
El califa cigüeña
Wilhelm Hauff
Más cuentos del autor »El califa Hasán, de Bagdad, y su Gran Visir, son encantados por un hechicero y convertidos en cigüeñas. Mientras buscan juntos una solución al encantamiento, encuentran a una lechuza, también encantada, que les ayudará.
El califa cigüeña
I
El califa Hasán, de Bagdad, pasaba la calurosa siesta muellemente tendido sobre los bordados cojines de un diván, en la más fresca y regocijada cámara de su alcázar. Fumaba, en su narguile, tabaco y, opio, adobados con agua de rosas, y de cuando en cuando tomaba un sorbo de café, que le servía su fiel esclavo flabelífero, el cual no se apartaba jamás de su lado, por tener a su cargo la grave misión de agitar un gran abanico de plumas de avestruz sobre la cabeza de su amo. Acababa de echar un sueñecito, dulcemente acunado por el uniforme murmullo del surtidor, que brotaba de una fuente de mármol en medio de la estancia, y se encontraba en el ánimo más alegre y pacífico que tuvo jamás califa alguno.
Lo mismo solía ocurrirle a diario en aquellas perezosas horas de la tarde, por lo que, el Gran Visir, viejo y astuto cortesano, había sabido arreglárselas de modo que aquel tiempo fuera, el elegido para dar cuenta a su señor de los intrincados negocios del gobierno, seguro de encontrarlo propicio a cuanto se le ocurriera proponerle.
El Gran Visir se presentó a la hora acostumbrada; pero traía un aire tan pensativo, que el Califa no pudo menos de apartar de sus labios la boquilla de marfil de su pipa turca, y preguntarle:
—¿Qué es eso, Gran Visir? ¿Qué te tiene tan preocupado?
El Gran Visir cruzó los brazos sobre el pecho, abiertas las manos; se inclinó a tierra hasta tocar sus propias babuchas con el turbante, y respondió:
—No es nada, señor… Al subir al alcázar he visto en el zoco a un mercader recién llegado vendiendo tan maravillosas cosas, que me apena no ser lo bastante rico para comprarlas.
El Califa —¿no hemos dicho que se encontraba en el más benévolo estado de ánimo del mundo?— quiso dar una alegría a su Gran Visir y mandó a un esclavo negro que bajara corriendo al zoco en busca del marchante.
Poco después, el vendedor forastero se postraba a las plantas del Califa con toda suerte de zalemas y cortesías. Era un hombrecillo rechoncho y moreno, desarrapado de traje. De una caja, que traía a la espalda sujeta con una bandolera, fue sacando riquísimas mercaderías: collares, ajorcas, arracadas, chales y velos bordados de oro y plata, vasos de metales preciosos cubiertos de pedrería, cofrecillos de marfil y maderas olorosas, ungüentos y perfumes de gran precio, pistolas, dagas …
Ambos señores examinaron, llenos de admiración, tan valiosas preseas y el Califa obsequió a su Gran Visir con un par de magníficas pistolas, amén de algunos chales, aceites y adornos para su mujer.
Recogía ya su mercancía el traficante, cuando, el Califa descubrió, medio oculta entre los otros objetos, una cajilla negra de madera, ornada con muy extrañas inscripciones. Preguntó qué era aquello. El mercader abrió la caja, mostrando dentro de ella unos polvos oscuros y un pergamino, doblado en muchas dobleces, cubierto de tan rara escritura que ni el Califa ni el Visir podían descifrarla.
—Esa cajita —dijo el marchante— se la compré a un peregrino que la había encontrado en la Meca, en una calle. Os la cederé por lo que me costó, ya que no puede servirme para nada.
Al Califa le gustaba coleccionar documentos antiguos en su biblioteca, aun cuando no sabía qué hacer de ellos, pensando que con reunirlos llegaría a adquirir renombre de sabio. Para tener el pergamino compró la cajita casi por nada y despidió al traficante.
Se quedó el Califa dándole vueltas entre las manos al extraño pergamino, sin lograr comprender ni uno solo de sus signos, muerto de curiosidad por saber lo que querrían decir tan nunca vistos garrapatos. Acabó por preguntar al Gran Visir si conocía a alguien que pudiera declarárselos
—Alto y poderoso señor —respondió el Visir con una profunda reverencia—, en la torre de la gran mezquita vive un venerable anciano a quien llaman Selim el Sabio. Es fama que comprende todas las lenguas de los hombres. Mándalo a llamar y quizás él nos traduzca estos caracteres maravillosos.
Salieron corriendo hacia la mezquita media docena de esclavos, provistos de un palanquín en que transportar al sabio, y a los pocos momentos las barbas del venerable Selim barrían los tapices del suelo en honor al monarca.
—Selim —dijo el Califa—, tan grande es la celebridad de tu sabiduría, que se cuenta que entiendes todos los idiomas. Toma este pergamino y ve si puedes declararme lo que está escrito en él. Si lo consigues, mandaré que te den un traje nuevo, de lo que no dejas de estar bien necesitado. Si no lo logras, recibirás veinticinco azotes en las plantas de los pies, por haberte dejado llamar, sin merecerlo, Selim el Sabio.
—Hágase tu voluntad, señor —respondió el anciano. Y calándose las gafas, contempló largo rato el escrito con sus diminutos ojillos cansados.
—Estas letras, señor —comenzó a decir el sabio, sin alzar la vista del pergamino—, son de una extraña lengua que usan los infieles del Occidente. Que me aspen si me engaño.
—¿Y cómo se llama esa lengua ?— preguntó el Califa.
—Señor …, el latín.
—¿El latín? Nunca oí hablar de tal idioma…
Pero tradúceme lo que pone el escrito, si es que puedes leerlo.
—Lo intentaré, señor.
Luego de haber estado deletreando un buen espacio, Selim comenzó a decir lentamente:
—”¡Oh, tú, criatura humana, a cuyas manos vaya a parar este sin par tesoro, alaba la bondad del Señor, que reservó para ti merced tan grande! ¡ Quien aspire una pulgarada de estos polvos y al tomarla diga: “Mutabor”, se convertirá en el animal que desee y comprenderá el lenguaje de los animales. Cuando quiera volver a recobrar su aspecto humano, no tiene más que hacer tres reverencias hacia Oriente, pronunciando cada vez la dicha palabra. Pero guárdese mucho de la risa mientras esté trasmudado, porque si se ríe se borrará instantáneamente de su memoria la palabra mágica y para siempre quedará convertido en animal.”
El Califa se alegraba en extremo de oír lo que iba leyendo Selim. Le hizo jurar que por nada del mundo revelaría a nadie aquel secreto, y, después de haberle regalado muy ricas vestiduras, mandó que lo volvieran a llevar en palanquín a su morada.
—A esto le llamo yo una buena compra —dijo el Califa al Visir así que estuvieron solos—. Nada deseaba tanto como poder convertirme en animal. Mañana por la mañana saldremos juntos al campo, tomaremos un polvo de mi caja y sabremos lo que dicen los libres habitantes de montes y prados.
II
A la otra mañana, apenas había salido el sol cuando el califa Hasán y su Gran Visir, dando esquinazo a los dignatarios de la corte y a los genízaros de la guardia, que, según prescripción de la etiqueta, hubieran debido acompañarles, salieron secretamente del alcázar por una puerta excusada, provistos de la caja de los maravillosos polvos. Atravesaron los grandes jardines del palacio sin encontrar animal alguno que les hiciera sentir deseos de comunicar con él, ensayando la virtud de los polvos mágicos; todos eran alocados pajarillos, que revoloteaban de rama en rama, chachareando aturdidamente y sin trazas de decir, en sus voces, nada de substancia. Ya lo decía el Visir:
—¡Si parecen hombres!
Pero después recordaron que al otro lado de los muros del jardín había una laguna que solía ser visitada por cigüeñas. La enjuta y meditabunda figura de aquellas aves y su andar circunspecto les daban apariencias de sabiduría.
—Son doctores sólo con plantarles el birrete— decía el Califa.
Además, hablaban unas con otras castañeteando los picos, sin perder jamás la enigmática seriedad de su aspecto, lo que hacía pensar que sólo por muy graves asuntos quebrantaban su silencio.
—Hablan como catedráticos cuando explican la lección— decía el Gran Visir, que había sido estudiante en sus años mozos.
Fueron hacia la laguna y vieron una cigüeña que se paseaba sesudamente a orillas del agua, crotorando con tanta dignidad como si recitara una epopeya. Alguna vez, interrumpiendo su peroración, hundía en el cieno su afilado pico y lo alzaba un momento después con una vil ranilla aprisionada, la cual agitaba desesperadamente sus patitas y revolvía a todos lados sus saltones ojillos, al ser engullida por el ave. Pero ésta, luego de desembarazado el gaznate, reanudaba gravemente su doctoral soliloquio en el punto mismo en que lo había dejado.
Otra cigüeña se acercaba volando.
—Apuesto mi cabeza, alto y noble señor —dijo el Gran Visir—, a que esas dos zancudas van a sostener una plática muy provechosa e instructiva.
¿Qué diríais si os propusiera que, para oírla, nos transformáramos en cigüeñas?
—Excelente idea —respondió el Califa.
Pero antes es necesario ver si nos acordamos de lo que hay que hacer para, volver a ser hombres.
—Tres reverencias al Oriente diciendo mutabor —interrumpió el Gran Visir, que, estaba deseoso de oír las sabias palabras de las cigüeñas.
—¡Justo! Tres reverencias al Oriente diciendo mutabor. ¡Que no se nos olvide la palabra! —dijo el Califa.
—Mutabor.
—Mutabor … Y yo volveré á ser Califa.
—Y yo Gran Visir.
—Pero ¡por el cielo!, no nos riamos mientras estemos transformados …
—Porque se nos escaparía la palabra mágica …
—Y nunca más recobraríamos nuestra figura humana …
—Mutabor, Califa.
—Gran Visir, mutabor.
Entre tanto, la cigüeña voladora se había posado en la pradera cercana a la laguna, plegando sus negras alas.
El Califa sacó rápidamente la caja de los polvos, cogió buena porción de ellos entre el pulgar y el índice, le ofreció al Gran Visir otra toma y los dos se llevaron las manos a las narices, aspirando fuertemente, al tiempo que decían:
—Mutabor.
En el mismo instante desapareció la carne de sus piernas, que quedaron convertidas en secas y rojas patas de cigüeña; los brazos se les convirtieron en alas; el cuerpo apareció cubierto de plumas blancas en vez de los suntuosos trajes; les creció una vara el pescuezo, y en su extremidad se pavoneó una diminuta cabeza con plumas en lugar de barbas, dos minúsculos ojillos redondos y un pico fiero, rojo y alargado.
—¡Válgame el Profeta —exclamó el Califa lleno de asombro—. Nunca había soñado cosa semejante … ¡Vaya un pico que has echado, Gran Visir! ¡Si tu mujer pudiera admirarte! … Y el caso es que tu figura cigüeñil recuerda tu aspecto de antes. Entre dos mil cigüeñas sabría encontrar a mi Gran Visir.
—Mucho me emociona que me conozcáis tan bien, poderoso señor —dijo el Visir con solemne zalema—. Si me fuera lícito expresarme así, diría que la majestad del Califa resplandece igualmente bajo este disfraz humilde que cuando está sentado en su trono … Pero venid, señor, si os place; acerquémonos a nuestras comadres y oigamos sus sabios conceptos.
La cigüeña viajera, luego de haberse alisado con el pico el plumaje, saludaba a la de la charca. Llegados cerca de ellas, el Califa y su Visir oyeron que cambiaban entre sí las siguientes palabras:
—Buenos días, dama Zanquilarga —decía la recién llegada—. ¿Cómo tan temprano en la laguna?
—He venido en busca de mi frugal desayuno, joven Picoagudo —respondió la otra. Y añadió amable—: ¿Te apetecería una pechuga de lagarto o unas anquitas de rana?
—Gracias muy rendidas, dama Zanquilarga, pero no tengo apetito. He venido a estos prados con muy distinto objeto. Esta noche hay convidados en casa de mi padre y tengo que bailar la danza de moda delante de ellos. He venido a ensayarme sin que lo sepa nadie.
Hizo una rápida pirueta, luego de haber saludado cortésmente, y se alejó a saltitos abriendo a compás el pico y desplegando las alas. Llegado al fin de la pradera, se paró de repente, con el cuello estirado, columpiándose sobre sus largas patas. Era el baile más grotesco que el Califa y su Visir habían visto en su vida; por lo cual, no bien estuvo quieta el ave, la risa que les estaba cosquilleando la garganta desde que la danza había comenzado, brotó en irreprimibles carcajadas, tan estrepitosas, que las cigüeñas levantaron el vuelo espantadas. Tres veces lograron serenarse y otras tres, volvieron a ser zamarreados por aquella risa, loca y cruel, que los aturdía y asfixiaba.
—¡Ay! … ¡Ay! … ¡Ay! … —decía, medio ahogado, el Califa, apretándose el flaco vientre con las alas—. ¡No hay dinero con que pagar una cosa como ésta! ¡Ay! …
¡Ay! …
Pero de pronto el Gran Visir cesó en sus convulsivas risas, con el plumaje erizado de espanto. Acababa de recordar que les estaba prohibido reírse mientras estuvieran transformados.
—¡Por el zancarrón de Mahoma! —exclamó, trémulo de angustia—. Tendría que ver que para siempre nos quedáramos convertidos en estos estúpidos pajarracos.
Señor …, señor … ¿Cómo es esa maldita palabra, que yo no doy con ella?
El Califa, a su vez, cortó por mitad una carcajada, todo azorado:
—Tenemos que saludar tres veces al Oriente y decir … y decir … Mu … mu …
Se volvieron hacia Naciente, se inclinaron con tanta reverencia que sus picos se hundían en el fango; pero ¡oh dolor! La fórmula mágica no volvía a su memoria.
—¿Cómo es? … ¿Cómo es, Gran Visir?
… Mu … mu …
El Califa y su Ministro, sudando de angustia, reiteraban sus cortesías hasta que llegó a dolerles el espinazo; escarabajeaban, enloquecidos, en su cabeza, en busca de la perdida palabra.
—Mu … mu … mu …
Inútil esfuerzo. Seguían siendo cigüeñas … Para siempre cigüeñas, con sus largas zancas y su rojo pico afilado.
III
El Califa Cigüeña y su servidor vagaban, llenos de tristeza, por los campos vecinos a Bagdad, sin saber cómo librarse de su espantosa desgracia. No encontraban manera de salir de su odiado plumaje de ave, y con aquella figura no había que pensar en volver como Califa al alcázar. ¿Dónde y cuándo se vio a una cigüeña en un trono al frente de unos Estados? ¿Qué pueblo querría tolerarlo?.
Pasaron así varios días. Los dos hechizados se alimentaban lo menos mal que podían con frutas del campo; pero sólo con gran trabajo conseguían comerlas, por el estorbo de sus picos descomunales. Ranas y lagartos no les apetecían: temían estropearse el estómago con tan finos manjares.
El volar era la única alegría de su dolorosa situación. Volaban a diario sobre la ciudad e iban a posarse en los terrados del alcázar para ver lo que ocurría faltando ellos.
Los primeros días se notaba en todas partes gran agitación y tristeza. Pero una semana después, posados, en la torre de la mezquita, vieron por las calles un gran cortejo que se dirigía al templo. Resonaban pífanos y atabales, salvas de artillería, clamores de regocijo: en medio de la magnífica procesión, cabalgando en un soberbio caballo blanco con lujosos jaeces, iba un mancebo cubierto con rico manto de grana, bordado de oro. La muchedumbre gritaba, aclamándolo:
—¡Viva Misrah! ¡Viva el Califa de Bagdad!
Al Califa le parecía estar soñando: lo mismo había sido cuando a él lo habían coronado. Miró tristemente a su compañero de infortunio.
—Gran Visir —le dijo—, ¿comprendes ahora por qué estamos hechizados? Ese Misrah es el hijo del sabio encantador Saumur, mi enemigo mortal, que tenía dicho que me había de privar del trono.
—¿Y qué hacer? ¿Qué hacer, señor? —preguntaba el Visir, lleno de espanto.
—No sé, no sé … Por de pronto, marchémonos de aquí, que me hace daño este espectáculo.
Se elevaron sobre la torre de la mezquita y dirigieron su vuelo hacia lo más desierto del campo.
A la otra mañana le dijo al Gran Visir el Califa:
—¿Sabes lo que he soñado? Que yendo a visitar la santísima tumba del Profeta quedábamos desencantados … No abandonemos la esperanza, fiel compañero de miserias. Ven conmigo …, volemos hacia Medina … Acaso mi sueño sea un aviso del cielo y se deshará allí nuestro encanto.
Volaron, volaron … desde antes de salir el sol hasta que ya se estaba perdiendo al otro extremo del horizonte. Pero aún eran novatos en el oficio y no sabían gobernarse bien en los aires. El Califa volaba delante, luchando bravamente con el viento, aunque iba sintiéndose muy fatigado; pero al Gran Visir, que le seguía respirando anhelosamente, apenas lo sostenían ya las alas.
—¡Oh, señor! —acabó por gemir el infeliz—, si me lo permitís, os diré que ya no me es posible seguiros. ¡V oláis tan de prisa! … Además, se está poniendo el sol y va a ser necesario que busquemos un asilo para la noche.
Tendieron la vista por la dilatada llanura, abierta a sus pies, y descubrieron unas ruinas, que les pareció ofrecerían albergue seguro. Hacia ellas dirigieron su vuelo.
Al posarse en tierra, se encontraron en medio de los restos de un castillo, cuya antigua magnificencia era aún manifiesta en los trozos de fustes, capiteles y dovelas, regiamente labrados, que asomaban, entre hierbajos, en medio de los informes montones de cascote. En los lienzos de muro que se mantenían en pie, se abrían preciosas arquerías. Todo un cuerpo de edificio, medio sepultado entre escombros y malezas, conservaba intactas sus bóvedas. Las cigüeñas, en busca de refugio donde descansar, entraron en él por una ventana. Medio en tinieblas, fueron atravesando corredores, escaleras, galerías, grandes salones abandonados, en cuyos elevados techos brillaba apagadamente el oro de viejos artesonados.
Se refugiaron en el más secreto rincón de las ruinas y ya habían escondido el cuello entre las alas, en espera del sueño, cuando les llenó de espanto un gemido largo y temeroso, que resonó bajo las bóvedas solitarias.
—¿Qué es eso? —preguntó el Califa Cigüeña todo alarmado.
—Señor y protector —respondió trémulo el otro—, bien sé lo que os respondería si no fuera impropio de un Visir, y mucho más aún de una cigüeña, el creer en fantasmas.
Tendieron el cuello, escuchando ansiosamente, y a su oído llegó un leve rumor de gemidos y llanto.
—¿Quién se queja entre estas ruinas? —preguntó el Califa, dispuesto a salir de su escondrijo en socorro del que se lamentaba con tanto desconsuelo.
Mas el Visir, cogiéndole irrespetuosamente un ala con el pico, le suplicó:
—No salgáis, no salgáis, señor … Sabe Dios a qué nuevos y desconocidos peligros vais a exponeros si abandonáis este refugio.
En el pecho de cigüeña del Califa latía su antiguo corazón generoso, y diciendo: —No quiero la vergüenza de que haya habido un desgraciado cerca de mí sin que yo haya acudido a remediarlo—, se apartó violentamente del Visir, dejándole en el pico algunas de las plumas de su ala, y salió en busca de la causa de tan lastimeros sones. Recorrió una oscura galería, y, al extremo de ella, dio en una puerta entornada, tras la cual parecían brotar los dolientes suspiros.
La empujó con su pico el Califa Cigüeña y se quedó yerto de asombro al descubrir lo que la puerta ocultaba: era un estrecho camaranchón, débilmente alumbrado por un rayo de luna que se filtraba por una aspillera del muro. En medio de la estancia, sobre una piedra, había una lechuza que derramaba grandes lagrimones de sus amarillos ojos, al tiempo de quejarse. Pero cuando vio en el hueco de la puerta al Califa y su Visir —que temblando de espanto se había arrastrado detrás de su amo—, la lechuza suspendió de repente sus lamentos y lanzó un gran clamor de alegría. Se limpió los lacrimosos ojos, con el borde de sus polvorientas alas, y, con gran pasmo de las cigüeñas, dijo así, en muy pura lengua arábiga:
—Bienvenidas, bienvenidas seáis, cigüeñas mías. Vuestra presencia infunde esperanza en mi corazón. Me fue profetizado, en más felices tiempos, que mi dicha vendría de vuestras semejantes.
Así que el Califa se hubo repuesto algún tanto del asombro de tapar con lechuza tan bien hablada, se colocó lo más gentilmente que supo delante del pajarraco, le hizo una cortés reverencia con su largo cuello, y le dijo:
—Señora lechuza, oídas tus palabras no podemos menos de considerarte, como compañera de infortunio. Pero ¡ay!, ninguna buena andanza, esperes de nosotros. Tú misma te asombrarías de la desgracia que nos abruma si te refiriéramos nuestra dolorosa historia.
Le pidió la lechuza, con muy graciosas razones, que se la contara, y el Califa, lindamente apoyado, en una sola pata, le narró lo que ya es sabido de nosotros.
IV
—Mucho me maravillaría lo que con tanta bondad me has referido —dijo la lechuza, cuando el Califa hubo cerrado el pico al término, de su relato—, si las increíbles desventuras de mi propia existencia no hubieran agotado en mi alma el poder del asombro. Aquí, como me ves, con este repulsivo aspecto, que hasta a los propios animales espanta, soy la princesa Candor, única hija y heredera del rey de todas las Indias. Los más grandes poetas del Oriente han compuesto canciones en alabanza de mi hermosura. El mismo hechicero que os tiene encantados, fue quien me trajo a este espantoso estado. Cierto día se presentó ante mi padre y tuvo la osadía de pedirme para mujer de un hijo suyo, llamado Misrah. Mi padre, que es hombre colérico, lo mandó echar por las escaleras no bien hubo formulado tan inaudita pretensión, y el miserable juró vengarse. Tomó la figura y maneras de una de mis jóvenes esclavas un día caluroso, en el cual, como de costumbre, me recreaba yo con mis doncellas en los jardines de palacio. Al pedirle una bebida refrescante, me sirvió no sé qué brebaje que me hizo transformar de repente en esta horrible ave. Huyeron mis gentes dando gritos y yo me desmayé de espanto. Cuando, por mi mal, volví a recobrar los sentidos, el encantador estaba delante de mí, en este triste lugar y con su espantable voz me decía: “Aquí te quedas para toda tu vida, princesa, tan horrible de aspecto, que no habrá ser alguno que no se aleje de ti espantado. Sólo recobrarás tu anterior figura si algún hombre te diera voluntariamente mano de esposo a pesar de tu tremenda fealdad. Así quedo vengado de tu orgulloso padre.” Han corrido ya muchos meses desde que el hechicero me dejó aquí abandonada. Arrastro la más mísera existencia entre estas ruinas, despreciada de todo viviente y sin tener siquiera el consuelo de contemplar los campos bajo la luz del sol, en el claro día, pues mis débiles ojos no me permiten salir de estas tinieblas.
Acabó de hablar la lechuza con voz entrecortada por los sollozos, que brotaban de su corvo pico, y vertiendo copioso llanto.
El Califa y su Visir la habían escuchado con su imperturbable gravedad decigüeñas.
—Señor— dijo el segundo, luego que hubo meditado algún tiempo—, parece que los cielos nos han juntado aquí a los tres para que más fácilmente podamos encontrar remedio a nuestros males. Pero ¿dónde, dónde lo encontraremos?
—¡Quién sabe si estará próximo a nosotros! —suspiró la Princesa—. Por algo me fue predicho que las cigüeñas serían portadoras de mi felicidad. Acaso encontraré yo la manera de desencantaros.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el Califa lleno de ansiedad.
—El hechicero que nos tiene encantados —explicó la lechuza— se reúne, una vez al mes, en un sitio que me es conocido, con otros nigrománticos tan perversos, como él. Cenan alegremente todos juntos, regalándose con exquisitos manjares, y suelen referirse, unos a otros, las fechorías que, desde que no se han visto, han realizado. Bien pudiera ser que hablen de vosotros y pronuncien la palabra mágica que se os ha ido de la memoria.
—Carísima Princesa —exclamó el Califa—, dinos al instante dónde se reúnen y cuándo.
La lechuza guardó silencio breves momentos. Después, dijo:
—No penséis mal de mí … La necesidad me obliga … Sólo bajo una condición contestaré a lo que me preguntáis.
—¡Dila!… ¡Dila!… gritó fuera de si el Califa Cigüeña.
—En todo estamos a vuestro servicio —dijo obsequiosamente el Visir con una reverencia.
—No sé cómo decirlo … —comenzó la lechuza con timidez—. También yo querría desencantarme y ya habéis oído que no puede ser si uno de vosotros no me ofrece su mano.
Las dos cigüeñas dejaron caer el pico hacia tierra con el aire más triste del mundo. ¡Desencantarse! … No ansiaban otra cosa … ¡Pero casarse con la lechuza para ello! …
El Califa hizo una seña al Visir y los dos salieron a la galería, al otro lado de la puerta.
—Gran Visir —exclamó el Califa, en voz baja y ardiente—. Ahora tienes ocasión de coronar, con la más grande de todas, las pruebas de amor que en todo tiempo me has dado. Ofrece tu mano a la Princesa.
—¿Qué decís? —murmuró la otra cigüeña llena de asombro—. ¿Olvidáis que estoy ya casado? ¿Queréis que mi mujer me saque los ojos si me ve llegar a casa en compañía de semejante beldad? Además, yo ya soy viejo, señor, y no lo bastante noble para merecer a una tan gran princesa. Vos sois príncipe, joven y soltero, y a vos os toca emparentar con el rey de las Indias.
El Califa no se rendía a tales razones, al contrario, llegó a encolerizarse para obligar a su servidor a que se sometiera a ser esposo del pajarraco. El Visir, por su parte, empleaba vanamente los tesoros de su elocuencia de cortesano para convencer al monarca de lo ventajosas que le serían aquellas nupcias. No cedía ninguno de los dos. Sólo al cabo de muy larga disputa, en la que más de una vez se olvidó el Visir de los respetos que debía a su amo, se convenció el Califa de que su servidor prefería morir como cigüeña antes de ser lechuza consorte y decidió sacrificar su propia persona, dando palabra de matrimonio a la horrible ave.
Volvió a entrar en la cámara de la lechuza.
—Señora Princesa —dijo con una gran cortesía—, tengo el honor de solicitar vuestra mano y seré muy feliz si queréis aceptarme como marido cuando hayamos recobrado nuestra forma humana.
La lechuza, al oírlo, lanzó un grito estridente y cayó desmayada de alegría. El Califa y su Visir, llenos de temor de que se muriera llevándose el secreto de su libertad al otro mundo, se precipitaron a sostenerla y la abanicaban con las alas para que recobrara el sentido.
—¡Maldición! —rugía el Califa—. Y no tener a mano, para hacérselo aspirar, un frasco de sales!
—Venid, venid pronto —dijo anhelosamente la lechuza así que pudo hablar—.
Esta noche es la del plenilunio y en ella deben reunirse los hechiceros.
Marchó, como guía, delante de las cigüeñas, recorrieron largos y oscuros pasadizos; subieron tenebrosas escaleras, atravesaron innumerables cámaras abandonadas, hasta que en un desván descubrieron una gran claridad que brotaba de una ventanita abierta en un muro. Se asomaron a ella, y quedaron deslumbrados del gran resplandor que les dio en los ojos. Cuando pudieron abrirlos, vieron que estaban a gran altura, entre las molduras de la cornisa de un magnífico salón. Sobre ellos, se tendía la complicada tracería de un artesonado de cedro. Las elevadas paredes estaban revestidas de ataurique y azulejos. Cientos de lámparas, pendientes de la bóveda, iluminaban la estancia. Numerosos pebeteros lanzaban fragante humareda. Blandos sones de música llegaban de una vecina sala. Allá abajo, en el suelo, reclinados en riquísimos tapices, cojines y divanes, había ocho o diez personajes, lujosamente ataviados, que se regalaban con refrescos y sorbetes, servidos por espantables esclavos negros. En medio de todos, el Califa Cigüeña y su Visir pudieron reconocer al marchante que les había vendido los polvos origen de sus males.
—Cuéntanos, cuéntanos —le decían los otros con gran algazara—, cuéntanos cómo hiciste para encantar al Califa de Bagdad y poner a tu hijo en el trono.
El falso mercader fue narrando la historia, con tales expresiones de desprecio y burla para el infeliz soberano y en medio de tan general chacota, que las dos cigüeñas temblaban de ira, en su alto ventanillo, costándoles mucho trabajo dominar el impulso que las arrastraba a precipitarse sobre los infames burladores y sacarles los ojos a picotazos.
—Gracias a ti es ahora nuestro el califato— decían los encantadores.
—Completamente nuestro —respondía Saumur lleno de orgullo—. Podemos disponer de él como queramos.
—¡Bravo, bravo —exclamaban todos—. ¡Viva Saumur, que nos ha dado un imperio!
Repetidas voces vaciaron sus copas en honor del hechicero, y ya medio embriagados, preguntó uno de ellos :
—Pero ¿qué palabra les diste para que no pudieran recordarla?
—Una latina muy difícil — respondió Saumur.
—¿Cuál?
—Mutabor.
—Mutabor, Gran Visir.
—Califa, mutabor.
Las dos cigüeñas, locas de alegría, emprendieron tal carrera por desvanes, galerías, pasadizos y escaleras, en busca de salida, que la pobre lechuza, con sus patas cortas, apenas podía seguirlas, resoplando de fatiga.
Cuando se vieron fuera del castillo, bajo la plateada bóveda de los cielos, el Califa, lleno de emoción, se dirigió a la encantada princesa.
—Salvadora de mi vida y de la de mi amigo —le dijo solemnemente—, acéptame por esposo, ya que tan inmenso favor nos has hecho.
Después, vuelto hacia el Oriente, donde ya comenzaban a encenderse los arreboles de la aurora, tres veces inclinó su largo cuello, saludando con reverencia. El Gran Visir repetía sus movimientos.
—Mutabor —dijeron.
Y al instante se encontraron convertidos en hombres, con los mismos trajes que habían tenido puestos la mañana de su encantamiento. Aturdidos con la increíble dicha, sin apenas creer a sus sentidos, se precipitaron uno en brazos del otro y se estrecharon tiernamente, llorando y riendo.
Así que estuvieron un poco más serenos y pudieron ver lo que había en torno a ellos, se quedaron boquiabiertos de asombro al divisar, a su lado, una bellísima doncella, cubierta de ricos atavíos, que los contemplaba sonriente, y dijo, tendiéndole su mano al Califa:
—¿Cómo encontráis ahora a vuestra lechuza?
El Califa se postró a sus pies y le cubrió de besos las manos, asegurando que por nada del mundo querría haber dejado de ser cigüeña, ya que tamaña dicha le estaba reservada con haberlo sido.
En el cinturón de su traje encontró el Califa la caja de los polvos y una bolsa con dinero. Compraron caballos en una aldea próxima, y a la mañana siguiente entraban en Bagdad, donde causó el mayor pasmo y la alegría más viva la aparición del buen Califa, a quien todos lloraban por muerto, con pena tanto más grande cuanto más intolerables comenzaban a ser los actos de feroz tiranía del sucesor.
Los guardianes del alcázar aclamaron a su verdadero señor no bien lo conocieron; prendieron a Misrah y a su padre, que pretendían escaparse secretamente de palacio. El viejo encantador fue llevado a las ruinas del castillo, donde pagó sus culpas con la última pena, lo mismo que muchos de sus compañeros.
En cuanto al hijo, inocente de las malas artes de su padre, se le dio a elegir entre tomar rapé o ser degollado. Escogió lo primero, naturalmente. Le administraron una toma de los mágicos polvos de su padre, y transformado en cigüeña, acabó los días de su vida en una jaula de los jardines de palacio.
El Califa vivió largos años en la mayor felicidad, con su esposa la Princesa y con los numerosos principitos que le fueron naciendo. El Gran Visir seguía visitándolo cada tarde, en las perezosas horas de la siesta. Muchas veces recordaban su aventura cigüeñil, y el Califa, si estaba de buen humor, solía dignarse imitar los movimientos y gestos de su Visir cuando estaba convertido en pajarraco. Se paseaba con grave petulancia, estirado el cuello y rígidas las piernas, agitaba grotescamente los brazos como si fueran alas, castañeteaba los dientes, se inclinaba en torpes cortesías, balbuciendo: —Mu … mu … —con el más cómico acento.
La Princesa y sus hijos se morían de risa con semejante farsa; pero el Gran Visir, fingiéndose picado, acababa por amenazar al mofador con hacer una grave revelación a la Princesa. Contarle lo que cierta noche había pretendido de él el Califa ante la puerta de una lechuza encantada.
FIN