El hombre del tiovivo

El hombre del tiovivo

Colección Marujita

Amor y amistad Cortos Para niños Valores morales

La feria llegó al pueblo, pero Juanita y Benito no tenían dinero para subir al tiovivo, y cada vez que volvían de la escuela lo observan desconsolados

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El hombre del tiovivo

Documento de dominio público bajo Licencia Creative Commons Atribución 2.5 Argentina
El material original pertenece a: Biblioteca Nacional de Maestros

Juanita y Benito habían de re­correr todos los días un largo tre­cho desde su casa a la escuela, atravesando numerosos campos. Un día notaron que el enorme campo del señor Gil había sido tomado para instalar una feria. En aquel momento estaban ar­mando algunos tiovivos, barracas y columpios.

—¡Oh!—exclamó Juanita— Mira, una feria.

—Acuérdate de que en la alcancía tenemos ya dos pesetas y media—contestó Benito.

Pero aquella misma tarde, mientras los dos niños jugaban al cricket en el jardín, tuvieron la desgracia de lanzar la pelota contra el vidrio del cuarto de baño, rompiéndolo. Papá, al oír el ruido, salió muy enojado.

—Eso os costará dos pesetas y media. Es ya el segundo vidrio que rompéis en un mes. Traedme la al­cancía.

Benito obedeció y entregó las monedas o su papá.

—Guardábamos ese dinero para ir a la feria, papá­ —dijo Juanita casi llorando.

—Lo siento mucho, hijita— contestó su papá.—Pero ya sabíais que en cuanto rompieseis otro vidrio, habríais de pagarlo, de manera que antes de empezar o jugar al cricket era preciso acordarse de eso.

Los dos niños ya no tenían ningún dinero para ir a lo feria. Todos los días, cuando volvían a casa, a la salida de la escuela, se detenían ante los tiovivos, que gi­raban alegremente y habrían dado cualquier cosa por subir a ellos, porque les gustaban extraordinariamente. Una tarde vieron a un pobre ciego, que estaba al lado del campo de la feria, apoyado en su bastón y como si quisiera cruzar la carretera.

—Vamos a preguntarle si quiere pasar al otro lado­ dijo Juanita.

En efecto, se acercaron al ciego y le ofrecieron sus servicios para llevarlo al lado opuesto del camino.

—Os lo agradezco mucho—contestó el ciego.—Espe­raba a mi hijo para que me acompañase, pero sin duda ha tenido algo que hacer.

—Pues nosotros lo acompañaremos—dijo Juanita.

Luego, entre ella, y su hermano, cogieron cuidadosamente al ciego y le hicieron atravesar el camino, en cuanto ya no hubo ningún automóvil a la vista.

—Muchas gracias, niños —dijo el anciano.—Ahora yo puedo volver a casa sin inconveniente, porque no he de cruzar ningún otro camino.

A la tarde siguiente, los niños lo encontraron de nue­vo y también lo guiaron hacia el otro lado de la carretera. Así sucedió por espacio de un par de semanas, y un día el anciano, antes de despedirse de ellos, les dijo:

—Esta es la última vez en que necesitaré vuestro au­xilio. Mañana se va la feria y yo me marcharé con ella. Formo parte del personal.

—No lo sabíamos— contestó Juanita.—Debe de ser muy agradable formar parte de una feria. Esta vez ni mi hermano ni yo hemos podido visitarla. Rompimos el vidrio de una ventana y tuvimos que pagar su coste a papá, con lo cual nos quedamos sin un céntimo.

—¡Y con lo que nos habría gustado subir al tiovivo! —dijo Benito.— Pero si la feria se acaba mañana, ya no nos será posible.

¡Cuánto siento no haberlo sabido antes! —dijo el anciano.— Yo me figuraba que habíais estado ya muchas veces en la feria.

En aquel instante, un hombre corpulento se acercó y miró a los dos niños.

—¡Hola, padre! —dijo al anciano— Precisamente venía a recogerte. ¿Son éstos los niños que tan bondadosamente te han ayudado estos días?

—Sí, Jorge—contestó el ciego.— Y has de saber qua no han podido ir una sola vez a la feria, a pesar de que lo deseaban mucho. Es una lástima. Mañana mismo nos marchamos y no he podido invitarlos a que se diviertan gratis. Unos niños tan bondadosos como éstos, merecen una recompensa.

—Mira, padre—dijo aquel hombre joven.—Aun queda el día de mañana. No desarmaremos nada hasta las doce de la noche. Además, como es sábado, estos ni­ños no habrán de ir a la escuela. Por consiguiente, podrán venir y subir tantas veces como quieran al tio­vivo.

—¡Oh!—exclamó Juanita con los ojos brillantes de alegría.—¿Habla usted en serio?

—Naturalmente que sí —contestó aquel individuo— Esos caballitos me pertenecen, de modo que mañana po­dréis subir cuantas veces queráis.

—No sé si papá nos dejará— observó Benito.

—¡Oh, sí!—contestó, riéndose, el dueño del tiovivo.— Os acompañaré a vuestra casa y se lo pediré yo.

Los cuatro, porque el anciano también quiso ser de la partida, se dirigieron a casa de los niños, y en cuan­to papá y mamá se enteraron de la bondadosa conduc­ta de sus hijos, sintiéronse orgullosos y complacidos.

—Mañana es el último día —dijo el dueño del tiovi­vo— Pero si usted quiere, señor, y permite que sus hi­jos vayan a la feria, por la tarde, podrán subir cuantas veces quieran a mi tiovivo. De este modo corresponderé a su bondad.

Papá dio su consentimiento y aún, al día siguiente, regaló una peseta a cada uno de sus hijos, para que pudiesen divertirse mejor en la feria.

Ya comprenderéis que pasaron una tarde deliciosa, pero sin duda alguna lo tenían merecida.

FIN