegantes. Mi guía, mientras nos aproximábamos a aquella sencilla mansión, pareció redoblar sus precauciones; y aunque no daba muestras de estar alarmada, sus miradas rápidas y sorprendidas revelaban no pocos recelos. Me hizo gestos para que me escondiera tras un árbol cercano y se dirigió hacia la casa con pasos rápidos pero cautos; mis ojos la siguieron hasta que desapareció tras la sombra del muro del jardín y me quedé lleno de ansiedad esperando su reaparición. Pasó un rato bastante largo hasta que la vi abriendo una pequeña poterna y haciéndome gestos de que me acercara; no poco sorprendido por la complacencia de la que, después de todo, hacía gala, acudí a donde me decía. Disimulando mi sorpresa y haciendo acopio de fuerzas, seguí con zancadas silenciosas los pasos de mi guía, completamente convencido de que aquel misterioso asunto estaba a punto de aclararse.
El aspecto de aquella espaciosa morada era cualquier cosa menos tentador; parecía haber sido construida con la celosa intención de ocultar algo; y sus pocas pero bien defendidas ventanas estaban a suficiente altura del suelo para frustrar la curiosidad fisgona de los extraños. No brillaba una sola luz en aquellas estrechas ventanas, sino que todo era hosco, oscuro y amenazador. Mientras mi imaginación, constantemente alerta en una ocasión semejante, se ocupaba en atribuirle algún temible motivo a aquellas precauciones tan inusitadas, mi guía se detuvo de pronto ante una alta ventana, llamó en voz baja y reparé en que de allí descendía lentamente un grueso cordón de seda atado a una cesta bastante grande que depositaron en silencio a nuestros pies. Sorprendido por aquella aparición, me disponía a pedir explicaciones cuando se puso solemnemente el dedo sobre los labios, se metió en la cesta y me hizo gestos de que tomara asiento a su lado. Obedecí, aunque no sin considerable aprensión; y, obediente a la misma llamada en voz baja que había procurado su descenso, nuestro curioso vehículo se alzó en el aire entre numerosos crujidos.
Sería imposible tratar de analizar mis sentimientos en aquel momento. La solemnidad de la hora, la naturaleza romántica de la situación, la singularidad de toda la aventura, la soledad del lugar, habrían bastado para provocar el pánico en el corazón más firme y para perturbar los nervios más templados. Pero si a eso le añadimos la idea de que en el silencio de la noche, y en compañía de un ser tan completamente inexplicable, estaba entrando de manera clandestina en una mansión tan peculiar, el lector más amable y compasivo no se sorprenderá si le digo que deseé estar de nuevo en mis cómodos alojamientos de la calle…
Tales fueron las reflexiones que cruzaron mi imaginación durante nuestro viaje aéreo en el que mi guía observó el más estricto silencio, solo roto de cuando en cuando por los ocasionales crujidos de nuestro vehículo al rozar contra la pared de la casa durante su ascenso. Tan pronto como alcanzamos la ventana, me rodearon dos fornidos brazos y antes de que pudiera darme cuenta estaba plantado en mitad de una habitación oscuramente iluminada por una única vela. Mi compañera de viaje no tardó en reunirse conmigo; volvió a indicarme con el dedo que guardara silencio, tomó la palmatoria y me animó a seguirla por un largo pasillo, hasta que llegamos a una puerta baja oculta tras un viejo tapiz, que al abrirse tras un leve empujón descubrió un espectáculo tan hermoso y encantador como cualquiera de los descritos en las Mil y una noches.
El apartamento en el que entramos estaba decorado al estilo del esplendor oriental, y en su atmósfera flotaban los perfumes más deliciosos. Las paredes estaban cubiertas con las telas más elegantes, ondulando en graciosos pliegues en los que estaban dibujadas escenas de arcádica belleza. El suelo estaba cubierto con una alfombra de textura finísima, en la que se habían bordado con habilidad exquisita los sucesos más llamativos de la mitología antigua. Unidas a la pared por medio de cordones torzales de seda carmesí y oro, había varias pinturas bellísimas que ilustraban los amores entre Júpiter y Sémele, retrataban a Psique ante el tribunal de Venus y otras escenas variadas delineadas todas con elocuente gracia. Había lujosos canapés dispuestos alrededor de la habitación y tapizados con el damasco más fino, sobre el que también se habían trazado al modo italiano las fábulas antiguas de Grecia y Roma. Distribuidos por los rincones de la habitación, había trípodes diseñados para representar a las tres Gracias sosteniendo vasijas en alto, ricamente decoradas según el gusto clásico y de las que emanaba una embriagadora fragancia.
Lámparas de araña de imposible descripción y suspendidas del airoso techo por barras de plata, derramaban sobre esa voluptuosa escena una luz tenue y temperada y dotaban al conjunto de esa belleza somnolienta que debe verse para poder ser apreciada con justicia. Espejos inusitadamente grandes multiplicaban en todas las direcciones los magníficos objetos, engañaban al ojo con sus reflejos y burlaban a la vista con profundas perspectivas.
Pero, por imponente que fuese aquella exhibición de opulencia, no estaba a la altura del ser por quien brillaba con tanto esplendor; pues la grandeza de la habitación servía tan solo para mostrar mejor la inigualable belleza de su ocupante. Aquella soberbia decoración, aunque prodigada con profusión ilimitada, era el mero accesorio de una criatura cuyo encanto era de esa clase espiritual que no depende de ninguna ayuda añadida, y que ninguna oscuridad podría disminuir ni ningún arte podría aumentar.
La primera vez que contemplé a aquel ser encantador, estaba tendida sobre una otomana; en una mano sostenía un laúd y en la otra, perdida entre los profusos pliegues de seda, apoyaba la cabeza. No pude evitar recordar la apasionada exclamación de Romeo:
Ved cómo apoya en su mano la mejilla;
¡oh!, ¡quién fuera guante de esa mano, para poder besar esa mejilla!
Iba vestida con una suave túnica del blanco más puro, y su pelo, huido de la cinta de rosas que lo recogía, derramaba sus negligentes gracias sobre el cuello, el hombro y el regazo, como si se resistiera a revelar la verdadera extensión de sus trascendentes encantos. Su cinto era de satén rosa y en él había bordados varios retratos de Cupido en el acto de tender el arco, mientras que los amplios pliegues de su manga turca estaban recogidos en la muñeca por un brazalete de inmensos rubíes, cada uno de los cuales representaba un corazón traspasado por una flecha dorada. Sus dedos estaban decorados con varios anillos que, cuando me saludó con la mano al entrar, emitieron un millar de centelleos y exhibieron a la vista su brillante esplendor. Por debajo de la orla de su manto y casi enterrado en el plumoso cojín en el que se apoyaba, asomaba el piececillo más hermoso que pueda imaginarse; envuelto en una zapatilla de satén que se aferraba a él mediante un cierre de diamantes.
Cuando entré en la habitación, su mirada parecía abatida y la expresión de su rostro dolida e interesante; por lo visto estaba perdida en algún sueño melancólico. Al entrar yo, sin embargo, su rostro se iluminó cuando, con un majestuoso movimiento de la mano, le indicó a mi guía que saliera de la habitación y me dejó mudo y lleno de admiración y desconcierto, ante su presencia.
Por un momento, la cabeza me dio vueltas y perdí el control de todas mis facultades. No obstante, recobré el dominio y con eso y mi buena educación avancé caballerosamente, hinqué graciosamente la rodilla y exclamé: «¡Aquí me inclino, dulce divinidad, y me arrodillo ante el altar de tus incomparables encantos!». Dudé, me sonrojé, alcé la mirada y vi un par de ojos andaluces que me miraban, cuya expresión seria y ardiente me atravesó el alma, y sentí que mi corazón se disolvía como el hielo ante los calores equinocciales.
¡Ay, pese a todos los votos de eterna fidelidad que le había jurado a otra, los hilos de seda se partieron; los cordones dorados desaparecieron! Un nuevo dominio se deslizaba en mi alma, y caí encadenado a los pies de mi hermosa hechicera. Se produjo un momento de un interés indescriptible, mientras respondía a la mirada de aquel ser glorioso con otra tan ardiente, tan abrasadora y tan firme como la suya. Pero no era propio de una mujer mortal resistir la mirada de unos ojos que nunca se habían arredrado ante el enemigo y cuyos fieros destellos danzaban ahora en la salvaje expresión de un amor que desgarraba mi interior como un remolino y arrastraba mis afectos pasados como si fuesen malas hierbas del ayer. ¡Las largas y oscuras pestañas cayeron! ¡Se apagaron los fuegos cuyo brillo había prendido en llamas mi alma!
¡Tomé su mano indolente, me la llevé a los labios y la cubrí de besos ardientes!
«¡Bella mortal —exclamé—, siento que mi pasión es correspondida, pero séllala con tu propia y dulce voz o moriré en la incertidumbre!».
Aquellas lustrosas órbitas derramaron otra vez todos sus fuegos; y, enloquecido por su silencio, la tomé en brazos, estampé un largo, largo beso en sus labios calientes y relucientes, y grité: «¡Háblame! ¡Dime, cruel mujer! ¿Emana tu corazón un fluido vital como el mío? ¿Soy amado, aunque sea tan salvaje y locamente como yo te amo?». Ella siguió en silencio; ¡Dios mío, qué horribles aprensiones cruzaron mi alma! Frenético con la idea, la sujeté, contemplé su rostro y encontré la misma mirada apasionada; sus labios se movieron —la escuché con tanta intensidad que todos los sentidos me dolían—, todo siguió en silencio, no emitieron ningún sonido; ¡la aparté de mi lado, aunque seguía aferrada a mis ropas, y con un salvaje grito de agonía salí de la habitación! ¡Era muda! ¡Dios mío! ¡Muda! ¡SORDOMUDA!
FIN