Cuento de Navidad

Cuento de Navidad

Guy de Maupassant

Fantásticos Miedo Navidad

Un día de frío invierno, en el que la nieve cubre toda la campiña, el herrero encontró un huevo al pie de un seto y se lo llevó a su mujer para cenar esa noche.

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Cuento de Navidad

El doctor Bonenfant hizo memoria, repitiendo en voz baja:

—¿Un recuerdo de Navidad…? ¿Un recuerdo de Navidad…? Y de repente, exclamó:

—¡Ah… sí! Tengo uno, y además muy raro; es una historia fantástica. ¡Presencié un milagro! Sí, señoras, un milagro, una Nochebuena.

Les sorprenderá que diga esto… yo, que no creo en casi nada. Y, sin embargo, ¡fui testigo de un milagro! Lo vi, sí, sí, lo vi con mis propios ojos.

¿Que si me sorprendió mucho? No, en absoluto; pues, aunque no comparta sus creencias religiosas, creo en la fe, y sé que mueve montañas. Podría citar muchos ejemplos; pero se enfadarían ustedes, y además correría el riesgo de que mi historia no les impresionara tanto.

Les confesaré antes de nada que lo que vi, aunque no lograra convertirme, me conmovió profundamente; procuraré contarles el hecho con sencillez, con la credulidad propia de un auvernés.

Yo era entonces médico rural y vivía en Rolleville, una pequeña población en mitad de Normandía.

Aquel año el invierno fue terrible. A finales de noviembre llegaron las primeras nieves después de una semana de heladas. Densas nubes, cada vez más cercanas, se amontonaban en el norte; y los blancos copos empezaron a caer.

En una noche toda la llanura quedó sepultada.

Las granjas, aisladas en sus corralones cuadrados, detrás de una cortina de gigantescos árboles espolvoreados de escarcha, parecían dormir bajo la acumulación de aquella espuma espesa y ligera.

Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solo los cuervos, en bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando alimento en vano, lanzándose al mismo tiempo sobre los campos lívidos y picoteando la nieve con sus enormes picos.

Solo se oía el deslizamiento tenue y continuo de aquel polvo helado que caía sin parar.

Aquello duró ocho días enteros; luego la avalancha cesó. La tierra estaba cubierta de un manto de casi dos metros de espesor.

Y, durante tres semanas, un cielo por el día claro como un cristal azul, y por la noche sembrado de estrellas que semejaban escarcha debido a las bajas temperaturas, se extendió sobre la capa uniforme, dura y reluciente de las nubes.

La llanura, los setos, los olmos de los cercados, todo parecía muerto, devastado por el frío. Ni los hombres, ni los animales salían al exterior; solo las chimeneas de las cabañas de blancos tejados revelaban la vida oculta, con las delgadas columnas de humo que ascendían rectas en el aire glacial.

De vez en cuando se oía el crujido de los árboles, como si sus troncos se quebraran bajo la corteza; y a veces una rama gruesa se desgajaba y caía: la invencible helada petrificaba la savia y rompía sus fibras.

Las casas, diseminadas aquí y allá por los campos, parecían estar a quinientos kilómetros las unas de la otras. Cada uno vivía como podía. Yo era el único que intentaba visitar a mis pacientes más cercanos, arriesgándome a quedar sepultado bajo el hielo en alguna hondonada.

Me di cuenta enseguida de que un terror misterioso se cernía sobre la región. Semejante azote, pensaban, no era natural. Algunos creían oír de noche voces, silbidos agudos, gritos pasajeros.

Esos gritos y silbidos procedían sin duda de las aves migratorias que viajaban en el crepúsculo, y que huían en masa hacia el sur. Pero no hay quien haga entrar en razón a la gente aterrorizada. Un miedo cerval invadía las conciencias, y se aguardaba algún suceso extraordinario.

La fragua del señor Vatinel estaba al final de la aldea de Épivent, junto al camino principal, ahora invisible y desierto. Pero, como no tenían pan, el herrero decidió acercarse al pueblo. Se quedó unas horas conversando en las seis casas que forman su núcleo; recogió el pan, varias noticias, y un poco de aquel temor que se extendía por la zona.

Y emprendió el regreso antes de que anocheciera.

De pronto, al bordear un seto, creyó ver un huevo en la nieve; sí, un huevo… depositado allí, tan blanco como el resto del mundo. Se agachó, y, en efecto, era un huevo. ¿De dónde había salido? ¿Qué gallina había podido salir del gallinero y poner un huevo en semejante sitio? El herrero se quedó muy sorprendido, no entendía nada; pero cogió el huevo y se lo llevó a su mujer.

—Toma este huevo que he encontrado en el camino.

Ella movió la cabeza:

—¿Un huevo en el camino? ¿Con este tiempo? ¡Estás borracho, seguro!

—¡Qué va, mujer! Estaba al pie de un seto, caliente aún… No se había congelado. Mira, me lo metí en el pecho para que no se enfriara. Lo cenarás hoy.

Lo echaron en la olla donde hervía la sopa; y el herrero empezó a contar lo que se decía en la comarca. La mujer escuchaba, pálida como la cera.

—Estoy segura de haber oído silbidos la otra noche, y parecían entrar por la chimenea.

Se sentaron a la mesa; primero tomaron la sopa, y después, mientras el marido untaba el pan con mantequilla, la mujer cogió el huevo y lo examinó con desconfianza.

—Y ¿si hubiera algo en su interior?

—Y ¿qué podría haber?

—Yo qué sé.

—Vamos, cómetelo, y deja de decir tonterías.

Ella rompió la cáscara. Era un huevo normal y corriente, y además muy fresco. Empezó a comerlo de lo más indecisa, probando un poco, dejándolo, volviendo a cogerlo. Su marido decía:

—¿Qué tal? ¿Está bueno?

Ella, sin responder, se lo tragó. Y acto seguido clavó en su marido unos ojos extraviados, despavoridos; levantó los brazos, se retorció y, entre fuertes convulsiones, cayó al suelo dando alaridos.

Pasó la noche presa de violentos espasmos y temblores, deformada por terribles convulsiones. El herrero no tuvo más remedio que atarla.

Ella gritaba sin parar, incansable:

—¡Lo tengo dentro! ¡Lo tengo dentro!

Me avisaron al día siguiente. Le receté todos los calmantes conocidos, pero ninguno dio resultado. Había perdido el juicio.

Con una rapidez asombrosa, a pesar de la gran nevada, la noticia, la extraña noticia, corrió de granja en granja: “¡La mujer del herrero está endemoniada!”. Y acudían de todas partes, sin atreverse a entrar en la casa; oían desde lejos sus espantosos gritos, tan fuertes que no parecían humanos.

Llamaron al cura del pueblo. Era un viejo sacerdote muy ingenuo. Se presentó con la sobrepelliz, como si fuera a dar la extremaunción, y, extendiendo las manos, pronunció las fórmulas del exorcismo mientras cuatro hombres sujetaban a la mujer, que echaba espumarajos y se retorcía en la cama.

Pero el espíritu no fue expulsado.

Y la Navidad llegó sin que cambiara el tiempo.

La víspera, por la mañana, recibí la visita del sacerdote.

—Me gustaría que esa desdichada —dijo— asistiera al oficio de esta noche.

Quizá Dios haga un milagro con ella a la misma hora en que Él nació de una mujer.

—Tiene usted razón, señor cura —le respondí—. Si a su espíritu le impresiona la ceremonia sagrada (y qué podría conmoverlo más), tal vez logre salvarse sin necesidad de otro remedio.

—Sé que no es creyente, doctor —murmuró el anciano sacerdote—, pero me ayudará, ¿verdad? ¿Se encargará usted de llevarla?

Yo le prometí mi ayuda.

Llegó la tarde, luego la noche; y la campana de la iglesia empezó a sonar, lanzando su voz lastimera a través del espacio sombrío, sobre la superficie blanca y helada de las nieves.

Figuras negras se acercaban lentamente, en pequeños grupos, obedeciendo al grito de bronce del campanario. La luna llena alumbraba con su tenue claridad todo el horizonte, volviendo más visible la pálida desolación de los campos.

Fui a la herrería con cuatro hombres corpulentos.

La endemoniada seguía dando alaridos, atada a la cama. La vistieron como es debido, a pesar de su violenta oposición, y se la llevaron.

La iglesia, iluminada y fría, estaba llena de gente; los cantores entonaban sus notas monótonas; el serpentón roncaba; la campanilla del monaguillo tintineaba, regulando el movimiento de los feligreses.

Encerré a la mujer y a sus guardianes en la cocina del presbiterio mientras esperaba el momento oportuno. Elegí justo el que sigue a la comunión. Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían recibido la eucaristía para aplacar el rigor de Dios. Reinaba un profundo silencio mientras el cura terminaba el misterio divino.

En cuanto di la orden, mis cuatro ayudantes abrieron la puerta y entraron con la demente.

Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces, el brillo del coro y el tabernáculo dorado, forcejeó con tanta violencia que estuvo a punto de escapar; sus gritos fueron tan agudos que un estremecimiento de horror recorrió la iglesia; todas las cabezas se alzaron; algunos huyeron.

Apenas tenía ya forma de mujer, crispada, retorcida, con el rostro descompuesto y la mirada enloquecida.

La arrastraron hasta las gradas del coro y luego la sujetaron con fuerza, acuclillada en el suelo.

El sacerdote se había puesto en pie; la esperaba. En cuanto la vio inmovilizada, cogió en sus manos la custodia ceñida por rayos de oro, con la hostia blanca en el centro, y, dando unos pasos, la elevó con ambos brazos extendidos por encima de su cabeza, presentándola a la mirada extraviada de la mujer demoníaca.

Ella seguía dando alaridos, con los ojos clavados en aquel objeto brillante. Y el cura estaba tan quieto como si fuera una estatua.

Y esto duró mucho tiempo.

La mujer parecía muerta de miedo, fascinada; contemplaba fijamente la custodia, presa aún de unos temblores espantosos, aunque pasajeros, y sin dejar de gritar, pero con una voz menos desgarradora.

Y esto duró un buen rato.

Era como si ella no pudiera bajar los ojos, que parecían clavados en la hostia; no hacía más que gemir; y su cuerpo en tensión perdía rigidez, se ablandaba. Todo el mundo estaba arrodillado, con la frente en el suelo. La endemoniada abría y cerraba los párpados, como si no pudiera soportar la visión de su Dios. Se había callado. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que tenía los ojos cerrados. Dormía el sueño de los sonámbulos, hipnotizada, mejor dicho, vencida por la contemplación persistente de la custodia de los rayos de oro, derrotada por el Cristo victorioso.

Se la llevaron, inerte, mientras el sacerdote subía de nuevo al altar.

Los feligreses, conmovidos, entonaron un Te Deum en acción de gracias.

Y la mujer del herrero durmió cuarenta horas seguidas, y se despertó sin recordar nada de la posesión ni del exorcismo.

Éste es, señoras, el milagro que presencié.

El doctor Bonenfant se calló, y añadió luego en tono contrariado:

—No he podido negarme a atestiguarlo por escrito.

FIN