
El gorrión de la lengua cortada
Osamu Dazai
Más cuentos del autor »Un leñador de gran corazón encontró a un gorrión herido y decidió curarlo, pero su mujer que tenía muy mal carácter no quiso saber nada del pobre animal.
El gorrión de la lengua cortada
Hace mucho, mucho tiempo, vivía en cierto lugar un viejo leñador de gran corazón cuya esposa, en cambio, tenía muy mal carácter. Un día de otoño por la mañana en que el bosque se hallaba encendido con el rojo de los arces, el viejo andaba en busca de leña cuando escuchó un plañidero lamento: «¡Chi, chi, chi! ¡Chi, chi, chi!». Parecía proceder de unos matorrales cercanos, pero no se veía nada. El leñador, yendo hacia donde se escuchaba el lamento, apartó los matorrales y descubrió un pequeño gorrión caído en el suelo, que se quejaba con temor y aleteaba incapaz de volar. Levantándolo suavemente, comprobó que una de sus patas estaba herida, así que metió al gorrión en su pecho, entre los pliegues del kimono, y se lo llevó de vuelta a casa, poniéndole el nombre de Chunko.
Pero su esposa estalló en improperios al ver el cariño con que el hombre trataba al pájaro.
—¿A quién se le ocurre traer algo así? Con lo molesto que va a ser alimentarlo y demás. Te advierto que yo no pienso hacer nada.
El leñador, acostumbrado ya a sus regañinas, se movía silencioso e indiferente, preocupado tan solo de atender al gorrión. Día tras día le cuidaba la herida y le daba de comer arroz hervido, que el animalito tomaba gozosamente con su pico. Con el tiempo, el gorrión se restableció, y revoloteaba por toda la casa, posándose en el hombro o en la cabeza del leñador, canturreando «¡pío, pío, pío!». La mujer del leñador, por su parte, lo aborrecía y, con un «maldito pájaro», no perdía oportunidad de atacarlo con la escoba o de espantarlo.
Una mañana el anciano se fue a la montaña como de costumbre, con su guadaña y su cesto. Antes de salir, se despidió del gorrión: «Sé bueno durante mi ausencia y no molestes a la abuela. Volveré enseguida».
La vieja mujer, por su parte, fue hasta el pozo y empezó a hacer los preparativos para lavar los kimonos. El gorrión, sintiéndose muy solo, empezó a revolotear en torno de la mujer, pero ella no le hizo ningún caso. Sacó agua del pozo y llenó el gran balde de madera, y dentro metió los delicados kimonos para lavarlos. Había preparado también una pasta de harina de arroz y agua en una olla para, según la costumbre, empaparlos en ella antes de secarlos y que recibieran una lustrosa brillantez. Tras dejar la olla en la cocina, se aplicó por entero a la larga tarea de frotar y limpiar los kimonos hasta que estuvieron limpios y frescos. Ella continuó con su colada como si el pájaro no existiera, pero el gorrión, que ya estaba hambriento, llegó revoloteando hasta la olla con el engrudo. Atraído por su buen aspecto y olor, el gorrión metió su pico en la rica pasta y, «qué delicioso, ¡pío, pío!», trinó mientras bajaba una y otra vez su pico. No se sintió satisfecho hasta que el fondo de la olla apareció pelado y limpio. Cuando la vieja mujer regresó con los kimonos para tratarlos con la pasta y vio la olla vacía, todo su cuerpo empezó a temblar de odio y de cólera, y agarrando al gorrión antes de que este tuviera tiempo de escapar, aulló:
—¡Maldita bestia, después del esfuerzo que me ha costado preparar esa pasta! ¡Voy a hacer que recuerdes este día! Ahora verás. —Y trayendo un par de tijeras, obligó al gorrión a abrir el pico—. Así que esta es la lengua con la que has estado chupeteando, ¿eh? —Y le cortó la lengua con las afiladas cuchillas, arrojando a la pobre criatura al suelo—. Y ahora, piérdete —le gritó.
El gorrión se levantó y agitó el polvo, batiendo con sus alas el suelo. ¡Cuánto debía dolerle! Girando y girando, luchó y aleteó, hasta que, con un último esfuerzo, levantó el vuelo tambaleante y desapareció en el cielo.
Cuando el viejo regresó a casa aquella noche con la leña a la espalda, se sorprendió muchísimo al no oír la usual bienvenida. Su amigo no se veía por parte alguna. Intranquilo, fue derecho a la jaula, pero la encontró vacía. Volviéndose a su mujer, preguntó:
—¿Dónde está nuestro pequeño Chunko?
—El miserable se comió toda la pasta de arroz, así que le he cortado la lengua y lo he echado a la calle. Y no lo quiero más por aquí —replicó colérica la esposa.
—¡Pobrecillo animal! —gritó angustiado el leñador—. ¡Qué cosa tan cruel haberle cortado la lengua solo por haberse comido el engrudo! ¡Si hubiera estado yo aquí!… ¿Cómo escuchar esto sin echarse a llorar? —Y rompió a llorar como si le hubieran separado de su propio hijo.
Aquella noche el leñador no pudo dormir. Se agitaba ansiosamente en el lecho pensando en su pequeño pájaro, y cuando por fin llegó el amanecer, se levantó y se vistió rápidamente para salir enseguida al bosque a buscarlo. Durante un buen rato estuvo vagando y gritando:
—Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde está tu casa? Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde está tu casa? Pío, pío, pío.
Durante toda la mañana y parte de la tarde estuvo buscando al animal, caminando en una y otra dirección, penetrando cada vez más en la espesura. Cuando empezó a atardecer, continuaba llamando:
—Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde está tu casa? Pío, pío, pío.
Al llegar junto a un bosque de bambúes, un gorrión que le escuchó, se acercó revoloteando mientras cantaba:
—La casa de los gorriones está aquí, pío, pío, pío.
El leñador, con una gran alegría que le hizo olvidarse de su cansancio, se puso en pie y siguió a toda prisa al gorrión por el interior del bosque de bambúes. Al cabo de un rato, por fin llegaron a un claro en el que, bajo un techado de bambú cubierto de musgo, y sostenido por columnas también de bambú, se hallaba el precioso hogar de los gorriones.
Al momento salió Chunko a la puerta a recibirle.
—¡Qué sorpresa! Bienvenido seas a mi morada, querido abuelo.
—Ah, ¿es aquí donde estabas? Desde que nos separamos te echaba tanto de menos, que he estado buscándote por todas partes para volver a verte.
—Te estoy tan profundamente agradecido por ello que se me saltan las lágrimas de felicidad. No sé cómo agradecértelo.
Y efectivamente, a ambos se les saltaban las lágrimas de felicidad por el reencuentro.
—Pero cómo se te ocurre… Después de que fueras para mí como un hijo, que te cortasen la lengua cruelmente solo por un vulgar engrudo. Fue una miserable acción por parte de esa vieja. Ayer mismo la regañé por ello. Pero por lo que veo ya estás curado de esa terrible herida.
—Así es, muchas gracias. Por favor, pasa adentro. —Y le guio al interior.
Ante los ojos del leñador se abría un hogar maravilloso. Se descalzó y, mientras caminaba por el largo pasillo de cedro, por todas partes se escuchaban voces de bienvenida. El hombre no cabía en sí de gozo. Los gorriones se alinearon ante él y se inclinaron reverentemente. Todos los amigos y familiares de Chunko salieron a recibirle.
—Pero ven, que te presentaré a mis padres —dijo el pequeño Chunko.
Y le condujo a una magnífica sala donde aguardaban sus padres, sentados en el suelo en torno a una mesa alargada. Los pájaros padres, que habían escuchado cómo el anciano salvó a su hijo y cuidó luego de él, murmuraron con una profunda reverencia:
—En la vida podremos devolverte la gran obligación que hemos contraído.
La decoración de la sala era espléndida, y, como invitado de honor que era, sentaron al anciano muy cerca del lugar donde colgaba un rollo de seda con la inscripción de un poema. Chunko pidió a los demás gorriones que se esforzaran lo más posible en su recepción, pues el visitante era un gran benefactor. El viejo leñador estaba muy sorprendido, pues un plato exquisito seguía a otro, y todo era servido con delicioso sake y buen gusto. Como acompañamiento del banquete, un grupo de jóvenes gorriones con kimonos de alegres colores cantaron y bailaron su especialidad, La danza del gorrión. Los ojos del leñador brillaban de alegría.
—A pesar de todos los años que he vivido, no he visto nunca nada tan entretenido y agradable —repetía.
Al oscurecer, el hombre empezó a pensar en su casa, y a su pesar dijo a sus anfitriones:
—Bueno, gracias a vosotros me he sentido rejuvenecer. Ha sido muy entretenido, pero se ha hecho muy tarde y debo regresar.
Los gorriones se apenaron muchísimo y trataron de disuadirlo por todos los medios para que no se fuera.
—Por favor, no es un lugar digno de ti, pero alójate con nosotros esta noche. Aunque te agasajásemos durante dos o tres días, eso no pagaría ni una milésima de tu amabilidad.
Pero el leñador insistió:
—Queridos amigos, ya es tarde, y mi mujer debe de estar esperando; hoy debo marcharme, pero vendré de nuevo a visitaros de vez en cuando.
Entonces ya no le presionaron más y el pájaro padre habló:
—Generoso leñador, es muy triste despedirte, pero esta noche queremos que aceptes un regalo como prueba de nuestra gratitud.
Al decir esto, los pájaros trajeron dos cestas de mimbre que depositaron en el suelo, a los pies del anciano.
—Ahí tienes dos cestas —continuó el pájaro padre—: una es grande y pesada; la otra es pequeña y ligera. Cualquiera que escojas es tuya, y te la damos con los mejores deseos por parte de todos nosotros.
El leñador se hallaba profundamente emocionado, y mirando al pájaro padre, al fin dijo:
—Además de esta maravillosa recepción, todavía me ofrecéis un regalo. Es una atención que no merezco, pero ya que os habéis tomado la molestia, lo aceptaré.
—Entonces, ¿con cuál te quedas?
—Soy mayor y ya no necesito muchos bienes. Además, no puedo cargar cosas pesadas, así que aceptaré agradecido la cesta más pequeña.
Los pájaros le colocaron la cesta a la espalda y le acompañaron hasta la puerta de entrada, donde le ayudaron a ponerse el calzado. Todos los gorriones se congregaron en la puerta para despedirle.
—¡Adiós, mis pequeños amigos! ¡Adiós, pequeño Chunko! ¡Cuídate mucho! Ha sido una noche maravillosa que jamás olvidaré —dijo el anciano, y saludó cortésmente muchas veces. Agitando la mano salió al bosquecillo, y pronto desapareció entre las tinieblas.
Mientras, la vieja, al ver que ya era de noche y su marido no volvía, andaba soltando improperios a solas, llegó el leñador con el cesto atado a la espalda.
—¿Qué horas son estas de venir? —le regañó furiosa.
—No te enfades, mujer. He estado en el hogar de los gorriones, donde he pasado un rato muy agradable; e incluso me han dado un regalo —contestó descargando el cesto de su espalda.
Al oír lo del regalo, la abuela suavizó su expresión al instante.
—Ah, bien. ¿Qué será? ¡Vamos a ver cuanto antes qué hay dentro! —dijo con voz ansiosa.
Y, sin ofrecer a su fatigado esposo siquiera una taza de té, abrió en seguida la tapa. Un resplandor de confusa brillantez cegó momentáneamente sus avariciosos ojos, porque dentro había oro, plata, joyas, ricos kimonos, y tesoros centelleantes hasta rebosar. Los dos estuvieron mirando en silencio, sorprendidos y extasiados.
Entonces el anciano relató la historia de su aventura desde el principio, contando que le habían ofrecido un cesto grande y uno pequeño y que él escogió el pequeño sin imaginar siquiera que pudiera contener tantas riquezas. Pero cuando su esposa escuchó estas palabras, estalló furiosa:
—¿Pero qué clase de estúpido eres? Traes a casa una cesta pequeña cuando con un poco más de molestia podías haberte traído el doble de tesoros. Ahora mismo iré yo en persona a visitar a los pájaros, y regresaré con la cesta grande.
—No seas codiciosa. ¿No es más que suficiente con lo que tenemos? Te pido que no vayas —intentó razonar el anciano leñador.
Pero los oídos de la mujer estaban distraídos por los pensamientos de su mente avariciosa, y, pese a que ya era noche cerrada, se calzó los zapatos y, tomando el bastón de su esposo, salió disparada hacia la casa de los gorriones.
Caminaba de noche por el bosque repitiendo:
—Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde está tu casa? Pío, pío, pío.
Pasado un tiempo, amanecía ya cuando llegó al linde del bosque de bambúes. Y allí apareció un gorrión cantando:
—La casa del gorrión es aquí, pío, pío, pío.
La vieja le siguió corriendo por el interior del bosque de bambú, y llegó a la casita de los gorriones. En ese momento, los pájaros se hallaban reunidos haciendo comentarios acerca del anciano que acababa de dejarles y de su esposa, cuando escucharon llamar a la puerta.
—¿Es este el hogar de los gorriones? He venido a ver a mi pequeño amigo Chunko —decía melosamente la vieja.
Chunko salió a recibirla y, aunque le tenía miedo por haberle cortado la lengua, tuvo en cuenta el hecho de que le hubieran cuidado en la casa durante largo tiempo y, sobreponiéndose, le dio la bienvenida con una reverencia.
—Ah, ya veo que estás completamente recuperado, mi pequeño. Ya sabía yo que en realidad no te había hecho mucho daño —dijo zalamera. Tenía tanta prisa que rehusó detenerse para quitarse el calzado, con lo que los gorriones quedaron horrorizados ante aquellos modales tan insolentes y maleducados.
Después, cuando vio que se disponían a agasajarla, se aprestó a decir:
—Tengo mucha prisa. Por favor, no os molestéis en bailar para mí. Y tampoco dispongo de tiempo para comer nada. Solo quería ver qué tal se encontraba el pequeño Chunko. Pero como he venido desde tan lejos, por favor, dadme rápidamente un regalo como recuerdo de mi visita, y en seguida me marcharé.
En silencio, los pájaros trajeron dos cestas, una grande y pesada y otra pequeña y ligera, y las colocaron delante de ella.
—Como regalo de despedida —dijo el pájaro padre—, acepta por favor una de estas cestas. Como ves, una es grande y pesada; la otra pequeña y ligera. La que elijas será tuya.
Casi sin esperar a que el pájaro padre terminara de hablar, la anciana señaló inmediatamente la cesta grande:
—Yo soy más joven que mi esposo, así que puedo cargar con la grande. Elijo esta.
—Es tuya —dijo el pájaro gravemente.
En la salida, con muchos suspiros y soplidos, los gorriones colocaron la cesta sobre la espalda de la mujer y la saludaron en silencio a las puertas de la casa. La vieja no perdió tiempo en inclinaciones sino que se marchó apresuradamente hacia el interior del bosque, doblándose bajo el peso de la enorme cesta.
No bien estuvo fuera del alcance de la vista de los gorriones, bajó con grandes sudores la cesta de la espalda, que pesaba más que si fueran piedras, e, incapaz de esperar más, abrió inmediatamente la tapa. Pero tuvo que retroceder horrorizada, pues en esta ocasión no había tesoros dentro, sino que lo que surgió fueron criaturas monstruosas. Una con tres ojos, otra con forma de sapo, otra como un insecto peludo, otra con un cuello alargado como una serpiente, y más y más clases de trasgos que rugían, siseaban y alargaban sus extremidades hacia ella.
—Ahora te daremos tu merecido, vieja codiciosa —gritaban, y unos extendían sus serpenteantes brazos palpando todo el cuerpo, otros sacaban su larga lengua chupeteándole el rostro, y otros intentaban enroscarse en sus piernas.
Aterrada, sintiendo su cuerpo helado, la vieja mujer salió huyendo. Atravesando el bosque, las zarzas y el agua, corrió a la velocidad del viento, mientras los monstruos la perseguían alocadamente.
—¡Ayuda, auxilio! ¡Salvadme de estos diablos! —gritaba la mujer.
La vieja mujer no se detuvo hasta que llegó a casa, sin aliento y temblando, donde su marido, conmovido por su lastimoso estado, salió corriendo para ayudarla hasta el porche, donde se sentó palpitando antes de poder hablar.
—¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué te ha ocurrido? Por favor, dímelo —rogó el anciano.
Su mujer, después de relatarle la historia, dijo:
—Durante toda mi vida he sido de mal corazón y avariciosa. ¿No podrás perdonar a una mujer así? Desde este momento reformaré mi camino.
El hombre comprendió que era sincera en su arrepentimiento, y la tomó compasivamente de la mano. La mujer cambió por completo y durante el resto de sus días vivieron felices.
A la primavera siguiente, ambos fueron juntos a visitar a los gorriones y se dice que mantuvieron esa amistad hasta el fin de sus días.
FIN