Brown de Calaveras

Brown de Calaveras

Amor y amistad Aventuras Realista Viajes

El señor Brown siempre se gastaba el dinero en apuestas, hacía tres años que no veía a su mujer pero todo cambió con su llegada

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Brown de Calaveras

El tono suave de las conversaciones y la ausencia de humo de puros y de tacones de botas en las ventanillas de la diligencia de Wingdam revelaban que al menos un pasajero del interior era mujer. La propensión de algunos mirones a congregarse enfrente de las ventanillas en las paradas y cierta preocupación por el aspecto de abrigos, sombreros y cuellos indicaban además que era bonita. Desde el pescante, el señor Jack Hamlin advirtió todas estas cosas con una cínica sonrisa filosófica. No es que despreciara al otro sexo, sino que reconocía en él un elemento engañoso que a veces, por perseguirlo, alejaba a los humanos de los atractivos igualmente inciertos del póker, juego del que (es de destacar) el señor Hamlin era un exponente profesional.

Cuando apoyó su estrecha bota en la rueda y se apeó de un salto, ni siquiera miró por la ventanilla en la que aleteaba un velo verde, sino que se puso a andar displicentemente de un lado a otro con la indiferencia y la circunspección de los de su clase, tal vez la más semejante a la educada. Por su elegancia en el vestir y su porte discreto, contrastaba mucho con la inquietud febril y el alboroto de los demás pasajeros; me temo que incluso Bill Masters, licenciado de Harvard, tan desaliñado, tan inconteniblemente vital, tan aficionado a lo ilícito y a lo salvaje, con la boca siempre llena de galletas saladas y queso, parecía una figura prosaica al lado de este solitario calculador de probabilidades, con su pálido rostro griego y su severidad homérica.

El cochero anunció: «¡Viajeros, a bordo!» y el señor Hamlin volvió al carruaje. Con el pie apoyado en la rueda y mirando hacia la ventana abierta, se le aparecieron de pronto los ojos más bonitos del mundo. Se bajó de nuevo en silencio, dijo unas breves palabras a uno de los pasajeros del coche, hicieron un cambio de asientos y, discretamente, se sentó dentro. El señor Hamlin jamás consentía que su filosofía le impidiera actos concretos y decisivos.

Me temo que esta irrupción de Jack cohibió un tanto a los demás pasajeros, en particular a los que más deseaban congraciarse con la dama. Uno de ellos se inclinó hacia delante y, al parecer, puso en su conocimiento algo sobre la profesión del señor Hamlin en un solo epíteto. Lo que no sé decir es si el señor Hamlin lo oyó o si reconoció al informante: un distinguido jurista al que hacía unas noches había ganado varios miles de dólares. Su descolorido rostro no acusó reacción en ningún sentido; pasó la mirada, oscura, discreta y observadora, por encima del caballero y la posó en unas facciones mucho más gratas, las de su vecina. Se amparó en su estoicismo indio (heredado, según decían, por vía materna) hasta que las ruedas crujieron sobre la grava del río, en Scott’s Ferry, y la diligencia se detuvo en el hotel International para comer. El caballero jurista y un miembro del Congreso se apearon y se dispusieron a ayudar a la diosa a descender, en tanto el coronel Starbottle, de Siskiyou, se hacía cargo de la sombrilla y el chal. Este exceso de atenciones produjo unos momentos de confusión y el consiguiente retraso. Jack Hamlin abrió discretamente la portezuela opuesta del carruaje, tomó a la dama de la mano (con esa decisión y contundencia que tan bien sabe admirar una mujer vacilante e indecisa) y en un instante la depositó en el suelo con destreza y elegancia y la volvió a subir a la plataforma. Se oyó una risita en el pescante, me temo que del otro cínico, Yuba Bill, el cochero.

—No pierda de vista esos pertrechos, coronel —dijo el cochero con falso interés, mientras el coronel Starbottle, alicaído, cerraba la marcha de la triunfante procesión hacia la sala de espera.

El señor Hamlin no se quedó a comer. Ya le habían ensillado su montura, que lo estaba esperando. Pasó al vado al galope, subió la cuesta de guijarros y alcanzó el polvoriento camino de Wingdam como quien deja atrás un antojo desagradable. Los moradores de las polvorientas cabañas de la orilla del camino lo miraban poniéndose la mano por visera y lo reconocían por la montura; se preguntaban qué ventolera le habría dado a Jack el Comanche, aunque en realidad lo que más interesaba en aquella comunidad era la montura, pues la velocidad que había alcanzado la yegua de Pete el Francés cuando huía del sheriff de Calaveras había eclipsado el interés por el destino final de ese hombre tan digno.

La yegua gris sudaba a mares por los costados y eso lo devolvió a la realidad. Redujo la marcha, se desvió por un camino secundario que a veces servía de atajo y continuó al trote ligero, con las riendas sueltas entre las manos. El paisaje fue cambiando hasta hacerse completamente bucólico. En algunos claros entre bosquecillos de pinos y sicomoros se veían rudimentarios intentos de cultivo: una parra vigorosa trepaba por encima del porche de una cabaña y, en otra, una mujer acunaba a un niño de pecho debajo de un dosel de rosas. Un poco más adelante encontró a unos niños que jugaban sin pantalones en un riachuelo flanqueado de sauces y, entre bromas y veras, tanto los provocó en su estilo particular que se atrevieron a trepar a la silla por las patas del caballo, hasta que se vio obligado a fingir que se enfadaba y huyó después de repartir algunos besos y unas cuantas monedas. Después, adentrándose en el bosque, donde desaparecía todo rastro de seres humanos, empezó a cantar con una voz de tenor tan singularmente dulce, matizada con un patetismo tan tierno y subyugante que juraría que hasta los petirrojos y los pardillos se detuvieron a escuchar. El señor Hamlin no tenía la voz educada; el tema de la canción era una tontería sentimental que había aprendido de algún misntrel[15], pero había algo vibrante, algo misterioso en el tono y en la expresión que resultaba indeciblemente conmovedor. Lo cierto es que era digno de ver: este tahúr sentimental, con su mazo de cartas en el bolsillo y su revólver en la espalda, lanzando la voz por delante en el oscuro bosque para lamentarse de la «tumba de su Nelly» de una manera capaz de llenar los ojos de lágrimas a quien lo oyera. Un gavilán que acaba de dejar a su sexta víctima se quedó mirándolo con asombro (puede que reconociendo en el señor Hamlin a un espíritu hermano) y se vio obligado a confesar la superioridad del hombre. Aunque su capacidad depredadora era mayor, él no sabía cantar.

El señor Hamlin llegó nuevamente a la carretera principal sin acelerar ni retrasar la marcha. Zanjas y montones de grava, laderas de roca viva, tocones y troncos en putrefacción ocuparon el lugar de los bosques y las quebradas e indicaron la proximidad de la civilización. Después avistó el campanario de una iglesia y supo que había llegado a casa. Poco después ya estaba en la única y estrecha calle, que se perdía en un caos de regueros, zanjas y escombros al pie de la montaña; desmontó frente a las ventanas doradas del saloon Magnolia. Cruzó el salón principal del bar, abrió una puerta forrada de paño verde, entró en un pasillo oscuro, abrió otra puerta con una llave maestra y se encontró en una habitación poco iluminada, cuyos muebles, aunque elegantes y caros, tenían señales de maltrato. En la mesa taraceada que ocupaba el centro se veían manchas redondas ajenas al diseño original. Los bordados de los sillones estaban descoloridos y el diván de terciopelo verde en el que se tumbó tenía barro rojo de Wingdam en las patas.

El señor Hamlin no cantaba cuando estaba enjaulado. Se quedó tumbado mirando un cuadro de muchos colores que representaba a un ser joven de opulentos encantos. En ese momento se le ocurrió por primera vez que nunca había visto a esa clase de mujer exactamente y que, si la viera, seguramente no se enamoraría de ella. Seguramente prefería otro estilo de belleza. Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Sin levantarse, tiró de una cuerda que, por lo visto, descorría el cerrojo, porque la puerta se abrió y entró un hombre.

El recién llegado era robusto, ancho de hombros, aunque el rostro no reflejaba vigor, sino que, siendo bien parecido, resultaba singularmente débil y desfigurado por la vida disoluta. Además parecía estar bajo los efectos del alcohol, porque se sobresaltó al ver al señor Hamlin.

—Creía que estaba Kate aquí —dijo con voz entrecortada, y parecía confuso y cohibido.

El señor Hamlin sonrió de la misma forma que en la diligencia de Wingdam y se sentó en el diván, bastante repuesto y listo para los negocios.

—No has llegado en la diligencia —continuó el recién llegado—, ¿verdad?

—No —dijo Hamlin—, me apeé en Scott’s Ferry. Todavía tardará media hora en llegar. Pero ¿qué tal van las cosas, Brown?

—Pues…, mal —dijo Brown, con una súbita expresión de debilidad y desesperanza—; me han desplumado otra vez, Jack —continuó en un tono quejumbroso que contrastaba lastimosamente con su fornida figura—, ¿puedes prestarme cien hasta la limpieza de mañana? Es que tengo que mandarle algo a la costilla y… tú me has ganado esa cantidad veinte veces.

Tal vez la conclusión no fue completamente lógica, pero Jack lo pasó por alto y le dio lo que le pedía.

—El cuento de la costilla está muy visto, Brown —añadió a modo de comentario—. ¿Por qué no dices que quieres ganar dinero fácil otra vez apostando al faraón[16]? ¡Sabes perfectamente que no estás casado!

—La verdad —dijo Brown, serio de pronto, como si el mero contacto del dinero en la palma de la mano le hubiera otorgado dignidad— es que tengo mujer… y muy buena, maldita sea, a decir verdad, en otro estado. Hace tres años que no la veo y uno que no le escribo. Cuando la cosa esté encarrilada y seamos los amos del tinglado mandaré a buscarla.

—Y ¿Kate? —inquirió el señor Hamlin con la misma sonrisa de antes.

El señor Brown de Calaveras intentó mirarlo con superioridad para disimular la confusión pero, entre la debilidad de sus facciones y los vapores del whisky, no le salió bien, y dijo:

—Maldita sea, Jack, uno necesita un poco de libertad, ya sabes. Pero, a ver, ¿qué me dices a una partida? Demuéstrame cómo se doblan estos cien.

Jack Hamlin miró con curiosidad a su necio amigo. Tal vez supiera que estaba predestinado a perder el dinero y prefirió que terminara otra vez en sus arcas, en vez de en las de otro. Hizo un gesto de asentimiento y acercó una silla a la mesa. En ese momento llamaron a la puerta.

—Es Kate —dijo el señor Brown.

El señor Hamlin descorrió el cerrojo y la puerta se abrió. Y, por primera vez en su vida, le temblaron las rodillas, perdió el aplomo y se avergonzó, y por primera vez en su vida la sangre caliente le sonrojó las pálidas mejillas y la frente. Porque tenía ante sí a la dama a la que había ayudado en la diligencia, y a la que Brown, soltando las cartas con una carcajada histérica, saludó de esta forma:

—¡Rayos y truenos! ¡Mi querida costilla!

Dicen que la señora Brown rompió a llorar y a hacer reproches a su marido. Yo la vi en Marysville en 1857 y no lo creo. Y la semana siguiente, el Wingdam Chronicle publicaba el titular «Reencuentro emocionante» y a continuación decía: «La semana pasada ocurrió en nuestra ciudad uno de esos incidentes hermosos y conmovedores tan característicos de la vida en California. La mujer de uno de los pioneros eminentes de Wingdam, cansada de la afectación de la vida en el este y de su inhóspito clima, decidió reunirse con su noble marido en estas playas doradas. Sin informarle de sus intenciones, emprendió el largo viaje y llegó la semana pasada. Es fácil imaginarse la alegría del marido, más fácil que contarla con palabras. Según dicen, fue un reencuentro sumamente emotivo. Confiemos en que cunda el ejemplo».

A partir de entonces, la suerte del señor Brown mejoró de día en día, no se sabe si por la influencia de la señora Brown o gracias a algunas especulaciones acertadas. Se decía que había comprado una participación en la explotación Nip and Tuck con dinero que había ganado al póker en una o dos semanas después de la llegada de su mujer, un rumor que, según su propia teoría, no podía ser cierto porque se lo había proporcionado el señor Hamlin cuando él renunció a seguir jugando. Construyó y amuebló la Casa Wingdam, que siempre estaba al completo gracias a la gran aceptación que había tenido la bonita señora Brown. Fue elegido para la Asamblea y hacía donativos generosos a las iglesias. Pusieron su nombre a una calle del pueblo.

No obstante, era evidente que, a medida que prosperaba y se enriquecía, más pálido y agobiado estaba. Cuanto mayor era el éxito de su mujer, más inquieto e impaciente se volvía. Era el más devoto de los maridos y, al mismo tiempo, sentía unos celos absurdos. Se rumoreaba maliciosamente que no se entrometía en la libertad social de su mujer porque la primera y única vez que intentó cortarle las alas, ella había reaccionado tan enérgicamente que lo aterrorizó y le cerró la boca para siempre. Gran parte de estos rumores provenía de otras de su propio sexo a las que había desplazado como objeto de las atenciones de los caballeros de Wingdam, que, como casi siempre en estos casos de caballerosidad popular, admiraban únicamente el poder, tanto el de la fuerza masculina como el de la belleza femenina. Conviene recordar aquí, en descargo de la señora Brown, que desde el primer momento se convirtió involuntariamente en sacerdotisa de un culto mitológico, no menos ennoblecedor quizá para su condición femenina que el que distinguía a una antigua democracia griega. Creo que Brown tenía una idea muy somera de esta circunstancia. Pero su único confidente era Jack Hamlin, cuya infausta reputación impedía, como es lógico, que fuera amigo de la familia y que, por tanto, no iba a su casa de visita.

Era mediados de verano, la luna iluminaba la noche. La señora Brown, toda sonrosada, bonita, con sus grandes ojos, se había sentado en la plaza a disfrutar del aire fresco de la montaña, y es de temer que también de otro aire no tan fresco ni inocente. A su lado se hallaban el coronel Starbottle, el juez Boompointer y un elemento nuevo de su séquito, una adquisición de última hora en forma de turista forastero. La señora estaba de buen humor.

—¿Qué mira al final de la calle? —preguntó el galante coronel, que llevaba unos minutos observando que la señora Brown tenía la atención puesta en otra cosa.

—El polvo —dijo ella con un suspiro—. El rebaño de ovejas de la hermana Anne, nada más[17].

Las referencias literarias del coronel no llegaban más allá del periódico de la semana anterior, así que, con un sentido más práctico, respondió:

—No son ovejas, es un jinete. Juez, ¿no es la yegua gris de Jack Hamlin?

Pero el juez no lo sabía y, cuando la señora Brown dijo que el aire se estaba poniendo muy frío, entraron al salón.

El señor Brown se encontraba en el establo, adonde solía retirarse después de cenar. Tal vez lo hacía como gesto de desprecio por los acompañantes de su mujer o tal vez, como otros de naturaleza débil, hallaba solaz en ejercer un poder absoluto sobre animales inferiores. Le resultaba gratificante domar una yegua de color castaño, a la que podía golpear o acariciar a su gusto, cosa que no podía hacer con la señora Brown. Y entonces reconoció a cierto animal gris que acababa de llegar y, mirando un poco más allá, descubrió al jinete. Brown lo saludó con alegría y cordialidad; el señor Hamlin respondió con cierta frialdad. Pero, a petición del señor Brown, subió con él por unas escaleras de la parte de atrás hasta un corredor estrecho y de ahí, a una habitación pequeña que daba al corral. Estaba completamente amueblada: una cama, una mesa, unas cuantas sillas y unos anaqueles para armas y látigos.

—Esta es mi casa, Jack —dijo Brown con un suspiro; se tiró en la cama e hizo seña a su compañero de que se sentara en una silla—. Ella tiene sus habitaciones en la otra punta de la casa. Hace más de seis meses que vivimos separados, ni siquiera nos vemos, solo a la hora de comer. ¡Qué mal asunto para un cabeza de familia! ¿No te parece? —dijo, riéndose forzadamente—. Pero me alegro de verte, Jack, me alegro mucho, maldita sea.

Y, estirando el brazo desde la cama, le dio otro apretón de manos, al que Jack Hamlin no respondió.

—Te he traído aquí porque no quería hablar en el establo; aunque, en realidad, ya lo sabe todo el pueblo. No enciendas la vela. Podemos hablar a la luz de la luna. Pon los pies en la ventana y siéntate a mi lado. Hay whisky en esa botella.

El señor Hamlin no aprovechó esa información. Brown de Calaveras siguió hablando con la cara vuelta hacia la pared.

—Si no la quisiera, Jack, me daría igual. Pero es que la quiero y tengo que verla un día tras otro haciendo todas esas cosas sin que nadie le ponga freno; ¡eso es lo que me mata! Pero me alegro de verte, Jack, me alegro mucho, maldita sea.

Tanteó en la oscuridad hasta que encontró la mano de su amigo y se la estrechó una vez más. No se la habría soltado, pero Jack la retiró y la metió entre los botones de la chaqueta que llevaba; con apatía, le preguntó:

—¿Desde cuándo pasa esto?

—Desde que llegó; desde el día en que entró en el Magnolia. Yo era un idiota entonces, Jack, y ahora también, pero no sabía lo mucho que la quería hasta aquel momento. Pero ella no es la misma desde entonces. Y la cosa no acaba ahí, por eso tenía ganas de verte y me alegro tanto de que hayas venido. No es que ya no me quiera, no es que tontee con todo el que se le acerca, porque tal vez me jugué su amor como hice en el Magnolia con todo lo que tenía; y es posible que tontear sea natural en algunas mujeres, aunque eso no hace mucho daño, salvo a los tontos. Pero, Jack, creo… creo que se ha enamorado de otro. No te muevas, Jack, no te muevas; si la pistola te hace daño, quítatela. Hace ya más de seis meses que parece que lo pasa mal, que está sola y como nerviosa y asustada, y he visto que a veces me mira con timidez y compasión. Y escribe a alguien. Hace una semana que ha empezado a recoger sus cosas, adornos, cintas, joyas, y, Jack, me parece que piensa irse. Eso sí que no lo soportaría… que se marchara furtivamente como un ladrón…

Escondió la cara en la almohada y hubo un momento de silencio; solo se oía el tictac del reloj de la repisa de la chimenea. El señor Hamlin encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, que estaba abierta. La luna ya no entraba en la habitación y la cama y su ocupante quedaban en la sombra.

—¿Qué hago, Jack? —dijo la voz de la oscuridad.

La respuesta llegó enseguida, claramente, desde la ventana.

—Descubre quién es ese hombre y mátalo en el acto.

—Pero, Jack…

—¡Él se ha arriesgado!

—Pero ¿crees que esto me la devolvería?

Jack no respondió, pero se quitó de la ventana y fue hacia la puerta.

—No te vayas todavía, Jack; enciende la vela y siéntate a la mesa. Verte al menos me consuela.

Jack vaciló, pero al final le hizo caso. Sacó un mazo de cartas del bolsillo y se puso a barajarlas mirando a la cama. Pero Brown miraba a la pared. Después de barajarlas, cortó y puso una en el otro lado de la mesa, el de la cama, y otra en el suyo. La primera era un dos; la suya, un rey. Volvió a barajar y a cortar. Esta vez, el «muerto» sacó una reina y él, un cuatro. Jack se entusiasmó la tercera vez. Nuevamente su adversario sacó un dos y él, un rey.

—Dos de tres —dijo Jack en voz alta.

—¿A qué te refieres, Jack? —preguntó Brown.

—A nada.

Después probó con los dados, pero él siempre sacaba seises y su oponente imaginario, ases. A veces es confusa la fuerza de la costumbre.

Entretanto, el magnetismo de la presencia del señor Hamlin o el efecto analgésico del alcohol, o ambas cosas a la vez, enjugaron las penas de Brown y el hombre se durmió. El señor Hamlin acercó la silla a la ventana y miró más allá del corral, hacia el pueblo de Wingdam, que dormía pacíficamente: los duros contornos, suavizados y difuminados; los colores cegadores, atenuados y sobrios a la luz de la luna que todo lo bañaba. Oyó en el silencio el gorgoteo del agua de los regueros y los suspiros de los pinos del otro lado del monte. Después miró al cielo y, en ese instante, una estrella cruzó el firmamento parpadeante. Y después otra… y otra más. Este fenómeno le hizo pensar en un nuevo augurio. Si en los quince minutos siguiente caía otra… Se sentó con el reloj en la mano y estuvo el doble de tiempo, pero el fenómeno no se repitió.

El reloj dio las dos y Brown seguía durmiendo. El señor Hamlin se acercó a la mesa, sacó una carta del bolsillo y la leyó a la luz trémula de la vela. Solo había un renglón escrito a lápiz, con letra de mujer:

Estate en el corral con la calesa a las tres.

El durmiente se movió con inquietud y se despertó.

—¿Estás ahí, Jack?

—Sí.

—No te vayas todavía. Acabo de tener un sueño… He soñado con los viejos tiempos. Creía que me casaba otra vez con Sue y que el cura era… ¿Quién crees que era el cura, Jack? ¡Tú!

El jugador se echó a reír y se sentó en la cama con el papel todavía en la mano.

—Es una buena señal, ¿no te parece? —dijo Brown.

—Seguro. Oye, amigo mío, ¿no sería mejor que te levantaras?

El «amigo», al oírse interpelado con tanto cariño, se levantó con la ayuda de la mano que le tendía Jack.

—¿Fumas?

Brown cogió mecánicamente el puro que le ofreció.

—¿Fuego?

Jack había arrugado el papel en forma de espiral, lo encendió y le dio fuego a su compañero. No lo soltó hasta que se consumió del todo, y lo tiró por la ventana como una estrella luminosa. Se quedó mirándolo hasta que llegó al suelo y después volvió con su amigo.

—Amigo mío —dijo, poniéndole las manos en los hombros—, dentro de diez minutos estaré en la carretera y me habré ido como esa chispa. No volveremos a vernos, pero antes de que me vaya, acepta el consejo de un idiota: vende todo lo que tienes, llévate a tu mujer y largaos del país. Este no es lugar para ti ni para ella. Dile que tenéis que iros, oblígala si no quiere. No llores porque no puedes ser un santo; ella tampoco es un ángel. Sé un hombre y trátala como a una mujer. No seas idiota, m… sea. Adiós.

Se puso fuera del alcance de Brown y bajó las escaleras saltando como un corzo. En la puerta del establo, agarró al mozo por el cuello y lo puso contra la pared.

—Ensíllame el caballo en dos minutos o te… —La elipsis lo dijo todo.

—La señora dijo que se iba a llevar usted la calesa —dijo el hombre, tartamudeando.

—¡A la m… la calesa!

El mozo, asombrado, ensilló el caballo tan rápido como el temblor de las manos le permitió manejar la cincha y las hebillas.

—¿Sucede algo, señor Hamlin? —preguntó el hombre, que, como todos los de su clase, admiraba el estilo de su feroz patrón y se preocupaba sinceramente por su bienestar.

—¡Aparta!

El hombre se retiró. Con un juramento, un brinco y ruido de cascos, Jack se plantó en la calle. Un momento después, los ojos adormilados del mozo solo veían una nube de polvo que se movía a lo lejos, hacia allí donde una estrella que acababa de soltarse de sus hermanas trazaba una línea de fuego.

Pero, aquella mañana temprano, los que vivían en las cercanías del puesto de portazgo de Wingdam, a kilómetros de distancia, oyeron una voz pura como la de la alondra cantando en los campos. Los que dormían se dieron la vuelta en su rústica yacija y soñaron con la juventud, el amor y los tiempos pasados. Los hombres de rostro recio y los ansiosos buscadores de oro, que ya estaban trabajando, dejaron la labor y, apoyados en la pala, oyeron a un vagabundo romántico que se alejaba al paso hacia la rosada aurora.

FIN