Bobok

Bobok

Fiódor Dostoyevski

Divertidos Fantásticos Humor

Salió de la iglesia durante la misa del entierro, se tumbó en una piedra de mármol y escuchó una larga conversación que los difuntos tenían entre si

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Bobok

En esta ocasión introduzco las «Anotaciones de un individuo». No soy yo; sino otra persona completamente diferente. Creo que no es necesario ningún otro prefacio.

Anotaciones de un individuo

Hace tres días Semión Ardaliónovich me dijo:

—Pero ¿llegará el día en que te veamos sobrio, Iván Iványch? ¡Dímelo, por el amor de Dios!

Extraña exigencia. No me ofendo, soy una persona tímida; y, sin embargo, he aquí que me han convertido en un loco. Un pintor me hizo un retrato por pura casualidad: «Ante todo, eres un literato», me dijo. Yo me presté a ello y él lo expuso. Después pude leer: «Dense prisa para contemplar este rostro enfermizo, cercano a la locura».

Pase que así sea, pero ¿para qué había de publicarlo? Para publicar algo habría que poner de relieve lo noble, mostrar ideales, mientras que aquí…

Si quería decir algo, podía hacerlo indirectamente, para eso está el estilo. Pero no, no quiere lanzar indirectas. Actualmente están desapareciendo el humor y el estilo, y las blasfemias han pasado a ocupar el lugar de las agudezas. Dios sabe que no soy un gran literato como para volverme loco por eso. Escribí un relato y no me lo publicaron. Escribí un artículo y lo rechazaron. Ya llevé yo a muchas editoriales artículos de este tipo, y en todas me los rechazaron. «Les falta sal», me dijeron.

—Pero ¿de qué sal se trata? —pregunté irónico—. ¿Sal ática?

Ni siquiera lo comprendieron. A lo que más me dedico es a traducir del francés para los libreros. También redacto anuncios para los comerciantes, tales como: «¡Extraordinario! Té rojo de plantación propia…». Por un panegírico a Su Excelencia, el difunto Piotr Matvéich, cobré una buena cantidad. Por encargo de un librero compuse El arte de gustar a las mujeres. Así, a lo largo de mi vida habré escrito yo unos seis libros de ese tipo. Quisiera reunir algunos bons mots de Voltaire, pero temo que les pueda parecer insulso a nuestros literatos. ¡Qué Voltaire! ¡Hoy día hacen falta garrotes en lugar de Voltaire! ¡Si se han pegado hasta romperse los dientes los unos a los otros! Y he aquí toda mi creación literaria. Sin mencionar que envío desinteresadamente cartas a las editoriales con mi propia firma. Les doy todo tipo de exhortaciones y consejos, hago críticas y les indico la dirección que deben seguir. La semana pasada mandé una carta que hacía el número cuarenta en dos años; solo en sellos me gasté cuatro rublos. Lo que pasa es que tengo un carácter detestable.

Creo que el pintor no me retrató por mi vínculo literario, sino por las dos verrugas simétricas que tengo en la frente: es decir, todo un fenómeno. Como carecen de ideas, se lucen con los fenómenos. ¡Y hay que ver lo bien que le quedaron mis dos verrugas en el retrato! ¡Parecen vivas! A eso llaman ellos realismo.

Y en cuanto a la locura, aquí el año pasado declararon locos a muchos. Y con qué estilo lo defendían, alegando: «Ante un talento tan extraordinario… esto es lo que finalmente ha sucedido… por lo demás, ya era de prever hace tiempo…». Y esto todavía tiene mucha picardía, pues desde el punto de vista del arte puro incluso merece una alabanza, mientras que aquellos otros ni siquiera se han vuelto más inteligentes. Eso es, aquí le vuelven loco a uno, pero todavía no han convertido a nadie en más inteligente.

En mi opinión, el más inteligente es aquel que se llama a sí mismo «tonto», aunque solo sea una vez al mes; ¡una habilidad desconocida hasta ahora! Al menos antes, el estúpido, aunque solo fuera una vez al año, se reconocía como tal, pero ahora, ni hablar. Y hasta tal punto se confundieron las cosas que ya no puedes distinguir a un estúpido de un tonto. Eso lo hicieron ellos a propósito.

Me viene a la memoria una agudeza española, de hace ya dos siglos y medio, cuando los franceses construyeron su primer manicomio: «Encerraron allí a todos sus idiotas para convencerse de que ellos mismos eran inteligentes». Pero la verdad es que encerrando a otro en un manicomio no demostrarás tu propia inteligencia. «K* se volvió loco, lo que significa que ahora nosotros somos inteligentes». ¡Pero no, no es así!

¡Además, al demonio…! ¡Qué hago yo disertando aquí sobre mi inteligencia: no hago más que gruñir y gruñir! Hasta he hartado a la sirvienta. Ayer vino a verme un compañero y me dijo que a mí me estaba «cambiando el estilo, se está haciendo más entrecortado. Cortas y cortas; las oraciones están repletas de cuñas, después de la cuña, vas y pones otra cuña, a continuación algo entre paréntesis, y después nuevamente cortas y cortas…».

El compañero tenía razón. Algo extraño me está sucediendo. Me está cambiando el carácter y me duele la cabeza. Empiezo a ver y oír cosas extrañas. Y ya no es que sean voces, sino como si alguien que estuviera cerca de mí me susurrara: «¡Bobok, bobok, bobok!».

Y ¿qué es eso de bobok? Necesito distraerme.

Pensaba distraerme un poco y caí en un entierro. Era un pariente lejano. De todos modos, se trataba de un consejero colegial. La viuda, cinco hijas, todas solteras. ¡Cuánto gastaría solo en zapatos! El difunto ganaba dinero, pero ahora solo les queda una pequeña pensión. Tendrán que apretarse el cinturón. A mí siempre me recibían con desgana. Y tampoco habría ido ahora, de no haber sido un caso excepcional. Los acompañé hasta el cementerio junto con los demás; pero se apartaban de mí y son altaneros. A decir verdad, mi uniforme está en mal estado. Creo que hace ya veinticinco años que no visitaba un cementerio. ¡Vaya un lugar!

Para empezar, el ambiente. Llegaron como unos quince cadáveres. De distintas categorías; hasta hubo dos catafalcos: para un general y no sé qué señora. Había muchos rostros apesadumbrados, aflicción fingida, y mucha alegría sincera. El clero no puede quejarse: tiene sus beneficios. Pero el ambiente, el ambiente… No me gustaría estar aquí oficiando de clérigo.

Me acercaba a ver los rostros de los difuntos con sumo cuidado, inseguro de mi impresionabilidad. Hay expresiones suaves, y las hay desagradables. Por lo general, las sonrisas no estaban bien logradas, especialmente las de algunos. No me gustan; luego sueño con ellos.

Durante la misa salí de la iglesia para respirar un poco el aire; el día era grisáceo, pero seco. También hacía frío; hay que tener en cuenta que estamos en octubre. Me di una vuelta entre las sepulturas. De distintas categorías. La de tercera clase cuesta treinta rublos: es decente y no es tan costosa. Las dos primeras se ofician en la iglesia, bajo el atrio. Pero resulta excesivo. En aquella ocasión enterraban a unas seis personas en tercera categoría, entre ellos un general y su esposa.

Eché un vistazo a las fosas: ¡qué horror!; ¡había agua, y qué agua! ¡Absolutamente verde! Bueno… ¡qué más da! A cada minuto, el sepulturero la vaciaba con un achicador. Mientras se oficiaba la misa, me salí afuera para deambular un poco detrás de la valla. Ahora hay un hospicio y, un poco más allá, incluso un restaurante. Y no está mal, hasta puedes tomar un aperitivo. Estaba a rebosar de acompañantes. Observé que había entre ellos mucha alegría y animación sincera. Tomé un tentempié y bebí un poco.

A continuación participé personalmente en llevar el féretro desde la iglesia hasta la fosa. Y ¿por qué será que los difuntos pesan tanto en los féretros? Dicen que por algún tipo de inercia el cuerpo ya no puede dominarse a sí mismo… o alguna absurdez de ese tipo; contradice la mecánica y el sentido común. No soporto cuando la gente que solo posee nociones generales se pone a discurrir sobre cuestiones específicas; y aquí los tenemos por doquier. Los civiles gustan de juzgar sobre las cuestiones militares e incluso acerca de los mariscales de campo, y la gente con formación de ingeniería habla más de la filosofía y la economía política.

No fui al banquete fúnebre. Estoy orgulloso de ello, y si en verdad me invitan por una extrema necesidad, ¿por qué había de asistir a sus comidas, aunque fueran fúnebres? Lo único que no llego a comprender es por qué me quedé en el cementerio; me senté al pie de una estatua y, dadas las circunstancias, me quedé pensando.

Comencé por la exposición de Moscú y terminé con el asombro, es decir, el asombro como tema. Y he aquí lo que deduje sobre «el asombro»:

«Lógicamente asombrarse por todo es absurdo, mientras que no asombrarse por nada es bastante más bello y por alguna razón se reconoce como rasgo de buen gusto. Pero difícilmente puede ser así en realidad. En mi opinión, no asombrarse por nada es bastante más estúpido que asombrarse por todo. Al margen de esto: no asombrarse ante nada viene a ser lo mismo que no respetar nada. Además, un estúpido no sabe respetar».

—Sí: yo ante todo deseo respetar. Ansío respetar —me dijo un día un conocido.

¡Desea respetar! ¡Dios mío, pensé yo, qué sería de ti si se te ocurriera ahora publicarlo!

Y en aquel momento me perdí en mis reflexiones. No me gusta leer las inscripciones de las lápidas; siempre viene a ser lo mismo. En la lápida que estaba cerca de mí, había un bocadillo sin terminar: es absurdo y no es el lugar más adecuado. Lo tiré a la tierra, pues no era pan, sino un bocadillo. Porque echar migas de pan sobre la tierra parece que no constituye un pecado; el pecado es echarlo al suelo. Debo comprobarlo en el calendario de Suvorin.

Es de suponer que estuve sentado mucho rato, e incluso demasiado; es más, me tumbé sobre una larga piedra de mármol en forma de ataúd. Y ¿cómo ocurrió que de pronto empecé a oír voces? Al principio no les presté atención y me porté despectivamente. Sin embargo, la conversación continuaba. Oí unos sonidos sordos, como si las bocas estuvieran tapadas con almohadas; principalmente se trataba de unas voces claras que procedían de muy cerca. Me despejé, me senté y me puse a escucharlas atentamente.

—Su Excelencia, eso no puede ser de ninguna de las maneras. Ha anunciado usted un juego, voy yo y juego, y me viene usted con un as de picas. Deberíamos habernos puesto de acuerdo antes respecto a los ases.

—¿Para qué jugar de memoria? ¿Dónde está el atractivo?

—No es posible, Su Excelencia, sin un mínimo de garantía no es posible de ninguna de las maneras. Solo podría hacerse con un comodín y de una sola tirada.

—Pero aquí no encontraremos un comodín.

¡Qué términos más insolentes! Me resultó extraño e inesperado. Una de las voces parecía muy importante y de una persona respetable, la otra, algo almibarada. No me lo habría creído de no haberlo oído yo mismo. Creo que no asistí a los funerales. Y, sin embargo, ¿cómo es que aquí se jugaba a la préférence, y de qué general se trataba? Pero no cabía duda alguna de que lo que se oía procedía de debajo de las lápidas. Me incliné ante el monumento y leí la siguiente inscripción:

«Aquí yace el cuerpo del general-mayor Pervoiédov… Caballero de tal y tal Orden». ¡Hum! «Fallecido en agosto de tal año a los cincuenta y siete años de edad… Descansa en paz, querido, hasta el día de la resurrección».

¡Hum! ¡Al demonio, en realidad se trataba de un general! En la otra tumba, de la que procedía la voz lisonjera, aún no habían puesto el monumento; y solo había una lápida; debía de ser uno de los novatos. Por la voz se notaba que se trataba de un consejero de corte.

—¡Ja, ja, ja! —se oyó una voz completamente nueva, a unas cinco sázhenas del lugar donde se hallaba el general, y desde una tumba completamente reciente; era una voz masculina y de gente sencilla, pero debilitada por el tono piadoso y enternecido.

—¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, de nuevo tiene hipo! —se oyó de pronto una voz escrupulosa y altanera de una dama irritada; parecía de la alta sociedad—. ¡Vaya un castigo el de estar junto a este tendero!

—No he tenido hipo alguno, y no tomé nada, sino que mi naturaleza es así. Y a pesar de todo, señora, no puede usted calmarse debido a sus propios caprichos…

—Entonces ¿por qué yace aquí?

—Fueron mi mujer y mis hijos pequeños quienes me colocaron aquí, y no yo, los que eligieron el lugar donde yazco. ¡Misterios de la muerte! Por mí, no me habría colocado a su lado ni por todo el oro del mundo. Si estoy aquí es gracias a mi propio capital, teniendo en cuenta el precio. Porque eso es algo que siempre nos podemos permitir; pagarnos una sepultura de tercera clase.

—¿Qué, ha ahorrado timando a la gente?

—¿Cómo iba a engañar a la señora, si ya desde el mes de enero no hemos tenido ingreso alguno por su parte? Tenemos en la tienda una cuenta a su nombre.

—Pues ¡eso es absurdo! ¡Aquí, en mi opinión, buscar deudas es una estupidez! Vaya arriba. Y pregúntele a mi sobrina, que es mi heredera.

—Pero ¿dónde voy yo ahora a preguntar, y adónde me dirijo? Los dos hemos llegado a nuestro límite y estamos a la par en pecados ante el juicio final.

—¡En pecados! —le remedó con desprecio y burlonamente la difunta—. ¡Y no se atreva a dirigirme más la palabra!

—¡Ja, ja, ja!

—Y, sin embargo, ¿se ha dado cuenta Su Excelencia de cómo el tendero hace caso a la señora?

—¿Y por qué no había de hacérselo?

—Pero si está claro, Su Excelencia, porque aquí reina otro orden de cosas.

—¿Qué otro orden de cosas?

—Pues que nosotros, por decirlo de algún modo, estamos muertos, Su Excelencia.

—¡Ah, pues sí! De todos modos, hay un orden…

¡Lo que faltaba! ¡He de reconocer que me he tranquilizado! Pues si aquí se ha llegado a esto, ¿qué podría decirse del piso de arriba? Pero ¡qué cosas pasan! De todos modos, continué escuchando, aunque bastante indignado.

—¡No, pero si yo podría estar vivo! ¡No… yo! ¿Saben…? ¡Podría estar vivo! —se oyó de pronto la voz de alguien, en un lugar situado entre el general y la señora que estaba irritada.

—¿Lo oye, Su Excelencia? A este otra vez le ha dado con lo mismo. Puede estarse callado durante tres días, y de pronto va y suelta: «¡Oh, no, pero si yo podría estar vivo!». Y ¿sabe? Lo dice con tanto ímpetu, ¡ji, ji, ji!

—¡Y con qué premura!

—Le afecta todo, Su Excelencia. Se va quedando dormido, completamente dormido (¡si lleva aquí desde el mes de abril!), y de pronto va y suelta: «¡Pero si yo podría estar vivo!».

—Y sin embargo, esto es aburrido —señaló Su Excelencia.

—Es aburrido, Su Excelencia, pero ¿acaso habremos de irritar de nuevo a Avdotia Ignátievna? ¡Ji, ji, ji!

—Claro que no, le ruego que me libre de ella. No soporto a esa vocinglera provocativa.

—Pues yo, por mi parte, no les soporto a ninguno de los dos —respondió despectivamente la vocinglera—. Los dos son de lo más aburrido y no saben decir nada que resulte ideal. Y sobre usted, Su Excelencia: por favor, no se ufane tanto, pues me sé una historia acerca de usted, de cómo un lacayo le sacó a escobazos de debajo de la cama de un matrimonio.

—¡Qué mujer más desagradable! —refunfuñó entre dientes el general.

—Madrecita, Avdotia Ignátievna —aulló de pronto el tendero—, señora mía, dime, sin guardarme rencor, ¿acaso estoy en el purgatorio, o está ocurriendo algo diferente…?

—¡Vaya! ¡Otra vez! Lo presentía, me vino su aliento y era porque se daba la vuelta.

—No me estoy dando vueltas, madrecita, y no desprendo ningún olor especial, porque todavía me conservo íntegro en todo mi cuerpo, mientras que usted, señora mía, sí que está afectada, pues su olor resulta insoportable incluso para el lugar en que nos encontramos. Y si me callo es por educación.

—¡Oh, qué desagradable ofensor! ¡Él sí que apesta, y me lo dice a mí!

—¡Ja, ja, ja, ja! A ver si llegan cuanto antes nuestros sorokovinki: ¡oiré sus voces de llanto, el sollozo de la esposa y el silencioso lloriqueo de los niños…!

—Mira de lo que se lamenta: se llenarán las barrigas de kutia y se marcharán. ¡Oh, si al menos alguien se despertara!

—Avdotia Ignátievna —dijo el funcionario lisonjero—… Espérese un momentito, que los nuevos no tardarán en hablar.

—¿Hay gente joven entre nosotros?

—También los hay jóvenes, Avdotia Ignátievna. Incluso adolescentes.

—¡Oh, qué a propósito vienen!

—¿Y qué, no han empezado aún? —se informó Su Excelencia.

—Los que trajeron hace tres días ni siquiera han despertado, Su Excelencia, y usted mismo lo sabe, que a veces están callados durante toda una semana. Está bien que a los de ayer, anteayer y hoy, los trajeron de golpe a todos. Ya que alrededor de nosotros, y hasta unas diez sázhenas, nos rodean prácticamente todos los del año pasado.

—Sí, es interesante.

—Pues, hoy, Su Excelencia, han enterrado al mismísimo consejero privado Tarásovich. Lo reconocí por las voces. Conozco a su sobrino, que ayudó a bajar el ataúd.

—¡Hum! Y ¿dónde está?

—Pues a unos cinco pasos de usted, Su Excelencia, hacia la izquierda. Está casi a sus pies… Podían ustedes presentarse, Su Excelencia.

—¡Hum! Pues no… no voy a ser yo el primero.

—Si empezará él mismo, Su Excelencia. Hasta estaría orgulloso, déjelo de mi mano, Su Excelencia, y yo…

—¡Ay, ay, ay! Pero ¿qué es lo que me ocurre? —se quejó de pronto una voz nueva y asustada.

—¡Es el nuevo, Su Excelencia! ¡El nuevo, gracias a Dios! ¡Y qué pronto ha hablado! En otras ocasiones están callados hasta toda una semana.

—¡Oh, si parece un hombre joven! —lanzó un gritito Avdotia Ignátievna.

—¡Yo… yo… yo estoy aquí por una complicación que me surgió y que se me presentó así de pronto! —balbució de nuevo el joven—: Ya en la víspera me decía Shults: se le ha presentado a usted una complicación, y al amanecer me muero de golpe. ¡Ay, ay!

—Pues nada se puede hacer, joven —señaló con benevolencia, y probablemente alegrándose por la presencia del novato, el general—. ¡Debe tranquilizarse! ¡Bienvenido a nuestro, por así decirlo, valle de Josafat! Somos buena gente, ya lo verá y nos apreciará. El general-mayor, Vasíli Vasíliev Pervoiédov, para servirle.

—¡Oh, no! ¡No, no, no es posible! Me trataba Shults. Yo, ¿sabe?… primero se me complicó la cosa en el pecho, con tos, y después me constipé: el pecho y la gripe… y he aquí que así de repente, e inesperadamente… lo más importante es que sucedió de un modo completamente inesperado.

—Dijo usted que al principio empezó por el pecho —se mezcló suavemente en la conversación el funcionario, como si deseara darle ánimos al novato.

—Sí, el pecho y las toses, y después de pronto desapareció la tos y continuó lo del pecho, sin que pudiera respirar… y sabe…

—Lo comprendo, lo comprendo. Pero si comenzó por el pecho, mejor habría sido que se dirigiera a Ek, y no a Shults.

—Y yo, ¿sabe usted?, ya estaba convencido de ir a Botkin y de pronto…

—Bueno, pero si Botkin muerde —señaló el general.

—¡Oh, no! No muerde en absoluto; yo había oído que era muy atento y que lo diagnostica todo a tiempo.

—Su Excelencia lo ha dicho en el sentido de los precios que cobra —apuntó el funcionario.

—¡Oh, no! ¡Qué dice! En total tres rublos, te hace el reconocimiento, te extiende la receta… y yo quise ir a él inmediatamente, pues me dijeron… ¿Qué debía haber hecho, señores, ir a Ek o a Botkin?

—¿Qué? ¿Adónde? —se removió, riendo agradablemente, el cadáver del general. Le acompañó el falsete del funcionario.

—¡Querido niño! ¡Querido y alegre niño! ¡Cuánto te quiero! —exclamó con entusiasmo Avdotia Ignátievna—. ¡Ay, si lo hubieran colocado junto a mí!

¡No, esto ya no estoy dispuesto a aceptarlo! ¡Además es un cadáver reciente! Sin embargo, conviene escuchar algo más y no precipitarse en las conclusiones. A este mocoso del novato recuerdo yo haberle visto hace poco en el ataúd; tenía la expresión de un polluelo asustado, de lo más desagradable. Pero ¿y qué vino después?

Después comenzó tal barahúnda que no pude retenerlo todo en la memoria, ya que muchos comenzaron a despertarse de golpe: se despertó el funcionario, de los que pertenecen a los consejeros de estado, y comenzó inmediatamente a hablar con el general sobre el proyecto de la nueva subcomisión ministerial; sobre otros asuntos y el posible traslado de personas relacionadas con la subcomisión, con lo cual distrajo sobremanera al general. Reconozco que yo mismo me enteré de muchas cosas, hasta asombrarme de los entresijos a través de los cuales resulta a veces posible llegar a conocer las novedades administrativas de la capital. A continuación se medio despertó un ingeniero, pero se estuvo mucho rato refunfuñando cosas totalmente absurdas, de modo que los demás ni siquiera se metieron con él y lo dejaron que estuviera un rato a su aire. Finalmente empezó a dar señales de sepulcral reanimación la señora de la alta sociedad enterrada por la mañana en el catafalco. Lebeziátnikov (ya que el adulador y odioso consejero áulico, que se ubicaba cerca del general Pervoiédov, resultó llamarse Lebeziátnikov) no cesaba de dar vueltas y asombrarse de que en esta ocasión todos se hubieran despertado tan de golpe. Reconozco que también yo me sorprendí; además, algunos de los que se despertaron habían sido enterrados hacía tres días, como, por ejemplo, una muchacha muy jovencita, de unos dieciséis años, pero que no paraba de reír…; reía de un modo desagradable y lascivo.

—¡Su Excelencia, el consejero privado, Tarásovich, se está despertando! —informó de pronto Lebeziátnikov, con extraordinaria rapidez.

—¿Cómo? ¿Qué? —con desaire y voz melindrosa murmuró, recién despierto, el consejero privado. En su tono de voz había algo que denotaba un aire caprichoso y dominante. Me puse a escuchar con curiosidad, ya que los últimos días había oído decir cosas de lo más tentadoras e inquietantes de un tal Tarásovich.

—Soy yo, Su Excelencia, de momento, solo soy yo.

—¿Qué es lo que pide y qué desea?

—Lo único que deseaba era informarme sobre la salud de Su Excelencia; por falta de costumbre, aquí, desde el primer día, se siente uno con algo de estrechez. El general Pervoiédov desearía tener el honor de presentarse a Su Excelencia y espero…

—No he oído.

—Por favor, Su Excelencia, el general Pervoiédov, Vasíli Vasílievich…

—¿Usted es el general Pervoiédov?

—No, Su Excelencia, tan solo un consejero áulico, Lebeziátnikov, para servirle a usted, y el general Pervoiédov…

—¡Qué absurdo! Le ruego que me deje en paz.

—¡Déjele! —interrumpió en tono digno el propio general Pervoiédov la repugnante impaciencia de su agente sepulcral.

—Todavía no se ha despertado, Su Excelencia, hay que tenerlo en cuenta; es por falta de costumbre: cuando se despierte actuará de otro modo…

—¡Déjele! —repitió el general.

—¡Vasíli Vasílievich! ¡Eh, usted, Su Excelencia! —gritó de pronto, en voz alta y con ímpetu, junto a la misma Avdotia Ignátievna, una voz completamente nueva, insolente y de señorito; era un tono cansado muy a la moda y de estilo descarado, como si estuviera midiendo versos—. Llevo un par de horas observándoles; estoy aquí desde hace tres días. ¿Se acuerda usted de mí, Vasíli Vasílievich? Soy Klinévich, nos vimos en casa de los Volokónski, donde, no sé por qué, también estaba usted invitado.

—¿Cómo? El conde Piotr Petróvich… ¿es posible que sea usted?… y tan joven… ¡Cuánto lo siento!

—Yo mismo lo siento, solo que me da igual, con tal de sacar lo que pueda de donde esté. Y no soy conde, sino barón, solo un barón. Somos unos baroncetes tiñosos, procedentes de lacayos; y tampoco sé la razón, pero me da igual. No soy más que un gandul de la pseudoaltísima clase, considerado como un «encantador polizón». Mi padre era un generalucho, y mi madre ha tratado en su tiempo con la haut lieu. El año pasado, junto al judío Zifel, conseguí pasar cincuenta mil billetes falsos, y después lo denuncié, y todo el dinero enterito se lo llevó consigo Iulka Charpentier de Lusagnan a Burdeos. E imagínese, yo ya estaba comprometido del todo con Shevalévskaia, le faltaban tres meses para cumplir los dieciséis; todavía era estudiante de instituto; ofrecían unos noventa mil rublos por su dote. Avdotia Ignátievna, ¿se acuerda de cómo, hace quince años, me pervirtió usted, cuando yo todavía era un paje de catorce años?

—¡Vaya un sinvergüenza que eres! Si al menos te hubiera mandado Dios; pero en este lugar…

—En vano sospechaba usted del mal olor de su vecino, el comerciante… Yo estaba callado y riéndome. Pues el olor procede de mí; me han enterrado en un ataúd cerrado con clavos.

—¡Oh, qué bribón! Solo que yo estoy contenta a pesar de todo. ¡No se imagina, Klinévich, qué ausencia de vida y agudeza mental reinan en este lugar!

—¡Pues sí, sí! También yo estoy dispuesto a emprender aquí algo original. Excelencia, no me dirijo a usted, Su Excelencia Pervoiédov, sino a otro señor: Tarásovich, el consejero privado. ¡Responda! Soy Klinévich, el que le llevaba durante la Cuaresma a casa de mademoiselle Furi.

—Le estoy oyendo, Klinévich, y estoy muy contento, pero créame…

—No me lo creo en absoluto, y me importa un comino. Y a usted, mi querido ancianito, solo me encantaría llenarle de besos, pero no puedo, a Dios gracias. ¿Saben ustedes, señores, lo que escribió este grand-père? Se murió hace unos tres o cuatro días, y ¿se pueden creer que dejó las arcas del Estado con un déficit nada menos que de cuatrocientos mil rublos? Una cantidad destinada a las viudas y los huérfanos, y, sin saber por qué, solo él tenía acceso a ello, ya que al parecer no lo revisaban desde hacía ocho años. Me imagino ahora las caras largas que se les habrán puesto allí a todos, y cómo se acuerdan de él. ¿Acaso no es una idea voluptuosa? Ya me asombraba yo el último año de cómo a un vejete de setenta años, gotoso y con todo tipo de males, le quedaban tantas fuerzas para la perversión. Y ¡aquí está la solución! ¡Esas viudas y los huérfanos… la sola idea de ellos debió de enardecerle!… Ya lo sabía yo hace mucho, era el único que lo sabía, me lo dijo la señora Charpentier, y en cuanto me enteré, por Semana Santa, empecé a presionarle amistosamente: «Entrega veinticinco mil que, si no, mañana te van a inspeccionar». Pues imagínense, por aquel entonces solo disponía de trece mil, de modo que en estos momentos, al parecer, se murió muy a tiempo. Grandpère? ¿Me oye, grand-père?

—Cher Klinévich, estoy completamente de acuerdo con usted, y en vano… ha entrado usted en esos detalles. La vida trae tantos sufrimientos y desgracias, y tan pocos castigos… Finalmente deseo apaciguarme, y, por lo que he visto, espero desprenderme aquí de todo ello.

—¡Me apuesto lo que sea que ya ha olido a Katish Berestova!

—¿Qué… qué Katish? —tembló la voz lasciva del anciano.

—¿Que qué Katish? Pues aquí, a la izquierda, a cinco pasos de mí, y a unos diez de usted. Ya lleva aquí cinco días, y ¡si usted supiera, grand-père, lo miserable que es…! ¡Es de buena familia y educada…! ¡Pero un monstruo hasta más no poder! No se la he presentado a nadie, y solo lo sabía yo… ¡Katish… responde!

—¡Ji, ji, ji! —respondió la vocecita rota de una joven, en la que se percibía algo similar al pinchazo de una aguja.

—Y ¿es rubita? —murmuró entrecortadamente, en tres tonos, el grand-père.

—¡Ji, ji, ji!

—Llevo ya mucho tiempo —balbució ahogándose el anciano— soñando con la idea de una rubita, de unos quince años… y precisamente en una circunstancia así…

—Pero ¡qué monstruo! —exclamó Avdotia Ignátievna.

—¡Ya está bien! —decidió Klinévich—, veo que el material es extraordinario. Enseguida nos acomodaremos aquí mejor. Lo más importante es que pasemos el resto del tiempo de la manera más divertida posible; pero ¿qué tiempo? ¡Eh, usted! ¡Un tal funcionario Lebeziátnikov, o algo por el estilo! ¡He oído que le llamaban así!

—Soy Lebeziátnikov, el consejero áulico, Semión Evséich, para servirle, y estoy pero que muy satisfecho.

—Me importa un comino que esté usted satisfecho, y parece que solo usted es quien lo sabe aquí todo. En primer lugar, respóndame (pues desde ayer no salgo de mi asombro), ¿cómo es que podemos hablar aquí? Si hemos muerto, y al margen de ello, hablamos; parece que nos movemos, y mientras tanto, ni hablamos ni nos movemos. ¿Qué truco es este?

—Pues eso, si usted lo desea, podría explicárselo, mejor que yo, el barón Platón Nicoláievich.

—¿Quién es ese Platón Nicoláievich? No sea remolón, vaya al asunto.

—Platón Nicoláievich es nuestro filósofo casero, especialista en ciencias naturales y un maestro. Escribió unos cuantos libros de filosofía, pero he aquí que lleva tres meses completamente dormido, de modo que ya resulta imposible hacerle despertar. Una vez por semana murmura unas cuantas palabras que no vienen a cuento.

—¡Vamos, vamos!…

—Todo esto lo explica él de un modo muy sencillo, a saber, que allí arriba, cuando aún tenemos vida, se considera erróneamente la muerte como una muerte verdadera. Aquí, el cuerpo parece revivir de nuevo, los restos de la vida se concentran, pero solo en el nivel de la conciencia. Es decir (no sé cómo explicárselo) que la vida continúa como por inercia. Todo está concentrado, según sostiene él, en algún lugar de la conciencia, y continúa así dos o tres meses más… a veces incluso hasta seis. Aquí, por ejemplo, hay uno que ya está casi descompuesto, pero una vez cada seis semanas, de pronto, balbuce una palabreja, claro que sin sentido alguno, algo así como bobok: «Bobok, bobok»; lo que quiere decir que en su cuerpo todavía arde vida en forma de invisible chispa…

—Es bastante absurdo. Y ¿cómo es que yo, sin tener olfato, puedo percibir el hedor?

—Eso es… ¡je, je!… Bueno, pues en esta cuestión nuestro filósofo se pierde en las tinieblas. Concretamente, respecto al olfato, señaló que aquí el hedor se percibe, por decirlo de algún modo, moralmente, ¡je, je! El hedor es como si fueran las almas, a las que se les da tiempo para rectificar durante dos o tres meses, y esto, por así decirlo, es la última clemencia que se concede… Solo que a mí me parece, barón, que todo ello viene a ser un delirio místico, bastante comprensible en su estado…

—Es suficiente, estoy seguro de que todo esto es absurdo. Lo más importante son los dos o tres meses de vida, y al final… bobok. Les propongo a todos que pasemos estos dos meses lo mejor posible, y para ello es imprescindible que nos mentalicemos de las siguientes condiciones. ¡Señores! ¡Les propongo que no nos avergoncemos de nada!

—¡Oh, vamos! ¡Vamos a no avergonzarnos de nada! —se oyeron múltiples voces, y curiosamente incluso algunas completamente nuevas, lo que significa que se habían despertado en aquel momento. Con especial participación resonó la voz de bajo del ingeniero, que expresaba su conformidad ya completamente despierto. La joven Katish se echó a reír alegremente.

—¡Cómo me gustaría no tener vergüenza de nada! —exclamó con entusiasmo Avdotia Ignátievna.

—¿Han oído? Ya que si Avdotia Ignátievna desea no avergonzarse por nada…

—¡No, no, no, Klinévich, yo sentía vergüenza! ¡A pesar de todo, allí arriba, sentía vergüenza, pero aquí tengo muchas ganas de dejar de avergonzarme!

—Entiendo, Klinévich —resonó el vozarrón del ingeniero—, que ofrece usted emprender la vida de aquí, por decirlo de algún modo, sobre unos principios nuevos y ya más racionales.

—¡Me importa un comino! Para eso esperaremos a Kudeiárov, al que trajeron ayer. Cuando se despierte, le explicará todo. ¡Es un personaje! ¡Un personaje de gran relieve! Tengo entendido que mañana traerán a otro especialista más en ciencias naturales, probablemente un oficial, y, si no me equivoco, dentro de unos tres o cuatro días, a un periodista, al parecer, junto a un redactor. Pero, además, ¡que se vayan al demonio! Pues solo es preciso que nos juntemos un grupito y las cosas saldrán por sí mismas. De momento, lo único que deseo es no mentir. Solo deseo eso, porque es lo más importante. Vivir sobre la tierra sin mentir resulta imposible, ya que la vida y la mentira vienen a ser sinónimas; mientras que aquí, y para divertirnos, no mentiremos. ¡Al diablo, pues algún sentido tendrá la tumba! Contaremos todos en voz alta nuestras historias, y ya sin avergonzarnos de nada. Empezaré por mi persona. ¿Saben? Soy una persona de las lascivas. Todo esto, allí arriba, estaba atado con cuerdas podridas. ¡Deshagámonos de ellas y vivamos dos meses en la más desvergonzada verdad! ¡Desnudémonos y quitémonos los ropajes!

—¡Desnudémonos, desnudémonos! —gritaron todas las voces.

—¡Pues yo deseo desnudarme con todas mis ganas! —dijo lanzando grititos Avdotia Ignátievna.

—¡Oh, oh…! ¡Oh! ¡Estoy viendo que aquí lo pasaremos bien! ¡No deseo volver con Ek!

—¡Pues no! Yo, ¿sabe usted?, si por mí fuera, viviría.

—¡Ji, ji, ji! —se rio Katish.

—Lo más importante es que nadie puede prohibirnos nada, y aunque veo que Pervoiédov se enfada, aún con todo, no me alcanza con la mano. ¿Está usted de acuerdo, grand-père?

—Estoy completamente de acuerdo, y muy satisfecho por mi parte, pero siempre y cuando sea Katish la que comience a contar primero su bi-o-gra-fía.

—¡Pues yo protesto! Protesto con todas mis ganas —pronunció con firmeza el general Pervoiédov.

—¡Su Excelencia! —murmuró el tunante de Lebeziátnikov con voz baja y atolondrada para convencer—: Su Excelencia, pero si salimos ganando con dar nuestra conformidad. Aquí, sabe usted, está esa niña… y finalmente todas esas cosas…

—Supongamos lo de la niña, pero…

—¡Nos conviene más, Su Excelencia! ¡Por Dios que nos conviene más! ¡Aunque solo sea como un ensayo, aunque solo sea por probar…!

—¡Ni siquiera en la tumba le dejan a uno en paz!

—En primer lugar, general, que usted en la tumba juega a la préférence, y, en segundo lugar, nos importa usted un pi-mien-to —dijo Klinévich con voz chulesca.

—A pesar de todo, le ruego, señor mío, que no pierda la memoria.

—¿Qué? Pero si usted no llega hasta donde estoy yo, y yo, desde aquí, puedo hacerle burlas, como al caniche de Iulka. Y en segundo lugar, señores, ¿qué general es él aquí? ¡Eso lo era allí arriba, mientras que aquí no es nada de nada!

—¡No! ¡De eso nada…! ¡También lo soy aquí…!

—Aquí se pudrirá en la tumba, y no quedarán de usted más que seis botones de cobre.

—¡Bravo, Klinévich! ¡Ja, ja, ja! —bramaron las voces.

—Yo he servido a mi soberano… y tengo una espada…

—Su espada solo sirve para pinchar ratones, y, además, jamás la usó.

—¡A pesar de ello, formé parte de un todo!

—¡Hay tantas partes de un todo!

—¡Bravo, Klinévich! ¡Bravo! ¡Ja, ja, ja!

—Yo no sé lo que es una espada —exclamó el ingeniero.

—¡Huiremos de los prusianos como ratones, y nos convertirán en polvo! —resonó una voz alejada, que me resultó desconocida, pero que literalmente se ahogaba de alegría.

—¡La espada, señor mío, es el honor! —exclamó el general, pero solo yo pude oírle. Se armó un largo y prolongado bullicio, todo un alboroto y motín, en el que únicamente se oían los impacientes e histéricos gritos de Avdotia Ignátievna.

—¡Hagámoslo cuanto antes! ¡Oh! Pero ¿cuándo empezaremos a no avergonzarnos de nada?

—¡Ja, ja, ja! ¡En verdad que el alma recorre el camino del purgatorio! —se oyó una voz de un villano, y…

Y de pronto estornudé. Sucedió de golpe y sin poderme contener, pero el efecto fue increíble: todo quedó sumido en el silencio, como en un cementerio, y desapareció como un sueño. Realmente se hizo un silencio sepulcral. No creo que se avergonzaran de mí: ¡si ya habían decidido no avergonzarse de nada! Esperé unos cinco minutos y no volví a oír una sola palabra, ni un ruido. No podría presuponerse que se asustaran de una denuncia a la policía. Pues ¿qué podría hacer aquí la policía? Llego involuntariamente a la conclusión de que, a pesar de todo, debían de tener algún tipo de secreto, desconocido para los mortales, que ocultaban celosamente de cualquiera de ellos.

«Pues bueno», pensé, «queridos míos, ya volveré a visitaros»; y con esas palabras me fui del cementerio.

Pero ¡no! ¡No puedo admitirlo! ¡Verdaderamente no puedo! Bobok no me confunde (¡conque eso era bobok!).

¡La depravación en un lugar así, la depravación de las últimas esperanzas, de los cuerpos marchitos y en descomposición, e incluso sin piedad de los últimos momentos de conciencia! Se les han dado, se les han regalado estos momentos y… ¡Y lo más increíble… lo más increíble es que suceda en semejante lugar! No, eso es algo que no puedo admitir…

Visitaré las tumbas de otras clases, y escucharé en todas partes. Y he aquí que, para hacerse una idea, hay que escuchar en todas partes, y no solo en una. A lo mejor doy con algo más reconfortante.

Aunque sin duda alguna volveré donde ellos. Me ofrecieron sus biografías y diferentes anécdotas. ¡Puf! Pero iré; iré sin falta. ¡Es una cuestión de conciencia!

Llevaré esto al periódico Grazhdanín. Allí también plasmaron el retrato de un redactor. Tal vez lo publiquen.

FIN