
El chubasco
José Rafael Pocaterra
Más cuentos del autor »El María Concepción, un cayuco que navegaba por el lago de forma persistente, de repente encontró la calma que precede a la tormenta
El chubasco
Amanecía ya, cuando por la boca del río, laguna afuera, el bongo «María Concepción» largó todo el trapo… Sosteníase el sur, desde la madrugada, de un modo raro, persistente. En cuclillas sobre la paneta, Chinco con la caña del timón entre las piernas, tomaba el desayuno: plátano, un peso salado, un menjurje oscuro que hacía las veces de café… Cerca del patrón, su hijo, Chinco Segundo, soplaba el anafe y daba vueltas a los plátanos, por cuyas cáscaras quemadas, achicharradas, entreabiertas, fluía la miel.
A proa, de bruces entre el «cayuco», el único tripulante del «María Concepción», Tirso Gutiérrez, un coriano, dormía a pierna suelta. Escorado a estribor, el bongo navegaba con un flete de maderas, desde el litoral del sur, lago arriba. La banda casi se hundía en el agua; y bajo la brisa fresca y sostenida, gemían las jarcias y la frágil arboladura que soportaba una de esas velas oscuras, sucias y características de la navegación interior.
Un agua verde, de cristal turbio, ondulaba, mansa, hasta el horizonte donde por entre dos nubes, rotas, como descosidas, caía en ella una mancha de sol. En aquel sitio el agua parecía hervir…
A lo sumo del cielo, barras de nubes grises, tendidas. Y muy leves, muy lejanas, muy escondidas, unas nubecillas color de cobre, que parecían empujadas, al par de la vela, por sobre la mansedumbre de la laguna.
El coriano despertó restregándose los ojos.
—¡Buena viajada llevamos! —comentó bostezando. Chineo masculló entre dientes:
—¡Quién sabe!
En efecto, quién sabe. A las tres de la tarde cayó el viento sur… El lago, cuya costa más cercana era apenas una línea brumosa, parecía una plancha de metal; era un agua pesada, cobriza, sin una ondulación… La vela caía, flácida, a lo largo del mástil de la «María Concepción…». Así, durante una hora o más, inmóviles, bajo un sol sofocante, en mitad de la laguna…
El coriano seguía durmiendo. Pesaba sobre los nervios una atmósfera de electricidad.
—Hombre, cuñao, no juegue! —gritó el patrón—. ¡Alza arriba, pues!
—¡Bay, criatura! dale vos con el talón a ese cristiano a ver si aispierta. Y como el marinero no diera de sí sino un ronquido, le gritó al chico:
—¡Tirso, Tirso, que te llama a vos!
Y el niño lo sacudió rudamente. Abrió los ojos, desperezóse:
—¿Qué es, qué le pasa, patrón?
—¡A mí, nada…! Acomódate pa ir largando lo que tengamos, que viene «rizando».
En efecto, comenzaba a correr por la quieta superficie como un calofrío de brisa.
El ojo certero del marino lo advertía.
—¡Vamos, cuñao, menéese por vía e su madre, que viene del nordeste!
Pero el coriano tenía pocas ganas de menearse. Y sólo cuando la brisa, muy fresca, se levantó, comenzó la maniobra con una pereza inaudita.
—¡Vos no parecéis coriano! Te pesan las patas a vos… ¡María Purísima!
El otro, era un indio de mandíbula cuadrada, con ese ojo híbrido, ese ojo verde, «rayado» como le llama el vulgo. Y contestó malhumorado:
—Es que a ustedes los «maracuchos» les gusta mucho mandar y no que los manden. Nosotros los corianos somos mejores que ustedes y servimos mejor.
El patrón se cambió el tabaco para escupir y dijo, sin hacer gran caso, con la socarronería zuliana:
—Por algo será…
—¿Por qué puede ser? Acaso yo no los vide en la juerza de Coro… Pa desertores es que sirven ustedes —exclamó el indio con desprecio.
—Decís vos… —repuso Chinco—. Y mirando luego cómo se iban encrespando las ondas, ahora de un verde báltico, empenachadas de espumas sucias bajo la brisa fresca, se interrumpió. —Pero no está esto para conversadera… Viene «tiempo».
—¿Aónde estamos?
—Más arriba del Tomoporo…
—¿Nos «metemos»?
—¡No, qué vamos a meternos ahora! no hay modo de fondear con un anclote: nos arrastra el marullo sobre la costa…
Pero una ráfaga le cortó la palabra; y la vela rasgada de arriba a abajo, se sacudió sobre el mástil como un ala rota…
—¡El chubasco! ¡María Santísima!
Sobre el laberinto de oleadas coléricas el viento, silbando, abatía el trapo, lo hinchaba, lo sacudía, rechazando a los dos hombres y al niño que trataban de recoger la vela.
—Vamos, ¡con brío! —gritaba el patrón—. ¿No te da vergüenza a vos que esa criatura sea más útil que vos?
El otro le respondió con una injuria horrible:
—… sí, a su madre le debía dar más vergüenza.
Restalló un chicote en el aire y el coriano, con el rostro cruzado por el castigo, se tambaleó sobre la paneta… Dió luego un aullido, y los dos hombres, abrazados, rodaron por la cubierta, sobre las «trozas» de madera.
El temporal, en toda su fuerza, arrebató de nuevo la vela rota; hubo un crujir de maderos y el mástil partido, con vela y envergadura, se fue al agua. La «María Concepción» comenzó a saltar, desarbolada, con el timón loco, mientras los dos hombres luchaban enfurecidos, y el niño, lleno de terror, se había agazapado a la borda.
El coriano era fuerte, pero Chinco más ágil, más diestro, logró quedar encima; y en un instante su mano sacó del pecho el largo puñal familiar que llevaba colgado bajo la camisa junto con las sagradas reliquias de N.S. de Chiquinquirá.
—¡No me mate! —clamó el coriano, aterrado.
—¡Que no te mate! ¡Si vos salís ganando, porque por culpa de vos nos vamos a ahogar todos!
Y lo iba a clavar contra la cubierta cuando el niño le agarró el brazo:
—¡No lo matéis, papá, no lo matéis!
Chinco le dio con el brazo armado un empellón a su hijo, que perdió el equilibrio y se fue al agua… No pudo ni gritar. Cayó y desapareció en un torbellino de espumas, furiosas…
Con la faz estúpida, quedóse, puñal en mano, mientras el otro se incorporaba lívido de horror y de emoción…
Tiró el arma y corrió a la banda, gritando:
—¡Chiquito, mijito! ¡Virgen Santa, salvámelo vos!
La Virgen no respondió; en cambio, Tirso Gutiérrez, el coriano, se quitó la blusa, amarróse un cabo a la cintura y se arrojó al agua… Buceó en todas direcciones. A ratos sacaba la cabeza, desesperanzado.
—¿No lo halláis? —preguntaba desesperado el padre.
—¡No! —respondía Tirso, volviendo a zambullirse.
Se había comenzado a serenar el tiempo; y cuando en el agua fulguró como una postrera llamarada el poniente, Tirso, agarrándose a la mano del patrón, subió a la cubierta del «María Concepción» tiritando, rendido, con los pies y las manos como de rana, después de tres o cuatro horas de estar buceando.
—Ahora voy yo —dijo el patrón amarrándose la cuerda se lanzó al agua ya oscura; mientras Tirso iba organizando a bordo la manera de seguir el viaje…
Ya era avanzada noche cuando, casi desmayado, salió Chinco del agua.
Insensible al frío, al cansancio, como un harapo mojado se echó en una horda.
Miraba la superficie del lago con una tenacidad bestial y triste.
—¡Me se ahogó la criatura! —gimió sordamente. El coriano rezaba en la sombra:
—¡Es por culpa mía, patrón! —dijo al fin conmovido—. Es por culpa mía.
—No, soy yo el culpable… Vos no tenéis culpa ninguna… Ustedes los corianos son mejores que nosotros.
—¡No diga eso, patrón! —protestó el indio.
Ahora, bajo el dolor, los dos hombres rivalizaban en hidalguía:
Y el maracaibero, secándose el llanto con el revés de la mano, respondió, convencido:
—¡Cómo no voy a decirlo! Si vos de sois aquí, cuando lo del pobre muchacho «me aprovecháis…».
FIN