El perrito y la duendecilla

El perrito y la duendecilla

Colección Marujita

Amor y amistad Animales Cortos Fantásticos Hadas duendes y elfos Para niños

Bob era un cachorro de perro que jugaba en la colina persiguiendo conejos. Un día se hizo daño en una pata y una duendecilla que lo escuchó llorar le ayudó.

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El perrito y la duendecilla

Documento de dominio público bajo Licencia Creative Commons Atribución 2.5 Argentina
El material original pertenece a: Biblioteca Nacional de Maestros

Bob era un cachorro de perro, negro y de orejas colgantes. Vivía con sus amos en una casa de la ladera de la colina y le gustaba ir por los alrededores a asustar a los conejos.

Un día fue a olfatear una madriguera bastante grande, que encontró al pie de una mata. Olisqueó y empezó a rascar la tierra, cuando, de pronto, sintió un dolor agudo en su pata delantera derecha. Dio un ladrido y, levantando el miembro, se preguntó qué sería.

Luego se lamió la pata, pero seguía doliéndote. Pensó en volver a su casa para que su ama lo curase, mas, cuando quiso echar a correr cuesta abajo, observó que no podía apoyar la pata en el suelo, porque le dolía mucho. Intentó correr con las tres patas restantes, pero, con gran frecuencia, se olvidaba de su mal y apoyaba en el suelo su pata enferma.

En vista de eso se sentó en la hierba y dio un fuerte aullido. Como no era más que un cachorro, estaba asustado. Aquella era la primera vez que se hacía daño y no llegaba a comprenderlo. ¿Por qué le dolería tanto lo pata?

Mientras estaba aullando, oyó una voz que desde unas matas cercanas le dirigía la palabra.

—¿Qué te pasa? Me has despertado con tu aullido, perrito. ¿Por qué haces tonto ruido?.

Bob, sorprendido, levantó la mirada y vio a una duendecilla que se mecía en una hamaca, hecha con ramitas de helecho. Vestía un traje de telaraña plateada y se cubría la cabeza con una campanil la.

—¡Caramba !— exclamó Bob.—¿Quién eres?

—Una duendecilla —contestó el pequeño ser. —Vivo en la ladera de la colina y me encargo de peinar a los gazapitos para sus mamás. Eso me tiene ocupada toda la mañana. ¿Y a ti, qué te pasa? ¿Por qué haces tanto ruido?

—Siento mucho haberte despertado—replicó el perrito.—Pero me ocurre algo raro en esta pata, porque me duele mucho al andar.

—Déjame que la vea—exclamó la duendecilla, saltando ágilmente al suelo. Luego se acercó al perrito y le examinó la pata.

—Tienes clavado un pincho —dijo. —¡Pobrecito! No es extraño que te duela. Voy a sacártelo.

—No me hagas daño—replicó el perrito.

—No tengas miedo —contestó la duendecilla.—Mira, ya está fuera. Era un pincho muy largo.

El perrito miró y pudo ver que el pincho era, realmente, muy grande. Luego la duendecilla sacó un pañuelo de su bolsillo y le vendó la pata.

—Ya está —le dijo.

—Eres muy buena—replicó Bob, agradecido. —Quizá algún día podré hacerte un favor.

—No lo espero —contestó ella encaramándose a su hamaca. —Dentro de poco ni te acordarás de mí.

Pero Bob no la olvidó, sino que, con frecuencia, pensaba en ella y en sus manos suaves. Guardaba en su perrera el pañuelo que ella le puso en la pata, a fin de no olvidar a la duendecilla que lo curó. Con frecuencia lo olfateaba, deseando que llegase la ocasión de devolverle el favor.

Transcurrieron varios meses, pasó el verano y llegó el otoño. Los árboles se desprendieron de sus hojas, los helechos de la colina adquirieron un color pardo rojizo. Bob se preguntaba si aun estaría allí la duendecilla, pero cuando fue a verlo, no la halló en parte alguna.

Llegó el invierno, que fue muy riguroso. Nevaba todos los días, de modo que la colina no tardó en estar cubierta de blanco desde lo falda a la cumbre.

Bob tenía la perrera en el patio y su amo la llenaba de paja y heno, para que estuviese caliente y, además, la volvía de modo que el viento no entrase directamente. Gracias a eso, el perro gozaba de una temperatura deliciosa, de modo que estaba encantado con su perrero.

Una noche oyó un leve ruido en el patio y enderezó las orejas. Pronto pudo convencerse de que alguien lloraba y se lamentaba.

—¡Pobre de mí! ¡Qué frío tan espantoso! No encuentro un lugar abrigado. Con toda seguridad me moriré de frío.

Bob reconoció aquella voz. Salió presuroso de su perrera y casi derribó a un ser diminuto que estaba temblando en el centro del patio.

—¡Cuidado, torpe!—exclamó el desconocido personaje. —Por poco me ti ras sobre la nieve y bien sabe Dios que ya tengo bastante frío.

—¿No me conoces, duendecilla? Soy Bob, el perrito a quien cuidaste el verano pasado —dijo el perro con vehemencia. —¿Has venido a verme?

—No —contestó la duendecilla, temblando. —Ignoraba que vivieses aquí. Me he visto obligada a alejarme de la ladera de la colina, porque hace demasiado frío. Y como no tengo a dónde ir, moriré helada.

—Ven a vivir conmigo —le dijo el perro. —Me darás una gran alegría.

—Tú, con seguridad, dormirás en un cesto dentro de la casa, ¿verdad? —preguntó la duendecilla.

—No, tengo una casita muy mona para mí solo, llamada perrera —contestó Bob —y resulta muy cómoda y caliente. Ven conmigo y ya verás cómo estaremos muy abrigados.

Llevó o la temblorosa duendecilla a su cálida perrera y ella se tendió agradecida en el heno suave que había dentro. Luego se acurrucó al lado del perro y, en breve, se sintió reconfortada por el calor.

—Esto es magnífico—dijo.—Hace muchos semanas que no había estado tan bien. ¡Oh, si pudiera quedarme!

—Quédate —dijo Bob, —aunque mi ama lo supiese, no tendría ningún inconveniente, sino que, por el contrario, se alegraría. Y ya ves cómo ha llegado la ocasión de devolverte el favor que me hiciste. Ahora podrás acompañarme todo el invierno y cuando llegue el verano, vuelve, si quieres, al bosque.

Así, pues, vivieron muy felices en la misma perrera.

FIN