Cueva de bisontes rojos

Cueva de bisontes rojos

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Marcelino Sautuola descubrió una cueva en su hacienda. Pero fue su hija quien descubrió los bisontes en sus paredes.

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Cueva de bisontes rojos

Dedicado al recuerdo de Marcelino Sautuola (Santander, 1831-1888).

Marcelino Sautuola murió cuando terminaba el siglo diecinueve, en una hacienda de Santander, luego de cerrar la cueva en la que, años atrás, había encontrado dibujos de bisontes pintados en tres colores.

Marcelino Sautuola murió loco. O por lo menos, más loco que viejo. Y más triste.

Todo había empezado nueve años antes, cuando don Marcelino era un señor de hacienda con la cabeza al derecho.

Santander es una tierra de cavernas, pasadizos y cuevas que se disimulan entre grandes rocas de cal.

Oculta en el fondo de un barranco había una cueva que era parte de la hacienda de Altamira, propiedad de Marcelino Sautuola quien, por afición a las nuevas ciencias, decidió recorrerla. La cueva se enredaba en tres largas galerías. Una de ellas, de techo muy bajo. Tan bajo que don Marcelino estaba obligado a moverse agachado, casi de rodillas.

Don Marcelino iba todas las tardes a la caverna y la andaba despacio, hurgando en cada grieta. Ya casi había terminado con la galería baja, sin encontrar más que algunas piedras en forma de hojas de laurel.

Una tarde de esas, Sautuola llegó hasta la cueva con María, su pequeña hija. Marcelino avanzaba agachado, sin detenerse en los lugares conocidos. Detrás iba su hija, tan chiquita que podía entrar de pie y con espacio sobre la cabeza.

María, con espacio sobre la cabeza, de a pasitos cortos y entretenidos, se fue demorando. Entonces hizo lo que su padre no había podido, porque era un hombre muy alto que solo podía andar agachado por la cueva: miró para arriba. Desparramadas por el techo, y apenas alumbradas por la lámpara que avanzaba, María vio figuras de colores.

Corrió hasta don Marcelino para contarle que había dibujos bonitos allá encima. Sautuola volvió sobre su camino de mala gana, creyendo que el asunto era algo entre el susto y la buena imaginación. Pero cuando llegó y consiguió acomodarse para mirar el techo, pudo ver lo que no había alcanzado a soñar. Alguien que sabía trazar había dibujado animales severos, orgullosos de sus tres colores. Revisó trabajosamente todo el techo de la galería: eran doce bisontes echados sobre sus patas, dos caballos, un lobo y tres ciervos.

Don Marcelino temía que fuera un engaño de esos que le venían con el cansancio. Don Marcelino no podía creer lo que veía porque don Marcelino estaba empezando a entender —era hombre de ciencia en los ratos de ocio— que esos bisontes llevaban más de diez mil años echados a la sombra.

Cuando salieron de la cueva era de noche, y Altamira parecía más bella con su viejo secreto.

El señor Sautuola buscó a todos los sabios de Europa y les describió las pinturas con sus colores. Los llevó para que vieran por sí mismos, y esperó que se les llenaran los ojos de lágrimas frente a aquellos viejos bisontes. Esperó inútilmente.

Los sabios movieron la cabeza y se pusieron de acuerdo. Falso, jamás había pasado por allí un pintor de otras Edades. En todos los idiomas dijeron inexacto, afirmaron irracional, sentenciaron estafa.

Años pasó don Marcelino buscando quien le creyera que la cueva de Altamira guardaba dibujos más viejos que la historia. No pudo encontrarlo. Las lupas de Europa se volvieron sobre él con el ceño fruncido. Por fin, cuando la ciencia se llevó un dedo a los labios, don Marcelino se quedó callado.

Tapó la entrada de la cueva con grandes piedras y no habló nunca más de bisontes echados sobre sus patas. Pero tampoco le duró la vida. Sentado en una mecedora, frente a la ventana, repartió su agonía entre el amarillo de los girasoles, el rojo de allá y los ojitos negros de María.

Más loco que viejo. Más triste que loco.

FIN