
De cómo Santa Claus visitó el bar de Simpson
Bret Harte
Más cuentos del autor »El pobre Johnny, aquejado de fiebre y reumatismo, pasó la nochebuena en el camastro junto a su padre, sin saber que el día de Navidad le esperaba una sorpresa.
De cómo Santa Claus visitó el bar de Simpson
Había llovido en el valle del Sacramento. El North Fork se había desbordado y el arroyo Rattlesnake era infranqueable. Las pocas rocas que habían señalado en verano el vado en el paso Simpson estaban cubiertas por una enorme capa de agua que se extendía hasta la ladera de las montañas. La posta se había detenido en Grangers; el jinete se había visto obligado a abandonar el último correo en las marismas y se había puesto a salvo a nado. «Una zona —observó el Sierra Avalanche, con meditabundo orgullo local— tan grande como el estado de Massachusetts está ahora bajo el agua».
El tiempo no era mucho mejor al pie de las montañas. La carretera estaba enfangada; carretas que ni la fuerza física ni las reprensiones morales podían apartar de sus malas costumbres bloqueaban el paso, y el camino a Simpson’s Bar estaba jalonado por reatas de mulas exhaustas, juramentos y blasfemias. Y más allá, apartado e inaccesible, destartalado bajo la lluvia, golpeado por los fuertes vientos y amenazado por las aguas, el asentamiento de Simpson’s Bar, el día de Nochebuena de 1862, se aferraba como un nido de golondrina a la rocosa entabladura y a los astillados capiteles de Table Mountain, estremecido por la tempestad.
Cuando cayó la noche sobre el asentamiento, unas pocas luces centellearon entre la neblina desde las ventanas de las cabañas a ambos lados de la carretera atravesada por anárquicos riachuelos e imprevisibles ráfagas de viento. Por suerte la mayor parte de la población se había refugiado en el almacén de Thompson, en torno a una estufa en la que escupía sin decir palabra, en una especie de comunión social que hacía innecesaria la conversación. De hecho hacía tiempo que se habían agotado las diversiones en Simpson’s Bar; la crecida de las aguas había suspendido las actividades habituales en el barranco y en el río, y la consiguiente falta de whisky y de dinero había dejado sin chispa casi todos los entretenimientos ilegítimos. Hasta el señor Hamlin se alegró de marcharse con cincuenta dólares en el bolsillo —la única cantidad que pudo conservar de las grandes sumas ganadas en el fructífero ejercicio de su fatigosa profesión—. «Si me pidieran —observó tiempo después— que escogiese un pueblecito, animado y populoso, para un jubilado a quien no le importase el dinero, diría Simpson’s Bar; pero a un joven con una familia numerosa a su cargo, no le compensaría». Como la familia del señor Hamlin consistía solo en mujeres adultas, citamos sus palabras más para dejar constancia de su sentido del humor que del verdadero alcance de sus responsabilidades.
Sea como fuere, los objetos inconscientes de esta sátira estaban esa noche dominados por una lánguida apatía fruto de la ociosidad y la falta de emociones. Ni siquiera los despertó el ruido de cascos delante de la puerta. Dick Bullen fue el único que dejó de limpiar la pipa y alzó la cabeza, pero nadie más mostró ningún interés, ni pareció reconocer, al hombre que entró.
Era una figura familiar para todos, conocida en Simpson’s Bar como el Viejo. Un hombre de unos cincuenta años; de cabello escaso y entrecano, pero con la tez todavía joven y lozana. Un rostro de una simpatía no excesivamente jovial y con una capacidad camaleónica para adoptar el tono y el color del humor y los sentimientos de sus acompañantes. Era evidente que acababa de despedirse de unos amigos alegres, y al principio no reparó en la seriedad del grupo, por lo que le dio una cordial palmada en el hombro al hombre que tenía más cerca y se desplomó en una silla vacía.
—¡Me acaban de contar una historia buenísima, muchachos! ¿Conocéis a Smiley, Jim Smiley, el tipo más gracioso de Simpson’s Bar? Pues bien, nos ha contado una historia divertidísima sobre…
—Smiley es un… imbécil —le interrumpió una voz lúgubre.
—Un… canalla —añadió otra voz en tono sepulcral.
Un silencio siguió a aquellas afirmaciones. El Viejo recorrió el grupo con la mirada. Luego su rostro cambió poco a poco.
—Es cierto —dijo en tono pensativo, después de una pausa—, es un poco canalla y bastante imbécil, claro. —Calló un instante, como si considerara la imbecilidad y las canalladas del impopular Smiley—. Hace un tiempo de perros, ¿eh? —añadió, dejándose arrastrar por el sentimiento predominante—. Pinta mal y no habrá mucho dinero estos días. Y mañana es Navidad.
Este anuncio causó cierta agitación entre los hombres, aunque no quedó claro si de satisfacción o de disgusto.
—Sí —continuó el Viejo, con el mismo tono lúgubre que había adoptado sin darse cuenta—, Navidad, y esta noche es Nochebuena. No sé, muchachos, se me había ocurrido que… He pensado que tal vez os apeteciera pasaros por mi casa a tomar algo. Pero supongo que no queréis, ¿no? No tendréis muchas ganas, ¿no? — añadió con preocupación mientras escrutaba el rostro de sus compañeros.
—Pues no sé —respondió Tom Flynn con cierta animación—. Puede que sí. Pero ¿y tu mujer, Viejo? ¿Qué dice ella?
El Viejo dudó. Su experiencia conyugal no había sido muy feliz, y en Simpson’s Bar todo el mundo lo sabía. Su primera esposa, una mujercita guapa y delicada, había padecido en secreto los celos de su marido, que un día llevó a todo el asentamiento a su casa para que sus habitantes fuesen testigos de su infidelidad. Al llegar encontraron a la mujer, tímida y menuda, entretenida con las tareas domésticas y se volvieron avergonzados y desconcertados. Pero aquella criatura sensible no se recuperó con facilidad de tan extraordinario ultraje. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la suficiente compostura para sacar a su amante del armario donde lo había escondido y fugarse con él. Dejó a un niño de tres años para consolar a su afligido marido. La actual mujer del Viejo era su antigua cocinera. Una señora grande, leal y colérica.
Antes de que pudiera responder, Joe Dimmick observó con brusca franqueza que era «la casa del Viejo», apeló al derecho divino y añadió que él, en su lugar, invitaría a quien quisiera aunque pusiera en peligro su salvación. Las potencias del mal, añadió, lucharían contra él en vano. Lo dijo con un convencimiento y un laconismo que se pierden necesariamente al contarlo.
—Por supuesto. Claro. Así es —dijo el Viejo con un gesto comprensivo—. No pasará nada. Es mi casa, la construí yo mismo. No os preocupéis por ella, muchachos. Tal vez se enfade un poco, pero seguro que acabará entrando en razón.
El Viejo confió en secreto en la exaltación del alcohol y la fuerza de un ejemplo valeroso para ayudarle en semejante contingencia.
Dick Bullen, el oráculo y líder de Simpson’s Bar, aún no se había pronunciado. Se quitó la pipa de los labios.
—Viejo, ¿qué tal está tu Johnny? La última vez que lo vi en el barranco tirándoles piedras a los chinos no parecía muy animado. Ayer se ahogaron unos cuantos en el río y pensé en Johnny y en lo mucho que los iba a echar de menos. ¿No se estará poniendo enfermo?
El padre, claramente tocado no solo por la emotiva descripción de la pérdida de Johnny sino por la conmovedora consideración, se apresuró a asegurarle que Johnny estaba mejor y que «un poco de diversión podría animarlo». Al oírlo, Dick se puso en pie, se desperezó y dijo:
—Pues por mí que no sea. Vamos, Viejo.
Él mismo se puso en cabeza de un salto y, con un gruñido característico, se internó en la noche. Al pasar por la habitación de fuera cogió un tronco encendido de la chimenea. El resto del grupo siguió sus pasos, empujándose y dándose codazos, y antes de que el sorprendido propietario del almacén de Thompson fuese consciente de la intención de sus invitados, la sala quedó vacía.
La noche estaba oscura como la pez. La primera ráfaga de viento apagó sus antorchas improvisadas, y solo las brasas rojas que danzaban en la oscuridad como fuegos fatuos ebrios indicaban su paradero. El camino los llevó por el cañón de Pine-Tree, en cuya cabecera había una cabaña baja, cubierta de corteza y excavada en la ladera de la montaña. Era el hogar del Viejo, y la entrada al túnel donde trabajaba, cuando trabajaba. El grupo se detuvo un instante, por deferencia a su anfitrión, que llegó jadeando detrás.
—Será mejor que esperéis un segundo mientras entro a comprobar que todo está en orden —dijo el Viejo con una indiferencia muy poco sincera.
Su idea fue aceptada con magnificencia, la puerta se abrió y se cerró para dejar pasar al anfitrión, los demás esperaron con la espalda contra la pared debajo del alero y escucharon.
Por un instante solo se oyó el goteo del agua en los aleros y el roce de las ramas sobre sus cabezas. Luego los hombres se intranquilizaron y empezaron a susurrar con suspicacia: «¡Debe de haberle partido la crisma de un golpe!». «¡O lo ha metido en el túnel y ahora no le deja salir!». «Lo habrá tirado al suelo y estará sentada encima».
«A lo mejor está buscando algo para tirárnoslo a la cabeza, ¡apartaos de la puerta, muchachos!». Pues justo en ese momento se oyó correr el pestillo, se abrió despacio la puerta y una voz dijo:
—Entren, no se queden ahí bajo la lluvia.
No era la voz del Viejo ni la de su mujer, sino la de un niño pequeño, con los débiles agudos quebrados por esa aspereza sobrenatural que solo pueden ser obra del vagabundeo y la necesidad de demostrar tu valía antes de tiempo. El rostro que les miró era el de un niño, un rostro que podría haber sido hermoso e incluso refinado, pero que estaba ensombrecido por dentro por las malas ideas y por fuera por la suciedad y muchas vivencias difíciles. Llevaba una manta por encima de los hombros y era evidente que se acababa de levantar de la cama.
—Pasen —repitió—, y no hagan ruido. El Viejo está ahí hablando con madre — continuó, señalando la habitación de al lado, que parecía ser una cocina, donde se oía la voz del Viejo en tono desaprobatorio—. Déjame —le dijo quejoso a Dick Bullen, que lo había cogido en volandas con manta y todo y estaba haciendo ademán de ir a echarlo al fuego—, suéltame, viejo idiota, ¿no me has oído?
Exhortado así, Dick Bullen dejó a Johnny en el suelo reprimiendo una risa, mientras los hombres iban entrando en silencio y se sentaban en torno a una larga mesa de toscos tablones que ocupaba el centro de la sala. Johnny fue muy serio a una alacena y sacó varias cosas que dejó sobre la mesa:
—Ahí hay whisky. Y galletas. Y arenques. Y queso. —Dio un mordisco camino de la mesa—. Y azúcar. —Cogió un puñado con la mano pequeña y muy sucia—. Y tabaco. También hay manzanas secas, aunque a mí no me gustan. Ya está todo — concluyó—, ahora esperen y no tengan miedo. Madre no me asusta. A mí no me mangonea. Adiós.
Había cruzado el umbral de una habitación poco más grande que un armario, separada del resto de la casa y donde había una cama pequeña. Se quedó allí un momento mirando al grupo, con los pies descalzos asomándole por debajo de la manta y moviendo la cabeza.
—¡Eh, Johnny! No irás a acostarte otra vez, ¿verdad? —dijo Dick.
—Sí —respondió Johnny con decisión.
—¡Vaya! ¿Qué te ocurre, chico?
—Estoy enfermo.
—¡Enfermo!
—Tengo fiebre. Y sabañones. Y reumatismo —replicó Johnny y desapareció en su cuarto. Al cabo de un momento añadió desde la oscuridad, en apariencia debajo de las mantas—: Y estoy de malas pulgas.
Se produjo un violento silencio. Los hombres se miraron y contemplaron el fuego. Pese al apetitoso banquete que tenían delante, daba la impresión de que fuesen a caer en el mismo desánimo que los había dominado en el almacén de Thompson cuando se oyó indiscreta la voz del Viejo que llegaba quejosa desde la cocina.
—Pues ¡claro! Eso es. Sí, señor. Un hatajo de vagos y de borrachos, y el tal Dick Bullen es el peor de todos. No se les ocurre nada mejor que venir cuando no tenemos nada que ofrecerles y con un enfermo en casa. Y no será porque no se lo haya advertido: «Bullen —le dije—, no sé cómo se te ha podido ocurrir una idea semejante, o eres idiota o estás borracho como una cuba». «¿Y tú, Staples, te consideras un hombre y quieres ir a correrte una juerga bajo mi techo cuando hay enfermos en casa?». Pero han insistido en venir, no ha habido manera de disuadirles.
¿Qué se puede esperar de la gentuza de este asentamiento?
Una carcajada de los hombres siguió a tan desafortunado alegato. No sabría decir si se oyó en la cocina, o si la airada compañera del Viejo había agotado cualquier otro modo de expresar su desdeñosa indignación, pero alguien dio un violento portazo. Al momento, el Viejo volvió a aparecer sin ser ni remotamente consciente de la causa de aquel ataque de hilaridad y sonrió con amabilidad.
—Mi mujer ha decidido ir de visita a casa de la señora McFadden —explicó con desenvoltura e indiferencia al sentarse a la mesa.
Es curioso que hiciese falta ese desafortunado incidente para aliviar la vergüenza que empezaba a sentir el grupo, que recobró su audacia al llegar el anfitrión. No me propongo reproducir la diversión de la noche. El lector curioso se contentará si le digo que la conversación se caracterizó por la misma exaltación intelectual, la misma cauta reverencia, la misma meticulosa delicadeza, la misma precisión retórica y la misma lógica y coherencia en el discurso que distingue otras reuniones parecidas de individuos de sexo masculino en sitios más civilizados y bajo auspicios más favorables. Nadie rompió ninguna copa, porque no las había, y el alcohol escaseaba tanto que nadie lo derramó en el suelo ni en la mesa.
Era casi medianoche cuando se interrumpió el jolgorio. «¡Chis!», dijo Dick Bullen levantando la mano. Era la voz quejosa de Johnny desde la habitación de al lado: «¡Papá!».
El Viejo se levantó enseguida y desapareció en la habitación. Al cabo de un rato regresó.
—Le ha vuelto el reumatismo —explicó—, y quiere que le dé unas friegas.
Alzó la damajuana de whisky de la mesa y la agitó. Estaba vacía. Dick Bullen dejó su taza de lata en la mesa con una risa avergonzada. Y lo mismo hicieron los demás. El Viejo miró su contenido y dijo esperanzado.
—Supongo que bastará; no hace falta mucho. Esperad un momento que ahora vuelvo.
Y desapareció en la habitación con una camisa vieja de franela y el whisky. La puerta no se cerró del todo y pudo oírse con claridad el siguiente diálogo:
—Bueno, hijo, ¿dónde te duele?
—A veces aquí y a veces aquí abajo; pero lo peor es de aquí a aquí. Frótame, papá.
Un silencio pareció indicar unas vigorosas friegas. Luego Johnny dijo:
—¿Lo estáis pasando bien, papá?
—Sí, hijo.
—Mañana es Navidad, ¿no?
—Sí, hijo. ¿Te encuentras mejor?
—Mejor frota un poco más. ¿Qué es eso de la Navidad? ¿En qué consiste?
—Pues es un día.
Esa definición tan exhaustiva debió de resultar muy convincente, pues se hizo un silencio mientras continuaban las friegas. Después Johnny volvió a hablar:
—Madre dice que en todos los sitios menos aquí todo el mundo se hace regalos en Navidad. Y luego empezó a meterse contigo. Dice que hay un hombre llamado Santa Claus, no un blanco, sino una especie de chino, que se cuela por la chimenea la noche de antes de Navidad y les da cosas a los niños como yo. Y ¡que se las deja en las botas! Y quería que me tragase esa trola. Cuidado, papá, ¿dónde estás frotando…? No es ahí. Se lo ha inventado, ¿no?, para hacernos enfadar. No frotes ahí… ¡Cuidado, papá!
En el profundo silencio que pareció abatirse sobre la casa se oyó con suma claridad el suspiro de los pinos cercanos y el gotear de las hojas. Johnny también bajó la voz antes de seguir:
—Puedes parar, ya me siento mejor. ¿Qué hacen los muchachos?
El Viejo entreabrió la puerta y se asomó. Sus invitados se estaban comportando con mucha educación y había unas monedas de plata y un monedero de piel sobre la mesa.
—Apostar, debe de ser algún juego. Están bien —replicó, y volvió a empezar con las friegas.
—Me gustaría jugar y ganar un poco de dinero —dijo meditativo Johnny, tras una pausa.
El Viejo repitió, sin demasiado convencimiento, la fórmula evidentemente familiar de que si Johnny esperaba hasta que se hiciera rico en el túnel tendrían mucho dinero, etc., etc.
—Sí —insistió Johnny—, pero el momento no llega. Y ¿qué más da que tengas suerte o que lo gane yo? Es solo cuestión de suerte. Pero eso de la Navidad es curioso, ¿no crees? ¿Por qué lo llaman así?
Tal vez por una deferencia instintiva a sus invitados, o por un vago sentido de la incongruencia, el Viejo respondió en voz tan baja que resultó inaudible fuera de la habitación.
—Sí —dijo Johnny, un poco menos interesado—. He oído hablar de Él. Ya está, papá. Ya no me duele tanto. Ahora envuélveme en esa manta de ahí. Así. Y ahora — añadió con un susurro—, quédate a mi lado hasta que me quede dormido.
Para asegurarse de que le obedecía, sacó una mano por debajo de la manta, sujetó a su padre por la manga y volvió a acostarse.
El Viejo esperó con paciencia un rato. Luego el desacostumbrado silencio de la casa despertó su curiosidad y, sin apartarse de la cama, abrió con cuidado la puerta con la mano que tenía libre y se asomó a la sala principal. Para su infinita sorpresa la encontró oscura y vacía. Pero en ese momento se movió uno de los troncos del hogar y las llamas revelaron la figura de Dick Bullen sentado junto a las brasas.
—¡Hola!
Dick dio un respingo, se levantó y se le acercó dando tumbos.
—¿Adónde han ido los muchachos? —preguntó el Viejo.
—Han salido a pasear un poco por el cañón. En un minuto pasarán a recogerme. Les estoy esperando. ¿Qué miras, Viejo? —añadió con una risa forzada—. ¿Crees que estoy borracho? —Al Viejo podría habérsele disculpado que lo supusiera, pues Dick tenía los ojos húmedos y el rostro encendido. Volvió a la chimenea, bostezó, se desperezó, se abotonó el abrigo y se rió—. No había alcohol para tanto, Viejo. No te levantes —continuó al ver que el Viejo hacía ademán de soltarse la manga—. Déjate de buenos modales. Sigue donde estás; ya me marcho. Mira, ahí están.
Alguien llamó despacio a la puerta. Dick Bullen la abrió deprisa, deseó buenas noches con un gesto a su anfitrión y desapareció. El Viejo lo habría seguido de no haber sido por la mano que inconscientemente seguía aferrada a su manga. Podría haberse soltado con facilidad: era pequeña, débil y delgada. Pero, tal vez porque era pequeña, débil y delgada, cambió de opinión, acercó la silla a la cama y apoyó la cabeza en ella. Los efectos de sus anteriores libaciones se hicieron más evidentes en esa postura tan vulnerable. La habitación tembló y se desdibujó ante sus ojos, volvió a aparecer, se desdibujó, desapareció y se quedó dormido.
Entretanto Dick Bullen cerró la puerta y se encontró con sus amigos.
—¿Preparado? —preguntó Staples.
—Sí —respondió Dick—; ¿qué hora es?
—Las doce y media —respondió alguien—, ¿llegarás a tiempo? Entre ir y volver son casi setenta kilómetros.
—Calculo que sí —repuso lacónico Dick—. ¿Dónde está la yegua?
—Bill y Jack la tienen en el cruce.
—Déjalos que esperen un minuto más —respondió Dick.
Se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa sin hacer ruido. A la luz de la vela a punto de consumirse y del fuego casi apagado vio que la puerta de la habitación estaba abierta. Se acercó de puntillas y se asomó. El Viejo se había desplomado en la silla y roncaba con las piernas alargadas y en línea con los hombros encorvados, y el sombrero sobre los ojos. A su lado, en una estrecha camita yacía Johnny, arrebujado en una manta de la que solo asomaban un poco la frente y unos cuantos rizos húmedos por el sudor. Dick dio un paso adelante, dudó y contempló por encima del hombro la inhóspita habitación. Reinaba el silencio. Con repentina decisión, se apartó los bigotazos con las manos y se inclinó sobre el niño dormido. Pero en ese momento una maldita ráfaga que estaba al acecho se coló por la chimenea, reavivó el fuego e iluminó la habitación con un impúdico resplandor del que Dick huyó horrorizado.
Sus compañeros le estaban esperando en el cruce. Dos de ellos se debatían en la oscuridad con un extraño bulto contrahecho que al acercarse Bill adoptó la forma de un gran caballo amarillo.
Era la yegua. No era muy hermosa. Ni su nariz romana, ni las ancas protuberantes, ni el espinazo arqueado y oculto por las rígidas machillas de una silla mexicana, ni las patas gruesas, rectas y huesudas conservaban el menor vestigio de gracia equina. Sus ojos medio ciegos pero perversos, su labio leporino y su color monstruoso expresaban solo fealdad y vicio.
—Bueno —dijo Staples—, cuidado con los cascos, chicos, ya puedes montar.
Sujétate a la crin y mete deprisa el pie en el estribo. ¡Vamos!
Hubo un corcoveo, un salto, la gente se apartó, los cascos volaron, dos saltos estremecieron la tierra, se oyó un rápido tintineo de espuelas y luego la voz de Dick en la oscuridad.
—¡Ya está!
—¡No vayas por la carretera de abajo a no ser que se te eche el tiempo encima! No le tires de las riendas cuando vayas cuesta abajo. Estaremos en el vado a las cinco. ¡Vamos! ¡Arre, caballo! ¡Ve!
Un chapoteo, una chispa en la orilla del camino, una trápala en el rocoso barranco y Dick desapareció.
¡Canta, oh, Musa, la cabalgada de Richard Bullen! ¡Canta, oh, Musa, a los hombres caballerosos, la búsqueda sagrada, los hechos esforzados, los torpes patanes, la valerosa cabalgata y los terribles peligros que corrió la flor de Simpson’s Bar!
¡Ay!, qué Musa tan remilgada. ¡No quiere saber nada de ese jinete bruto, harapiento, jactancioso y obstinado, así que tendré que seguirle a pie y en prosa!
Era la una en punto y solo había llegado a Rattlesnake Hill. Pues Jovita había hecho gala ya de todos sus vicios e imperfecciones. Tres veces había tropezado. Dos veces había alineado su nariz romana con las riendas y, resistiéndose al bocado y las espuelas, había galopado a campo través. Dos veces se había encabritado y se había sentado, pero en ambas ocasiones el ágil Dick, ileso, volvió a subir a la silla antes de que pudiera cocearlo. Y dos kilómetros más adelante, al pie de una larga montaña, estaba el arroyo Rattlesnake. Dick sabía que ahí estaba la prueba decisiva para culminar su empresa, apretó sombrío los dientes, le clavó las rodillas en los costados y cambió de una táctica defensiva a una agresión clara. Espoleada y fuera de sí, Jovita empezó a descender por la ladera. El astuto Richard fingió querer retenerla con imprecaciones y falsos gritos de alarma. No hace falta añadir que Jovita salió al galope. Tampoco es necesario anotar aquí el tiempo que duró el descenso; consta ya en las crónicas de Simpson’s Bar. Baste con decir que un momento después, o eso le pareció a Dick, estaba chapoteando en las orillas inundadas del arroyo Rattlesnake. Tal como había previsto Dick, la inercia adquirida le impidió recular, con que se sujetó con fuerza y se plantaron de un salto en mitad de la corriente. Cocearon, vadearon y nadaron y un instante después Dick pudo volver a tomar aliento en la otra orilla.
El camino desde el arroyo Rattlesnake hasta Red Mountain era tolerablemente llano. Fuese porque la zambullida en el arroyo había sofocado su siniestro fuego, o porque la artimaña que la había llevado hasta allí había dejado clara la superior astucia del jinete, Jovita ya no desperdició sus excesos de energía en caprichos sin sentido. Una vez se había resistido, pero más por costumbre que por otra cosa; una vez había rehusado, aunque fue al ver una casa recién pintada en un cruce. Los hoyos, las zanjas, los depósitos de grava, la hierba fresca volaban bajo sus cascos. Empezó a oler mal, una o dos veces tosió un poco, pero no disminuyeron ni sus fuerzas ni su velocidad. A las dos en punto pasó Red Mountain e inició el descenso hacia el llano. Diez minutos después «un hombre en un caballo pinto» adelantó a la diligencia Pioneer, un hecho lo bastante notable para ser reseñado. A las dos y media, Dick se incorporó sobre los estribos con un grito. Las estrellas brillaban entre las nubes rasgadas y más adelante, en plena llanura, se alzaban dos campanarios, un asta de bandera y una línea de objetos negros desperdigados, Jovita brincó y al cabo de un momento entraron en Tuttleville y se detuvieron ante la veranda de madera del Hotel de las Naciones.
Lo que sucedió esa noche en Tuttleville no forma estrictamente parte de este relato. En pocas palabras, podemos decir, no obstante, que después de entregarle a Jovita a un mozo de cuadra soñoliento a quien la yegua dejó inconsciente de una coz poco después, Dick fue con el dueño del bar a recorrer la ciudad dormida. Todavía brillaba alguna que otra luz en unas cuantas tabernas y casas de juego; pero los evitaron y se detuvieron delante de varias tiendas cerradas y, a fuerza de llamar y gritar juiciosamente sacaron a sus propietarios de la cama, y les hicieron abrir la puerta de sus comercios y exponer sus mercancías. Unos cuantos les recibieron con improperios, pero más a menudo con interés y preocupación por sus necesidades, y cada conversación concluyó con un trago. Dieron las tres antes de que pusieran fin a aquellas cortesías, y Dick volviese al hotel con una bolsita de caucho al hombro. Allí le abordó la Belleza, ¡una Belleza de encantos opulentos, ostentosa en el vestido, convincente en el habla y de acento español! En vano repitió la invitación hasta el exceso, pues fue felizmente rechazada por ese hijo de las montañas, un rechazo suavizado en ese caso por una risa y su última moneda de oro. Luego volvió a saltar a la silla y salió al galope por la calle desierta rumbo a la llanura solitaria, donde enseguida las luces, la negra línea de casas, los campanarios y el asta de bandera volvieron a hundirse en la tierra a sus espaldas y se perdieron en la distancia.
La tormenta había despejado, el aire era frío y seco, los perfiles de las cosas se distinguían con claridad, pero hasta las cuatro y media Dick no llegó a la casa del cruce. Para evitar la pendiente había tomado un camino más largo y sinuoso, en cuyo fango viscoso Jovita se hundía hasta los corvejones. Era un mal preámbulo para un ascenso de otros ocho kilómetros; pero Jovita lo acometió con la furia ciega e irracional de costumbre, y media hora después llegó a la altura que llevaba al arroyo Rattlesnake. Media hora más y llegarían al arroyo. Dick aflojó las riendas sobre el cuello de la yegua, le chistó y empezó a cantar.
De pronto Jovita hizo un extraño y dio un brinco que habría desmontado a un jinete menos experimentado. Una figura que había saltado desde la cuneta la sujetaba por las riendas y al mismo tiempo surgieron de la penumbra un jinete y su caballo.
—¡Arriba las manos! —ordenó esa segunda aparición con un juramento.
Dick notó que la yegua temblaba, se estremecía y daba la impresión de humillar.
Sabía lo que eso significaba y se preparó.
—Aparta, Jack Simpson, te conozco, j… ladrón. Déjame pasar o…
No terminó la frase. Jovita se alzó en el aire con un salto temible, tiró al suelo a la figura que la sujetaba por el bocado con un simple movimiento de cabeza y cargó con mortífera maldad contra el obstáculo que tenía delante. Se oyó un juramento, un disparo de revólver y el caballo y el bandido cayeron a un lado de la carretera; instantes después Jovita se había alejado más de cien metros. Pero el brazo derecho de su jinete, destrozado por un balazo, colgaba inútil a un lado.
Sin aminorar el paso, Dick sujetó las riendas con la mano izquierda. Pero poco después tuvo que detenerse para apretar la cincha de la silla que se había desplazado un poco. Lisiado como estaba tardó un rato. No temía que le persiguieran, pero al alzar la mirada vio que las estrellas empezaban a palidecer por el este, y que los lejanos picos habían perdido su fantasmal blancura, y ahora destacaban negruzcos contra un cielo más luminoso. Empezaba a despuntar el día. Totalmente absorbido por su idea olvidó el dolor de su herida, volvió a montar y se dirigió deprisa al arroyo Rattlesnake. Pero ahora Jovita jadeaba, Dick se tambaleaba en la silla y el cielo cada vez estaba mas claro.
¡Galopa, Richard; corre, Jovita, espera, oh día!
Los últimos kilómetros notó un atronador silbido en los oídos. ¿Era cansancio por la pérdida de sangre o qué? Mientras bajaban la montaña se sentía aturdido y confuso y no reconocía los alrededores. ¿Se habría equivocado de camino, o eso era el arroyo Rattlesnake?
Lo era. Pero el alborotado torrente que había cruzado unas horas antes había doblado con creces su caudal, y ahora un verdadero río fluía sin detenerse ante nada entre él y Rattlesnake Hill. Por primera vez esa noche, Richard se dejó llevar por el desánimo. El río, la montaña, el despuntar del alba por el este, desfilaron ante sus ojos. Los cerró para recobrar el dominio de sí mismo. En ese breve intervalo, por algún increíble proceso mental, el cuartito de Simpson’s Bar y las figuras del padre y el niño dormidos se alzaron ante él. Abrió los ojos decidido, se desembarazó del abrigo, el revólver, las botas y la silla de montar, se ató las alforjas con el precioso paquete a la espalda, clavó con fuerza las rodillas en los costados de Jovita y con un grito se zambulló en el agua amarilla. Un chillido se alzó en la otra orilla cuando la cabeza del hombre y el caballo se debatieron unos momentos contra la corriente y luego fueron arrastrados por ella entre los árboles arrancados y las ramas a la deriva.
El Viejo dio un respingo y despertó. El fuego del hogar se había apagado, la vela en la otra habitación chisporroteaba en la palmatoria y alguien estaba llamando a la puerta. La abrió y retrocedió con un grito al ver la figura chorreante y medio desnuda que se tambaleaba en el umbral.
—¡Chis! ¿Se ha despertado ya?
—No… pero ¿Dick?
—¡Calla, viejo idiota! Dame un poco de whisky, ¡deprisa!
El Viejo salió corriendo y regresó con… ¡una botella vacía! Dick habría soltado una maldición, pero no tenía fuerzas. Trastabilló, se sujetó a la puerta y le hizo un gesto al Viejo.
—Hay una cosa para Johnny en las alforjas. Sácala. Yo no puedo. —El Viejo soltó la correa y dejó las alforjas ante el hombre exhausto—. ¡Deprisa, ábrelas!
Lo hizo con dedos temblorosos. Dentro no había más que unos cuantos juguetes: Dios es testigo de que eran toscos y vulgares, pero relucían con la pintura y el oropel. Uno estaba roto; otro me temo que lo había echado a perder el agua y el tercero… ¡ay de mí!, tenía una mancha cruel.
—No parecen gran cosa, ya lo sé —dijo cariacontecido Dick—. Pero no había nada mejor… Cógelos, Viejo, ponlos en su calcetín, y dile… dile, ya sabes…, sujétame, Viejo… —El Viejo le sujetó antes de que se desplomara—. Dile — continuó Dick con una débil risita— que ha venido Santa Claus.
Y así fue como, desaliñado, harapiento, sin afeitar, con el cabello enmarañado y con un brazo colgando inútil, Santa Claus visitó Simpson’s Bar y se desmayó en la puerta de la primera casa. El amanecer navideño llegó despacio poco después y rozó los picos más lejanos con el calor sonrosado de un amor inefable. Contempló Simpson’s Bar con tanta ternura que la montaña entera, como sorprendida en un acto de generosidad, se ruborizó hasta los cielos.
FIN