Bastón puño de oro

Bastón puño de oro

José Rafael Pocaterra

Amor y amistad Realista

Pedro Benítez se había casado con María Ernestina; ella no se casó por amor y él tenía un compañero de trabajo al que no apreciaba.

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Bastón puño de oro

I

Un cuento bonito, ¿no? Un cuento donde no asome la vida real su cara risueña, que mortifica como la expresión regocijada que tienen ciertos pordioseros. Debía ser una leyenda con antiguo sabor caballeresco: la escena sobre el ribazo de uno de esos ríos del centro de Europa, tan historiados, el Rin, el Dniepper, el Danubio; y en un castillo feudal; los personajes deberían llamarse Elsa, Humberto, el paje Otro; la imposición humana con barbas de plata y jubón de terciopelo negro, llamaríase el burgrave Sigfried; la crisis dramática en el fondo del gran salón, amueblado recia y severamente, con artesonados muy altos, aparadores muy graves, sitiales muy rectos de cuero estampado; y el desenlace: una noche de tormenta, a la luz lívida de los relámpagos, se mecería colgado, el cadáver del paje amante…

O más bien una leyenda morisca del mediodía de España, con su abencerraje en potro árabe y su castellana suicida y su don Ramiro implacable…

¿Tal vez una fantasía veneciana, uno de esos crímenes callados donde se contiene, ardida en fiebres mediterráneas, la pasión del alma italiana? Casi todas terminan así: resonó un grito, un cuerpo cayó al agua, después… nada… Una góndola que se alejó, bogando suavemente hacia el Adriático…

Hay también lindas historietas: monjas que palidecen de amor en el fondo de los claustros, desdeñadas que mueren noble y dulcemente rogando por el alma maldita del bien amado. ¿Te acuerdas del don Juan de Baudelaire, en la barca de Caronte, rodeado de las pobres amorosas que se marchan con él a los infiernos? Y amantes, como el de Bécquer, que persiguen a través de la selva una mujer que es apenas un rayo de luna temblando sobre el agua.

Son, niña, literaturas románticas, perfumadas de arcaísmo; un poco irreales, pero también muy significativas en el grito humano del odio, de la pasión, del orgullo que se escucha en todas ellas… ¿No es verdad? Yo quisiera obsequiarte forjando alguna de esas lindas novelas de amor; y hacerla exótica, a la ribera de un río lejano, cerca del Cáucaso, para pintarte la «angustia interior» de los esclavos; o en Hungría, donde la vida antigua parece vivir, como la abuelita Iliria, en un perpetuo sueño de montañas verdísimas y de azul de cielo.

América es también un tesoro de preciosas imaginaciones: hay entre mis libros un Castellanos, un viejo Oviedo, algunas cartas de Fray Pedro Simón y hasta los comentarios populares del Tirano y las crónicas brasileñas de Francisquito, que podría darme, siquiera en préstamo, alguna fuerte e intensa leyenda de aborígenes y de conquistadores… Pero no; todo esto quedaría fuera de la vida pequeña, grotesca, divertida e insignificante que yo sufro en fijar por alguna de sus alas membranosas, un revolotear vacilante y llegas hasta los aleros y en veces hasta los campanarios no muy altos…

Te contaré, pues, la historia de Pedro Benítez y de la que es hoy su mujer, María Ernestina, una muchacha triste que no se casó por amor…

Un domingo, en misa de diez, miró Pedro Benítez a María Ernestina. La había visto antes, casa de las Tersites, donde algunas noches se reunían a jugar dominó o a poner «juegos de prendas», pero hasta aquella mañana no la miró. Realmente, trajeada con mejor gusto que de costumbre, con el gran sombrero paja de arroz adornado en cerezas y rosas, Pedro Benítez, a quien la casa Walter Klosset & Cía. Sucs., le había aumentado el sueldo, en junio, al corte de cuentas del semestre, pensó que él debía tener novia. A la salida de San Francisco se acercó a ella y a las amigas. Saludó con cordialidad; esbozó un piropo de dependiente, manejó con alguna soltura su bastón, puño de oro, recuerdo de familia y las acompañó a la Plaza, y se estuvo con ellas la mañana, hasta La Francia, hasta el tranvía luego… Seis meses después, salía con ella de brazo, del Concejo Municipal. Las Tersites fueron madrinas. Los periódicos publicaron un «nupcial» y los retratos: «ella, la bella arminal, el candor; él, mano robusta para llevar el timón de la nave de la vida por mares bonancibles, etcétera…».

El del timón ganaba unos trescientos bolívares: redondeaba sus ciento y pico de pesos dando clases de Teneduría por la noche; ella adornaba sombreros para las canastillas del Pasaje Ramell. Hubiera conseguido una plaza buena en «El Louvre», pero como tenía que estarse allí todo el día y había jóvenes empleados… Pedro Benítez era hombre celoso y avisado.

No mijita, con lo que tenemos basta por ahora. Después… tú verás cómo yo logro que boten a Ursulino de «la casa» y así me aumentarán…

Ella, agradecida, lo besó con mimo:

—¡Tú nada más, contigo nada es todo!

Y él continuó razonando acerca de lo que se perjudicaba «la casa» con aquel Ursulino, un muchacho tan sinvergüenza, que llegaba a las nueve a la oficina, se ponía a hacer versos, y le robaba los tabacos del escritorio hasta al mismo don Federico.

II

Es un misterio impenetrable cómo cambian de carácter algunas mujeres. Ursulino perdió el puesto: le sorprendieron hurtándose un dinero. Pedro Benítez mejoró. Compró, por cuotas, un pequeño «Pleyel» para que María Ernestina, de matinée, lazada de azul, con peinado Cleo, mientras él fumaba un capadare barato, le tocara en las veladas «L’oiseau moqueur» y el «Adiós a Ocumare». Aquel piano, con sus voces un poco destempladas, vibrando acordes de métodos y valses criollos, alborotados, sensuales, aquellas cubiertas de música siempre llenas de grabados sugestivos: rincones de salón moderno donde «gentlemen impecables» inclinan sus monóculos sobre escotes tremendos, o giran enlazadas parejas en un torbellino de fracs y de hombros desnudos… En fin, la misma música, la eterna visión de lujo que se entra en el alma de las mujeres por las rendijas más absurdas… Posible es que también el roce con la seda, con los aigrettes costosos, con todas las cosas de lujo y de elegancia, turban aquella cabecita linda peinada a la Cleo…

Y él, Pedro Benítez mohíno, quebrantado, sentía que su mujer lo veía desde arriba, encaramada en un ensueño… Ya ni tenía gusto en llevar los domingos el bastón puño de oro, recuerdo de familia…

III

—¿A que no te imaginas…?

—¿Qué?

Habíase vuelto en el taburete del piano, dejando sobre el atril, a medio tocar, una partitura de «La Viuda Alegre». Él no adivinaba. Era tarde; quería comer.

—A Ursulino, ¡qué te parece!, lo nombraron director de un Ministerio. Esta tarde estuvo aquí, de visita. Me dijo que tú habías sido un buen compañero de oficina en sus días de burgués; que él te aprecia mucho…, que en Caracas no había unos libros mejor llevados que los tuyos… En fin, de lo más amable. Dijo que volvería a verte…

Pedro Benítez hizo una mueca desdeñosa:

—¿A mí…? ¡Yo no quiero nada con un hombre de tan malas condiciones…! ¡Ése es el colmo!, darle una dirección de Ministerio a un vagabundo que se roba hasta los lápices de los escritorios. ¡Este país está perdido!

Pero Ursulino era tan simpático, se hizo tan de la casa, que a pesar de sus antiguas incorrecciones iban los tres al cine; algunos domingos quedábase a almorzar con el matrimonio. No obstante su carácter oficial, al salir de la oficina, no desdeñaba esperar a su antiguo compañero, para irse a dar juntos la vuelta al Paraíso; unas veces pagaba él, otras su amigo… Era una amistad estrecha. Ursulino colaboraba en varios periódicos; tenía éxito, tenía talento. Bueno, sería medio maluco, decíase Pedro Benítez, pero sabía tratar a los hombres, y además no era pretencioso. Todo lo contrario; parecía que no se diera cuenta de su importancia política viviendo en la misma cuadra que el general Rodríguez Pérez. Con eso lo disculpaba y hasta lo elogiaba cuando en «la casa» los demás empleados extrañaban aquellos morisqueteos.

IV

El otro día nombraron a Ursulino Cónsul en Amberes. Y se llevó a María Ernestina, a bordo del «Guadaloupe», en traje de hilo crudo, con un gran velo, con un gran carriel-necessaire, con un hermoso «paja de Italia» adornado por ella misma… Como ella lo había soñado desde las notas destempladas de su pequeño «Pleyel».

V

En el Correo, viendo el pizarrón del movimiento de barcos, encontré a Pedro Benítez. Me saludó con efusión: estaba decaído, avejentado, llevaba un terno cacao, algo anticuado… El bastón puño de oro, recuerdo de familia, había perdido el regatón y estaba arreglado con una cápsula de revólver…

—¿Qué te parece lo que me ha sucedido?

Yo no pude contestarle de pronto: balbuceé algunas filosofías vagas. Él completó mi pequeño discurso, casi rebelándose, dando los golpecitos enérgicos con el bastón:

—¡Y sobre todo, chico, hacerme eso a mí, a un hombre de mi conducta, que tiene doce años trabajando en una de las casas más fuertes de Caracas!

FIN