El campanario

El campanario

Herman Melville

Leyendas Misterio

El arquitecto estaba orgulloso de su magnífica obra, aún antes de estar acabada, controlando hasta el último detalle para la inauguración del campanario

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El campanario

Como los negros, esos poderes dominan sombríos al hombre: atentos a su encumbrado amo; mientras le sirven, planean su venganza.

El mundo padece la apoplejía de una arrogante ambición; y la apoplejía conduce a la caída.

Al tratar de lograr una libertad mayor, el hombre no hace más que extender el imperio de la necesidad.

De un manuscrito privado.

En el sur de Europa, cerca de una capital antaño cubierta de pinturas al fresco y hoy consumida por un moho malsano, en el centro de una llanura, hay lo que, desde la distancia, parece el negro y musgoso tocón de algún pino inconmensurable, caído, en días olvidados, con Anak y los Titanes.

Igual que donde cae un pino, su disolución deja un montículo cubierto de musgo, última sombra del tronco caído, que, libre de las volubles falsedades del sol, ni crece ni disminuye, sombra inmutable y auténtica medida, producto de la postración; al oeste de lo que parece el tocón, una recia lanza de restos cubiertos de líquenes vetea la llanura.

Qué campanas de plateadas gargantas no habrán cantado desde la copa de aquel árbol. Un pino de piedra, con un aviario metálico en su corona: el campanario construido por el gran arquitecto, el malhadado expósito Bannadonna.

Como Babel, su base se fundó en un momento de esplendor y renovación de la tierra, tras el segundo diluvio, cuando se secaron las aguas de las Edades Oscuras y reapareció el follaje. No es de extrañar que, tras una inmersión tan larga y profunda, las jubilosas esperanzas de la raza se elevaran, con las mismas aspiraciones que los hijos de Noé en Senaar.

Ningún hombre de Europa superaba en valor a Bannadonna. Y cuando el Estado, enriquecido por el comercio con Oriente, resolvió construir el campanario más noble de Italia, su reputación le ganó el puesto de arquitecto.

Piedra a piedra, mes a mes, se fue alzando la torre. Más alto, más alto, a paso de tortuga, aunque orgullosa como una antorcha o un cohete.

Tras la partida de los albañiles, el solitario constructor, de pie sobre su siempre ascendente cúspide, comprobaba cada crepúsculo cómo superaba en altura a árboles y muros cada vez más altos. Se entretenía allí hasta tarde, envuelto en proyectos de otros pilares aún más airosos. Y el homenaje de quienes atestaban el lugar los días de fiesta subidos a los toscos postes de los andamios, como marinos en las vergas o abejas entre las ramas, sin preocuparse por el barro y el polvo o los trozos de piedra desprendida, no dejaba de llenarle de vanidad.

Por fin, llegó el gran día de la torre. La piedra angular se elevó lentamente en el aire al son de las violas, entre salvas de artillería, y las manos de Bannadonna la colocaron sobre la última hilera. Después, se subió en ella y se quedó de pie, solo, con los brazos cruzados; contemplando las blancas cimas de los azulados Alpes del interior, y las crestas aún más blancas de los aún más azulados Alpes de la costa, una perspectiva invisible desde la llanura. Aunque no menos invisible que la mirada que echó hacia abajo, cuando, como el estruendo de los cañonazos, le llegaron los estallidos de aplausos de la gente.

Les emocionaba ver con qué serenidad el constructor se plantaba a noventa metros de altura sobre un observatorio sin barandillas. Nadie más que él habría osado hacerlo. Era el resultado último de aquella disciplina que se había impuesto: permanecer sobre el pilar en cada etapa de su crecimiento.

Poco faltaba ya, salvo las campanas, que, en todos los aspectos, debían corresponder a su receptáculo.

Las más pequeñas se fundieron sin problemas. Les siguió otra muy ornamentada, de singular confección, pensada para quedar suspendida de un modo antes desconocido. Más tarde nos referiremos al propósito de esa campana, a su movimiento rotatorio, y a su conexión con los engranajes del reloj, fabricados también por aquella época.

El campanario y la torre del reloj estaban unidos en una misma construcción, aunque, antes de aquella época, ambas estructuras solían edificarse por separado, tal como atestiguan hasta hoy el Campanile y la Torre dell’ Orologio de San Marcos.

Pero donde el fundidor derrochó más osadía y destreza fue en la gran campana ceremonial. En vano le advirtieron algunos de los magistrados menos exaltados de que, aunque la torre fuera ciertamente titánica, era necesario poner límite al peso colgante de su masa oscilante. Lejos de arredrarse, preparó su mastodóntico molde, endentado de símbolos mitológicos; encendió sus fuegos de pinos balsámicos; fundió su estaño y su cobre; añadió mucha plata, donada por el espíritu cívico de los nobles, y liberó la marea.

Los metales desatados aullaron como sabuesos. Los trabajadores se amedrentaron. Y su espanto hizo temer que la campana sufriera un daño fatal. Osado como Sidrac, Bannadonna se precipitó entre las chispas y golpeó al jefe de los culpables con su pesado cucharón. Un fragmento saltó a la masa fundida y se fundió con ella en el acto.

Al día siguiente se descubrió cuidadosamente parte del trabajo. Todo parecía estar bien. A la tercera mañana, se destapó un poco más, con resultados no menos satisfactorios. Por fin, como si se tratase de un viejo rey tebano, se desenterró por completo el frío molde. Todo estaba bien, excepto en un punto extraño. Pero, como no permitió que nadie le acompañara durante aquellas inspecciones, ocultó el fallo mediante cierta preparación que nadie sabía elaborar tan bien como él.

El vaciado de una masa semejante se consideró un gran triunfo del fundidor del que no podía dejar de participar el Estado. Se pasó por alto el homicidio. Los más caritativos atribuyeron el hecho a los súbitos transportes de la pasión estética, no a ninguna cualidad perversa. Una coz de corcel árabe no era señal de vicio, sino de raza.

Los jueces absolvieron su felonía, los sacerdotes le dieron la absolución, ¡qué más podía desear incluso la más cínica de las conciencias!

La república honró a la torre y a su constructor con otro día de festejos y asistió a la instalación de las campanas y la maquinaria del reloj entre pompas aún más espléndidas que en la ocasión anterior.

Siguieron varios meses más solitarios de lo acostumbrado para Bannadonna. No era ningún secreto que estaba ocupado en alguna mejora del campanario, ideada para completarlo y sobrepasar todo lo logrado hasta entonces. La mayoría de la gente pensaba que su proyecto incluiría otra fundición como la de las campanas. Pero quienes pensaban que abrigaba algún otro plan sacudían la cabeza para dar a entender que no en vano guardaba tanta discreción el arquitecto. Entretanto, su reclusión no dejó de dotar a su trabajo de parte de esa aura de misterio que es patrimonio de lo prohibido.

Poco después, mandó subir al campanario un pesado objeto, envuelto en un manto o tela de saco; procedimiento empleado a veces con alguna primorosa estatua o escultura, pensada para adornar la portada de un nuevo edificio, y que el arquitecto no quiere ver expuesta al ojo crítico hasta que esté instalada en el lugar indicado. Tal fue la impresión entonces. Pero mientras izaban el objeto, un escultor reparó, o creyó reparar, en que no era enteramente rígido, sino, en cierto modo, articulado. Por fin, cuando el tapado artilugio alcanzó su altura definitiva, y, visto confusamente desde abajo, pareció introducirse por sí mismo en el campanario, como si no le hiciera falta la ayuda de la grúa, un herrero zascandil que estaba presente aventuró la sospecha de que no se tratara sino de un hombre. Suposición que todos tomaron por una majadería, aunque el interés general fue en aumento.

No sin recelos hacia Bannadonna, el principal magistrado de la ciudad y uno de sus edecanes —ambos hombres ancianos— escoltaron lo que parecía ser una imagen hasta lo alto de la torre. Pero al llegar al campanario sus esfuerzos quedaron sin recompensa. Atrincherándose plausiblemente tras los admitidos misterios de su arte, el arquitecto rehusó dar más explicaciones por el momento. Los magistrados miraron furtivamente hacia el velado objeto, que, para su sorpresa, parecía haber cambiado de posición, a no ser que antes lo hubiera ocultado, aún más confusamente, la violenta acción del viento en el exterior. Ahora, parecía sentado en una especie de silla o armazón oculto por el manto. Advirtieron que, cerca de la parte superior, en una especie de cuadrado, el tejido de la tela, ya fuera por accidente o por designio, se había doblado un poco hacia fuera, y los hilos de la urdimbre se habían roto aquí y allá, hasta formar una especie de rejilla entretejida. No es seguro que fuese cosa del viento raso al pasar entre las celosías de piedra u obra tan solo de su propia imaginación alterada, pero ambos creyeron percibir tras el manto una especie de leve movimiento de resorte. Nada, por casual o insignificante que fuese, escapó a sus ojos inquietos. Entre otras cosas, distinguieron, en un rincón, una copa de barro, en parte corroída y en parte incrustada, y uno le dijo al otro que aquella copa era como la que podría ponerse a modo de chanza en los labios de una estatua impúdica, o incluso de algo peor.

Pero, cuando le preguntaron, el arquitecto respondió que la copa la había empleado durante su trabajo como fundidor, y describió su uso: simplemente servía para comprobar la condición de los metales fundidos. Añadió que había llegado al campanario por pura casualidad.

Una y otra vez escrutaron aquel manto, como si fuese un misterioso desconocido, o una máscara veneciana. Les inquietaban toda suerte de vagas aprensiones. Incluso llegaron a temer que, tras partir ellos de allí, el arquitecto no se quedase enteramente solo, aunque su compañía no fuera de carne y hueso.

Él fingió divertirse con su inquietud, y para tranquilizarlos extendió una tosca sábana de lona entre ellos y el objeto.

Entretanto, procuró interesarlos en el resto de sus obras; y, ahora que el manto estaba oculto, no permanecieron insensibles mucho tiempo a las maravillas artísticas que les rodeaban; maravillas que, hasta la fecha, solo habían visto inacabadas; porque, desde que se izaron las campanas, nadie salvo el fundidor había entrado en el campanario. Una característica suya era que, aun tratándose de los más nimios detalles y siempre que no le robara mucho tiempo, jamás permitía que otro hiciera nada que pudiera hacer él mismo. De modo que, por muchas horas que hubiese dedicado a su plan secreto, varias de las semanas anteriores las consagró a elaborar las figuras de las campanas.

En concreto, el reloj del campanario atrajo toda su atención. El paciente cincel había descubierto la belleza latente de los adornos hasta entonces velados por los oscuros incidentes acontecidos durante la fundición. Alrededor de la campana, doce figuras de alegres muchachas con guirnaldas danzaban en corro cogidas de la mano: la personificación de las horas.

—Bannadonna —dijo el principal—, esta campana supera todo lo imaginable. Ningún toque añadido podría mejorarla. ¡Escuchad! —dijo al oír un ruido—, ¿ha sido el viento?

—El viento, Eccellenza —fue su leve respuesta—. Pero las figuras no carecen de fallos. Todavía son necesarios varios retoques. En cuanto se los haya dado y aquel… bloque de allí —señaló hacia la pantalla de tela—, en cuanto Amán, como le llamo yo…, ¿le llamo?, lo llamo, quiero decir, en cuanto Amán esté instalado aquí, en su airoso árbol, entonces, señores, tendré mucho gusto en volver a recibirlos.

La equívoca referencia al objeto renovó sus inquietudes. Sin embargo, por su parte, los visitantes evitaron hacer ninguna otra alusión al respecto, tal vez por no permitir que el expósito viera con qué facilidad su arte plebeyo podía alterar la plácida dignidad de los nobles.

—Bien, Bannadonna —dijo el principal—, ¿cuánto tiempo necesitáis para poner el reloj a punto y que pueda dar las horas? Nuestro interés por vos no es menor que por la propia obra, y estamos ansiosos por asistir a vuestro gran triunfo. También el pueblo…, pero oíd cómo estalla en vítores. Decidnos la hora exacta en la que estará listo.

—Mañana, Eccellenza, si tenéis a bien escuchar, e incluso en caso contrario, oiréis una música extraña, aquella campana de allí dará el primer tañido a la una. —Y señaló la campana adornada con las muchachas de las guirnaldas—. El primer repique será aquí, donde se dan la mano la Una y las Dos. El golpe separará ese encantador abrazo. Mañana a la una, cuando repique aquí, exactamente aquí —puso el dedo sobre las manos entrelazadas—, este humilde arquitecto estará encantado de volver a recibiros en su desordenado taller. Adiós, hasta entonces, ilustres magnificencias, y estad atentos al toque de vuestro vasallo.

Ocultando la ardiente brillantez de su rostro tranquilo y vulcánico como una forja, se dirigió con ostentosa deferencia hacia la trampilla, como para acompañarlos hasta la salida. Pero el magistrado más joven, un hombre de buen corazón, inquieto por lo que le pareció cierto desdén sardónico oculto tras el humilde semblante del expósito, y más angustiado por él en su compasión cristiana que por sí mismo, pues sospechaba vagamente cuál podría ser el sino final de semejante cínico solitario, y tal vez influenciado por la general extrañeza de todo lo que le rodeaba, miró tristemente a un lado del orador, y su funesta mirada recayó sobre el inmutable rostro de la Una.

—¿Cómo es eso, Bannadonna? —preguntó en voz baja—. La Una no se parece a sus hermanas.

—En el nombre de Cristo, Bannadonna —interrumpió impulsivamente el principal, después de que la observación de su edecán atrajera por primera vez su atención hacia la figura—, el rostro de la Una es exactamente igual que el de la profetisa Débora, tal como la pintó el florentino Del Fonca.

—Sin duda, Bannadonna —prosiguió en voz baja el magistrado más amable—, pretendíais que las doce horas tuvieran el mismo aire plácido y despreocupado. Pero vedlo vos mismo, la sonrisa de la Una parece fatídica. Es diferente.

Mientras su amable edecán hablaba, el principal les dirigía miradas inquisitivas a él y al fundidor, como si estuviera ansioso por descubrir cómo explicar la discrepancia. El principal tenía un pie en el borde de la trampilla.

Bannadonna habló:

—Eccellenza, ahora que contemplo el rostro de la Una con vuestros agudos ojos, me parece percibir en verdad cierta sutil diferencia. Pero si miráis alrededor de la campana no encontraréis dos rostros que se correspondan enteramente. Y es que hay una ley en el arte…, pero se está levantando un aire frío; estas celosías son una pobre protección. Permitidme, magnificencias, que os acompañe al menos durante parte del camino. Aquellos de quienes depende el bien público deben ser bien atendidos.

—En cuanto al aspecto de la Una, estabais diciendo, Bannadonna, que hay cierta ley en el arte —observó el principal, mientras los tres descendían por los escalones de piedra—, os lo ruego, decidme…

—Perdonadme; en otra ocasión lo haré, Eccellenza; la torre es muy húmeda.

—No, debo descansar y oírlo ahora. Aquí…, aquí hay un rellano ancho, la aspillera está al resguardo del viento y hay luz de sobra. Habladnos de vuestra ley; y hacedlo con detalle.

—Puesto que insistís, Eccellenza, sabed que hay una ley en el arte que prohíbe la existencia de duplicados. Recordaréis que hace algunos años grabé un pequeño sello para la República cuyo motivo principal era el busto de vuestro propio antepasado, su ilustre fundador. Se hizo necesario, por mor de la costumbre, disponer de innumerables impresiones para cajas y fardos, así que grabé una placa entera que contenía cien sellos. Pues bien, aunque mi propósito era que los cien bustos fuesen idénticos, y aunque me atrevería a decir que la gente los considera así, si se observa de cerca una de las impresiones sin cortar de la placa, se verá que no hay dos de las cinco veintenas de rostros, puestos uno junto al otro, que sean iguales. Todos tienen aspecto solemne; pero en todos es diferente. En algunos benévolo; en otros ambiguo; en dos o tres, si se les somete a un detallado escrutinio, incipientemente perverso, y basta con una variación del grosor de un cabello en las líneas de sombra alrededor de la boca para producir ese efecto. Ahora, Eccellenza, cambiad la solemnidad general por alegría, sometedla a doce variaciones como la que os he descrito, y decidme: ¿no tendréis estas horas y la Una entre ellas? Pero me gusta…

—¡Escuchad! ¿Ha sido eso…, una pisada allá arriba?

—Estuco, Eccellenza, a veces cae algo al suelo del campanario de las partes de la bóveda donde la piedra se dejó sin revocar. Tendré que hacer que lo arreglen. Como iba diciendo, en ciertos aspectos me gusta esa ley que prohíbe los duplicados. Suscita sutiles personalidades. Sí, Eccellenza, esa extraña, y…, para vos…, incierta sonrisa, y esos ojos agoreros de la Una le convienen mucho a Bannadonna.

—¡Oíd! ¿Estáis seguro de no haber dejado a ningún alma arriba?

—Ni un alma, Eccellenza, estad tranquilo, ni un alma. Ha sido otra vez el estuco.

—No cayó mientras estábamos allí.

—¡Ah!, en vuestra presencia sabía bien cuál era su lugar, Eccellenza —dijo Bannadonna con una blanda reverencia.

—Pero, la Una —dijo el magistrado más amable— parece mirarle a uno; casi habría jurado que me había elegido a mí entre los tres.

—De ser así, probablemente se debiera a su aprensión más delicada, Eccellenza.

—¿Cómo, Bannadonna? No os comprendo.

—No tiene importancia, no tiene importancia, Eccellenza, pero el viento ha mudado, y sopla ahora por la aspillera. Permitid que os acompañe; y después tened a bien disculparme, pero el trabajador se debe a sus herramientas.

—Os parecerá una tontuna, Signore —dijo el magistrado más amable de ambos, cuando, al llegar al tercer piso, se quedaron los dos solos—, pero nuestro gran arquitecto me conmueve extrañamente. No sé, pero justo ahora, cuando nos respondió tan altanero, su mirada recordaba a la de Sísara, el vano enemigo de Dios, en el cuadro de Del Fonca. Y esa joven, la escultura de Débora, sí, y ese…

—¡Vamos, vamos, Signore! —respondió el principal—. Es solo una fantasía pasajera, ¿Débora? ¿Y dónde está Yael? Decídmelo, os lo ruego.

—¡Ah! —dijo el otro, al pisar la hierba—. ¡Ah!, Signore, veo que dejáis detrás vuestros temores, con el frío y la oscuridad; pero los míos perduran incluso con este tiempo soleado. ¡Oíd!

Se oyó un ruido detrás de la puerta de la torre por la que habían salido. Al volverse, vieron que estaba cerrada.

—Ha bajado a atrancarla como tiene por costumbre —sonrió el principal.

Se proclamó entonces que, al día siguiente, a la una después de mediodía, el reloj sonaría y, merced al prodigioso arte del arquitecto, con unos insólitos acompañamientos, aunque todavía nadie pudiera decir cuáles. El anuncio fue recibido con vítores.

Los menos ocupados, que acamparon junto a la torre toda la noche, creyeron ver luces brillar a través de las celosías más altas, que solo desaparecieron con el sol de la mañana. También se oyeron extraños sonidos, o eso creyeron algunos que, tras la ansiosa vigilia, quizá anduvieran algo perturbados, ruidos, no solo de algún artilugio vibrante, sino también —eso fue lo que dijeron— los gritos y quejidos apagados de una fantasmal maquinaria sobrecalentada.

Poco a poco fue pasando el día; parte de los asistentes mataban el tiempo fatigoso con juegos y canciones, hasta que, por fin, el nebuloso sol rodó como una pelota sobre la llanura.

A mediodía, la nobleza y los ciudadanos principales llegaron en cabalgata desde la ciudad, acompañados de una guardia de soldados y músicos para mayor honra de la ocasión.

Solo una hora más. La impaciencia aumentó. Los más febriles tenían relojes en las manos y escrutaban sus pequeños cuadrantes, y luego echaban el cuello hacia atrás y miraban hacia el campanario, como si el ojo pudiera predecir lo que solo podía sentir el oído, pues aún no había cuadrante en el reloj de la torre.

Las saetillas horarias de mil relojes estaban a un cabello de distancia del número I. Un silencio, como el de la expectación en Siló, invadió la atestada llanura. De pronto, un sonido sordo y desgarrado, nada melodioso y apenas audible para los que estaban más lejos, salió con fuerza del campanario. En ese momento todo el mundo miró a su vecino con aire inexpresivo. Todos alzaron los relojes. Todas las saetillas señalaban —pasaban— del número I. Ningún tañido en la campana. En la multitud se formó un tumulto.

Tras esperar un instante, el magistrado principal pidió silencio y gritó hacia el campanario, para saber qué suceso inesperado había acontecido en él.

Ninguna respuesta.

Gritó otra vez y otra vez.

Todo continuó en silencio.

A una orden suya los soldados derribaron la puerta de la torre; y, tras dejar allí una guardia para defenderla de la multitud levantisca, el principal y su edecán subieron por la escalera de caracol. A medio camino, se detuvieron a escuchar. Ni un ruido. Siguieron subiendo y llegaron al campanario; pero, al llegar al umbral, espantado por el espectáculo, un perrillo de aguas que los había seguido sin que se dieran cuenta se detuvo temblando como si estuviera ante un monstruo encadenado; o más bien como si olisqueara unos escalones que condujesen al más allá.

Bannadonna yacía postrado y sangrante junto a la base de la campana adornada con las muchachas de las guirnaldas. Yacía a los pies de la Una; su cabeza coincidía con la vertical de la mano izquierda allí donde se entrelazaba con la de las Dos. Con el rostro inclinado sobre él, como Yael sobre Sísara clavado en la tienda, estaba el embozado sin manto que lo ocultara.

Tenía miembros y parecía vestir una malla escamosa, lustrosa como la de un escarabajo dragón. Estaba esposado, y sus brazos como mazas estaban en alto, como si fuese a golpear otra vez con las esposas a su víctima ya golpeada. Uno de sus pies estaba debajo del cadáver, como para darle un despreciativo puntapié.

La incertidumbre se cierne sobre lo que ocurrió después.

Parece natural suponer que, al principio, los magistrados rehuyeran el contacto personal inmediato con lo que vieron. Al menos durante un tiempo debieron de sobrecogerlos las dudas, tal vez incluso un espanto más o menos horrorizado. Lo cierto es que pidieron un arcabuz a los de abajo. Y algunos añaden que al disparo siguió un violento silbido, parecido al de un resorte principal al soltarse con acerado estrépito, como si se dejara caer en el suelo un mazo de hojas de espada: todos aquellos sonidos llegaron resonando fusionados a la llanura, desde donde se distinguían finas volutas de humo que ascendían a través de las celosías.

Algunos afirmaron que le dispararon al perro enloquecido de terror. Aunque otros lo negaron. Lo cierto es que no se volvió a ver al perro; y que, por alguna razón desconocida, es probable que compartiera el entierro del embozado que relataremos ahora. Porque, cualesquiera que pudieran ser las circunstancias previas, una vez superado el primer pánico instintivo o desechado todo fundamento razonable para sentir temor, los propios magistrados volvieron a cubrir la figura con el manto caído con el que la habían izado. Esa misma noche la bajaron secretamente a tierra, la trasladaron a hurtadillas a la playa, la llevaron mar adentro y la hundieron. Ninguno de los dos reveló jamás a nadie los secretos del campanario ni en los momentos de mayor jovialidad ni pese a los muchos requerimientos posteriores.

Debido al misterio que inevitablemente lo rodeó, la explicación popular acerca del destino del expósito recurrió en mayor o menor grado a la intervención de fuerzas sobrenaturales. Pero algunos espíritus más científicos pretendieron que era posible explicarlo de otro modo sin grandes dificultades. En la cadena de inferencias circunstanciales que trazaron, puede que haya o no algunos eslabones defectuosos. Pero, como la explicación en cuestión es la única que la tradición ha preservado de manera explícita, y a falta de algo mejor, la contaremos aquí. Antes de nada, es necesario exponer la suposición respecto a los motivos, los modos y el origen del secreto designio de Bannadonna; puesto que los espíritus antes mencionados pretenden penetrar no solo en los sucesos acontecidos, sino en su alma. Semejantes revelaciones implicarán la referencia indirecta a cuestiones muy peculiares, ninguna de ellas claras, que van más allá del asunto en cuestión.

En esa época, toda campana de gran tamaño se tañía como ahora: o bien por el balanceo de un badajo desde el interior por medio de sogas, o bien por la percusión desde el exterior gracias a una engorrosa maquinaria o a unos serenos fornidos armados de pesados mazos y alojados en el campanario o en garitas de centinela en el tejado, según la campana estuviera cubierta o al aire libre.

Fue al observar esas campanas al aire libre y a los serenos, cuando se cree que se le ocurrió por primera vez su plan al expósito. Encaramada en un gran mástil o aguja, la figura humana, vista desde abajo, experimenta una reducción de su talla aparente que borra sus rasgos inteligentes. Carece de personalidad. En lugar de expresar volición, sus gestos parecen más bien los movimientos automáticos de los brazos de un telégrafo.

Al meditar sobre el aspecto de polichinela de la figura humana vista desde allí, a Bannadonna se le ocurrió la idea de diseñar algún artilugio cuya mano mecánica diera las horas incluso con más precisión que una animada. E igual que el sereno del tejado iba y venía de su garita con el mazo en ristre para golpear la campana a las horas indicadas, Bannadonna resolvió que su invento poseyera también el poder de la locomoción, y además al menos apariencia de inteligencia y voluntad.

Si las conjeturas de quienes aseguran conocer las intenciones de Bannadonna son correctas, el suyo no debía de ser un espíritu poco emprendedor. Pero no se detuvieron aquí, sino que dieron a entender que, aunque, de hecho, su plan se lo había sugerido en primer lugar la visión del sereno y se limitaba solo a diseñar un refinado sustituto de este, como suele ocurrirles a los proyectistas, que, mediante inapreciables gradaciones, pasan de objetivos relativamente pequeños a otros titánicos, las eventualidades previstas por el plan original alcanzaron un impensado grado de osadía. Siguió consagrando sus esfuerzos a la figura mecánica del campanario, pero solo como un tipo parcial de una criatura posterior, de una especie de elefantiásico ilota, adaptado, en una escala difícil de imaginar, para satisfacer las conveniencias universales y las glorias de la humanidad; para proporcionar nada menos que una ayuda a los seis días de labor; para dotar a la tierra de un nuevo siervo, más útil que el buey, más ágil que el delfín, más fuerte que el león, más astuto que el mono, más industrioso que la hormiga, más feroz que la serpiente y, sin embargo, más paciente que el asno. Todas las excelencias de las criaturas creadas por Dios para servir al hombre, iban a verse mejoradas y combinadas en una sola. Talus iba a ser el nombre de aquel consumado ilota. Talus, el esclavo de hierro de Bannadonna y, a través de él, del hombre.

Aquí bien podría pensarse que, aunque estas últimas conjeturas sobre los secretos del expósito no fuesen erróneas, debieron de contaminarse sin remedio por las quimeras más demenciales de su época y superar a las de Alberto Magno y Cornelio Agripa. Pero se asegura lo contrario. Por maravilloso que fuese su diseño, por mucho que aparentemente trascendiera no solo los límites de la invención humana, sino los de la creación divina, los medios empleados se reducían a las sobrias formas de la razón. Se asegura que Bannadonna miraba con el mayor de los desprecios las vanas irracionalidades de su época. Por ejemplo, no estaba de acuerdo con los metafísicos más visionarios en que pudiera descubrirse algún rastro de correspondencia entre las fuerzas mecánicas más refinadas y la vitalidad animal más tosca. Su plan no participaba del entusiasmo de algunos filósofos naturales que esperaban, mediante inducciones fisiológicas y químicas, llegar al conocimiento de la fuente de la vida, y así poder manipularla y mejorarla. Menos aún tenía que ver con la tribu de los alquimistas que buscaban, mediante una serie de sortilegios, obtener alguna sorprendente energía vital en el laboratorio. Tampoco había imaginado al igual que ciertos teósofos vehementes que, a través de la fiel adoración al Altísimo, el hombre pudiera adquirir poderes inauditos. Como materialista práctico, lo que Bannadonna pretendía debía conseguirse no mediante la lógica, ni el crisol, ni conjuros, ni altares, sino con la maza y el tornillo de banco. Se trataba, en suma, de resolver la naturaleza, de deslizarse furtivamente en su interior, de intrigar a sus espaldas, de procurar que alguien la sometiese para él; aunque no eran estos sus objetivos, sino rivalizar con ella por sí mismo, sin pedirle favores a nadie, y despojarla y gobernarla. Se doblegaba para conquistar. Para él, el sentido común era teurgia, la maquinaria, milagro; Prometeo, el heroico nombre del arquitecto; el hombre, el verdadero Dios.

Sin embargo, en sus pasos iniciales, y en lo referido al autómata experimental del campanario, concedió cierto margen a la imaginación; o, tal vez, lo que parecía imaginativo no fuese más que su ambición utilitaria prolongada accidentalmente. La criatura del campanario no habría de semejarse a la forma humana, ni a la de ningún animal, ni a la de ningún ideal, por descabellado que fuera, tomado de las fábulas antiguas, sino que, tanto como organismo como por su aspecto, sería una producción original; y cuanto más terrible fuese contemplarlo, mejor.

Tales, por tanto, fueron las suposiciones respecto al plan secreto y al proyecto que nos ocupa. Cómo pudo una catástrofe tan inesperada dar al traste con todo justo cuando estaba en el umbral de lograrlo, o más bien qué conjeturas se hicieron es lo que veremos ahora.

Se pensó que el día anterior a la fatalidad, después de que le dejaran sus visitantes, Bannadonna desenvolvió la imagen, la ajustó y la instaló en el refugio previsto —una especie de garita de centinela en un rincón del campanario—; toda la noche, y parte de la mañana siguiente, la pasó disponiendo los movimientos del embozado: la salida de la garita cada sesenta minutos, deslizándose por un surco en forma de raíl; la aproximación a la campana con las manos esposadas; el tañido sobre cada una de las doce uniones de las veinticuatro manos; a continuación, el giro alrededor de la campana y el regreso a su puesto original para esperar allí otros sesenta minutos hasta que se repitiera el proceso; la campana, entretanto, giraba sobre su eje vertical, merced a un ingenioso mecanismo, para ofrecer al mazo las manos entrelazadas de las dos figuras siguientes, cuando tuviera que dar las dos, las tres y así hasta el final. El metal musical de aquella campana del tiempo había sido manipulado durante la fusión de algún modo que desapareció con su creador para que cada uno de los apretones de las veinticuatro manos tuviera al separarse su propia y peculiar resonancia.

Pero el mágico y metálico desconocido no tañería más de una vez el metal mágico, no hundiría más que ese clavo y no separaría más que ese apretón de manos mediante los que Bannadonna se aferraba a su vida ambiciosa. Pues, después de dar cuerda a la criatura en su garita, para que, de momento, dejara pasar las horas intermedias y no saliera de allí hasta la una, y entonces apareciera infaliblemente, y tras engrasar hábilmente los carriles por los que debía deslizarse, se supone que el arquitecto debió de apresurarse a dar los últimos toques a las esculturas de la campana. Como el verdadero artista que era se sumió en su trabajo, y tal vez aún más debido a su afán de corregir la extraña mirada de la Una, a la que había quitado importancia en presencia de profanos, pero que, secretamente, debía de ser para él como una espina que se le hubiera quedado clavada.

Por un tiempo, olvidó a su criatura; pero esta no le olvidó a él y fiel al propósito con el que había sido creada y al resorte que le daba cuerda, dejó su puesto precisamente en el momento indicado, se deslizó sin ruido por los raíles recién engrasados hacia su objetivo, y apuntando a las manos de la Una, para tañer una estruendosa nota, golpeó sordamente el cráneo interpuesto de Bannadonna, que estaba de espaldas; los brazos volvieron a alzarse a su amenazadora posición. El cuerpo caído impidió el regreso del objeto, así que permaneció allí, junto a Bannadonna, como si le recitase algún espantoso post mortem. El cincel yacía caído de la mano, pero junto a ella estaba la botella de aceite derramada sobre el raíl de hierro.

Tras su desdichado final, la república, consciente del raro genio del arquitecto, le dedicó un solemne funeral. Se decidió que la gran campana —aquella cuyo vaciado había puesto en peligro la cobardía del infortunado operario— sonase al llegar el féretro a la catedral. Le asignaron el puesto de tañedor al hombre más robusto del país.

Pero, cuando los portadores del ataúd cruzaron el pórtico de la catedral, solo llegó a sus oídos un sonido quebrado y desastroso desde la torre, como el de algún lejano alud alpino. Después se hizo el silencio.

Al mirar hacia atrás, vieron hundida la bóveda de arista del campanario. Después se supo que el fornido campesino encargado de tirar de la soga había querido probar la campana en toda su gloria y se había columpiado con un tirón seco. La masa de tembloroso metal, demasiado pesada para la estructura, y extrañamente debilitada en su parte superior, se soltó, se rajó por un costado y cayó dando tumbos desde una altura de noventa metros contra la hierba de abajo, donde quedó boca arriba medio enterrada y parcialmente oculta.

Al desenterrarla, se descubrió que la fractura principal se había originado en un pequeño punto del pabellón, que tras rascarlo reveló un defecto minúsculo en el vaciado, cubierto posteriormente con algún compuesto desconocido.

El metal refundido no tardó en recobrar su lugar en la reparada estructura de la torre. Durante un año, el coro metálico de pájaros cantó musicalmente en su campanario enramado de celosías y tracerías. Pero, al cumplirse el primer aniversario de la construcción de la torre, al amanecer, antes de que se reuniera la multitud, se produjo un terremoto y se oyó un enorme estruendo. El pino de piedra, con sus ramas y cantores, yacía derrumbado en la llanura.

Así el esclavo ciego obedeció a su señor aún más ciego; pero al obedecerlo lo mató. Así la criatura acabó con su creador. Así la campana resultó demasiado pesada para la torre. Así el punto débil de la campana estuvo donde la había debilitado la sangre del hombre. Y así el orgullo precedió a la caída.

FIN