El canillita y la maestra

El canillita y la maestra

María Leonor Smith de Lottermoser

Amor y amistad Para niños Valores morales

Faustino es un niño pobre, un día se encuentra con una maestra que le invita a desayunar, y este simple gesto hace de Faustino un hombre de provecho.

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El canillita y la maestra

—Buenos días.

—¿La última revista?— preguntó el canillita.

—Y los diarios también.

—Aquí los tiene, Señorita— añadió el chiquillo, extendiendo los periódicos, que fueron a dar a las delicadas manos enguantadas de una joven alta, rubia, de mirada triste y boca risueña.

—Hasta mañana— dijo la joven —sin que el canillita alcanzara a responderle, pues atareado con la venta, no perdía pisadas a los numerosos clientes que en la esquina de Callao y Corrientes brotaban como hormigas, a esa hora en que padres o criados conducen a los traviesos o juiciosos pequeñuelos a la escuela, pocos minutos después de las ocho, antes de comenzar las clases.

Y así, las mañanitas crudas de invierno se repetían, obligando a empleados, obreros y escolares, a saltar de la cama.

Un día, como tantos del mes de Julio, amaneció nublado; al poco rato, una llovizna fría y porfiada comenzó a caer. Unos, abrieron paraguas, y otros, se cubrieron con impermeables y abrigos.

—Bueno días.

La Señorita Martina caminaba más ligerito que otras veces. Al cruzar Callao y Corrientes, no oyó la voz del canillita Faustino. Miró en derredor, y vio que se acercaba temblando con el cuello hasta las narices y la gorra hasta los ojos. Nada extraño, por cierto; los canillitas no usan paraguas, ni se cubren con impermeables; tampoco se pueden guarecer en esas glorietas techadas, altas y bonitas que encierran a los agentes de tráfico.

—¿Tienes frío? — le preguntó.

—¡Estoy helado!

—Yo también… Se me ocurre una idea. ¿Quieres acompañarme a beber un vaso de leche caliente?. Aquí no más — agregó señalando una lechería.

—¿Yo? ¿Con usted? — interrogó el niño mirando a la joven de la cabeza a los pies.

—Seguramente. ¿Qué has tomado esta mañana?

—Nada… no tenía tiempo ,se hacía tarde…

—Por eso tiemblas de frío. Ven — añadió tomándolo de un brazo.

El chiquillo no se resistió y entró a la lechería con la Señorita Martina. ¡Qué olorcillo! A Faustino se le animaron los ojos y humedeció los labios paspados con la lengua cargada de saliva, al saborear de antemano el desayuno inesperado. Tomaron asiento y, en un abrir y cerrar de ojos, bebieron el espumoso café con leche.

—Muchas gracias, Señorita. Me voy prontito, porque corro peligro que otro vendedor me desaloje; debo cuidar los clientes. ¡Qué buena es usted!

—No te vayas. Escucha: vendrás todas las mañanas a tomar un vaso de leche caliente y un pancillo. Es un inverno terrible y te obsequiaré durante el mes de Julio con este pobre manjar que te ayudará a mantenerte despierto y contento para vender más diarios.

Efectivamente, la Señorita Martina había pagado seis pesos adelantados al patrón de la lechería, para que sirviese al niño todas las mañanas.

—¿Qué he hecho para que usted sea tan buena?

—Nada, Faustino; se me ocurrió calmarte el frío y pensé que así cobrarías calor.

Ambos Se miraron con tristeza y ambos se dieron la espalda para continuar la tarea diaria. Esa noche siguió garuando y al dejar caer la cabeza sobre la almohada, tanto el canillita como la maestra, recordaron el espumoso café con leche y se durmieron con una sonrisa en los labios.

Llegó fin de año. Comenzaron las deseadas vacaciones para todos los que a la escuela asistían. El canillita Faustino dejó de ver a la Señorita Martina.

—¡Cuándo volverán a comenzar las clases! ¡Navidad pasa, se acerca Año Nuevo y pronto se nos viene Carnaval!— repetía el diminuto vendedor de diarios.

Llegaron los primeros días de Marzo y las calles se poblaron de escolares sonrientes que volvían con entusiasmo a la escuela.

En vano Faustino fijó la vista en señoras y niñas; en vano, porque no encontraba quien tuviese la mirada triste y la boca risueña de la Señorita Martina. Esperó mucho; esperó creyendo que la vería. Algunas veces, triste y cabizbajo, olvidaba a sus clientes por pensar en ella. ¿Por qué? El mismo no lo sabía. ¿Acaso eran grandes amigos? ¡Seis pesos de una cartera! ¡El vaso de leche! Tan poquito al parecer y tan grande en realidad.

Eso tan sólo había despertado un cariño más intenso que el que se quiere alcanzar y no se logra con los millares de pesos que se distribuyen para obras de caridad. Fue la de la señorita Martina, la caridad que nace frente al dolor de un niño que trabaja, la caridad de una modesta maestra, la caridad que no se publica en diarios, ni se encierra en alcancías antes de ser distribuida, la caridad que no se deposita en las manos que la imploran, la caridad que hace bien, que mueve el corazón; la caridad que se agradece con un cariño, que perdura toda la vida.

Y así Faustino fue creciendo hasta llegar a los quince años. Un hombrecito ya ¿en que podría trabajar?. Con los escasos estudios que había recibido en la escuela de noche ¿quién habría de emplearlo?. Siguió, pues, vendiendo diarios y revistas, siempre atento y siempre alerta para mantenerse el más buscado de los canillitas de Callao y Corrientes.

Una tarde de sol, cruzaba la plaza Rodríguez Peña, cuando le llamó la atención una joven agobiada que, al sostenerse sobre un bastón, marchaba lentamente del brazo de una mujer.

El canillita se acercó . . . ¿dónde había visto ese rostro? Marchó a su lado mirándola con atención, hasta que por último exclamó :

—¡Señoritai ¿No me conoce ya?

—¿Quién habla? —preguntó la joven volviendo la cabeza

—Soy yo… soy Faustino … el canillita ¿No recuerda las mañanas de frío y viento, las mañanas de invierno en Callao y Corrientes?

—Tú. . . tú. . . el amiguito de aquellos tiempo. . .

Acérate, muchacho, déjame que pase la mano sobre tu rostro inocente, esa carita que sufría el frío y el calor, sin lamentarse jamás.

—Pero, Señorita… usted no me mira… ¿No me alcanza a ver? ¿Por qué abre los ojos y los fija en las plantas?

—No te alarmes. He perdido la vista.

—¡Usted!… ¿ciega? ¿Es verdad lo que dice?

—Verdad, amigo; pero sentémonos en un banco para conversar sobre otros tiempos.

Faustino hablaba; no de frío esta vez, temblaba de espanto.

—No puedo creerlo. ¿Se curará?

—No lo sé. ¿Por qué te aflijes? ¿Me ves preocupada? Estoy contenta; contenta al saber que me recuerdas. Muchas veces pensé en ti; pero no quise que descubrieses mi mal.

—Y ahora, Señorita… ¿no podrá leer los diarios?

—Sí, Faustino; leo con los ojos de los demás. En este momento, si quisiera leer, tú me prestarías tus ojos ¿verdad? Acércate y ponte a leer los chistes de la última revista.

El canillita, sin responder, dejó la cargazón de papeles a un lado del banco y tomó un semanario comenzando a leer algo de lo más interesante, esforzándose en hacerlo lo mejor posible. Ambos concluyeron por reír, hasta que la ciega dijo:

—¡Qué bien me has hecho, Faustino! ¿Te sobra tiempo?

—Para usted, siempre.

Por último se separaron, prometiendo encontrarse todos los días en la plaza, en el mismo sitio.

Al cabo de una semana, la Señorita Martina le dijo :

—Oye, Faustino: se acerca el invierno y los días de frío; el frío que nos hizo amigos. ¿No podrías venir a casa todos los días a leer lo que te pida? Tengo muchos libros que no conozco y desearía saber lo que encierran. De cuantas personas han leído para mí, tú eres el que más me encanta. Tus ojos, serán los míos.

No puede ser, Señorita, yo no sé leer. . .

—Lees como hablas, lees con calma. Sigo tus palabras sin perderlas; pronuncias todos los sonidos, te ríes, te horrorizas y hasta la voz la bajas o la levantas, según te impresionen los asuntos que sigues con interés. ¿Que más puede pedirse al que lee?

—¡Encantado, Señorita! ¡Cómo podría negárselo!

Es usted que ha terminado por hacerme otro favor. ¡Me gusta tanto leer! Me gusta tanto que olvido a los que me rodean y me voy al lugar donde ocurren los incidentes que narra el escritor. ¡Me imagino ser médico, aviador, ingeniero, profesor, diputado y hasta presidente de la Nación! ¡Si las revistas me entretienen cómo no han de hacerlo los libros! ¡Los libros!

—Faustino, déjame que te abrace. Mañana te espero en casa. Viajarás y te hallarás en un mundo de maravillas cuando me hagas feliz, leyendo lo que te indique.

Y así se separaron el canillita y la maestra. Las tardes de invierno volaron sin sentirse: uno leyendo y la otra escuchando.

Al correr del tiempo, llegó un día en que la Señorita Martina dijo a su amigo:

—Ahora, Faustino, estás preparado para dar examen. Te he obligado a leer algunos asuntos pesados que no tenían interés para ti ni para mí. ¿Sabes por qué lo he hecho?

—No, Señorita. A veces me extrañaba que me obligase a resolver problemas… pero… lo fui haciendo hasta que me llenaron de curiosidad. Yo mismo he comprado libros para descubrir lo que en ocasiones no alcanzaba a comprender, por más que usted me lo explicaba.

—Pues te he obligado a leer las lecciones que se dictan en el Colegio Nacional; te las he hecho repetir y ahora sabes los programas mejor que cualquier alumno regular. Preséntate a un examen libre y me darás una satisfacción.

El canillita abrazó a su maestra y, obedeciéndola, rindió examen obteniendo las más altas clasificaciones.

Poco a poco terminó los estudios y una vez preparado para ingresar a la Universidad, la Señorita Martina le preguntó :

—¿Qué carrera piensas seguir?

—La de médico…

—¿Sabes los esfuerzos que te ha de costar?

—Ya estoy preparado para trabajar. Estudiaré para… dijo sollozando.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué tiembla tu voz?

—Para curar a usted los ojos… seré médico y no he de descansar hasta que usted recobre la vista. —Escucha, Faustino: yo no necesito ver. He realizado una obra sin necesidad de la vista. ¿Piensas que podría alcanzar algo más grande y más hermoso que tu cariño y tu preparación?

— No creo, Señorita; pero sí es cierto que usted ha llevado a cabo algo sin precio, superior sin duda a las obras de beneficencia de que tanto se enorgullecen las damas pudientes, con ojos que parecen ver y a mi modo de pensar, no ven nada.. .

—¿Qué dices, Faustino? ¿Por qué tan malo con las generosas porteñas?

—No soy malo, Señorita. Sólo creo que usted ve más que ellas, ve los corazones, descubre la inteligencia de los que la rodean, ve… no sé cómo explicarme; ve lo que es necesario ver. No basta buscar calzado, ropa y alimento para el cuerpo, hay que buscar algo que nutra y desarrolle el cerebro, para que todos sean preparados y buenos, tal como usted lo ha hecho.

—Gracias, Faustino: un argentino más que será un hombre de provecho, no sólo para su patria, sino para el mundo entero.

Faustino sigue estudiando para conseguir lo que se ha propuesto, como lo haría, sin duda, todo canillita que tropezara una mañana de frío y llovizna, con una maestrita generosa y modesta, como la Señorita Martina.

FIN