Ángel

Ángel

Amor y amistad Cortos Para soñar

Ángel es una vaca verde. Levanta su cabeza, se limpia el sudor con un pañuelo de yerbas y corre hacia el arroyo

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Ángel

Espigado, moreno de tabla todavía verde que empieza a ahumarse. Sus ojos parecen más viejos que sus manos y que sus cabellos. Ojos niños que empiezan a ver llantos familiares, un día cualquiera, cuando vuelven de contemplar saltos de circo, barcas engalonadas, clarines. La infancia termina en el instante en que se pierden las ganas de jugar. Este niño ya no es infantil. Hace unos días que apoya su frente en los hierros negros del balcón y se queda mirando las ruedas que pasan dejando sus huellas duendas, los testuces, los sombreros amarillentos de los tres viejos que conversan debajo del fresno. Hace unos días que no va a la orilla del río ni espera a los pastores al atardecer. Su mirada salta de la copa del fresno a los sombreros de los viejos, de la llanta de las ruedas a las hojas que empiezan a salir en los manzanos.

Y entre estas monótonas contemplaciones trashumantes o quietas, el recuerdo del tiempo reciente en que él era, cuando venía de la ciudad, como un pequeño príncipe que estuviera pasando unos días en la aldea. Su memoria se va llenando de frases pastoras que elogiaban su cinturón de cuero luciente, la hebilla blanca, sus zapatos rojizos, el pequeño reloj sin latido que siempre marcaba la misma hora. Los zagales le traían bastones de arbustos tiernos, palomos silvestres.

Desde hace unos días todo ha cambiado a su alrededor; las palabras, las caras. Una noche oyó unos fuertes golpes en la puerta y unas voces que parecían reñir a la intemperie. Al día siguiente su padre no estaba allí. Su madre hizo un viaje a la ciudad y volvió más triste, con los ojos enrojecidos. Desde entonces, siempre tiene una lágrima colgando de las pestañas. Después se marchó Amelia la criada con un atadijo debajo del brazo. Y él, días y días en el balcón, oyendo las palabras de los tres viejos, los golpes de sus picayas en las piedras, los sonidos de la cometa de azófar del hijo del amolador.

Pero una tarde baja las grandes escaleras. En el pequeño jardín, mayo empieza a contentar a las plantas, a poner guapo el cerezo. Atraviesa el pueblo despacio, perezoso, como se va a la escuela. En las orillas, los saúcos, tan adustos, tan ásperos, empiezan a sonreír flores blancas…

Allí, en aquella ladera suave, se divierten los muchachos. Unos hacen de vacas, otros de pastores. Y el más rollizo, el de la voz más fuerte, hace de mastín. Todos quieren hacer de vaca o de mastín y ninguno de pastor. No he podido comprender por qué esa predilección de los muchachos en el pasturo tierno de la ladera, descalzos, mochándose.

Cuando llega el niño, el mastín le ladra furiosamente. Las vacas, cenicientas, verdes, rojizas, negras, riñen al perro porque ladra al niño. El pastor se aburre, sentado en unas piedras, con un trocito de rama en los labios. De vez en cuando da una voz como a res que se fuga. Y vuelve a su quietud, sobre la piedra, mordiendo la ramita. Un novillo se cae en los escajos. Llora y las vacas se ríen. Los mugidos no dejan oír el agua que cae del caz del molino, la bulla de los pájaros, los testarazos de aquel carro que baja tambaleándose, lleno de madera muerta…

Después todo se apacienta en las yerbas. Todo adquiere un sosiego de majada sin lobos, lejos las cumbres frías, con vacas dóciles, con pastor manso que casi nunca maneja el cayado con ira. En el pueblo se oye la voz de doña Marta la loca, riñendo a los árboles, a las gallinas, al humo que parece el polvo que levantan los pájaros en los tejados. La pobre doña Marta, loca desde que volvió su hijo sin piernas, que a veces se escapa del pueblo y se va a tirar piedras, como niña, a las cuevas del monte o a ver el cielo, las bandadas de pinzones, en el remanso del río…

—¡Ángel, Ángel!

La voz del niño se va por los escajos allá, hasta la majada, de donde está ausente el ángel del silencio.

Ángel es una vaca verde que está encamada en un ribazo también verde. Levanta su cabeza, se limpia el sudor con un pañuelo de yerbas y corre hacia el rumbo de la voz, como corzo que ve el arroyo. El mastín va detrás, ladrando desesperadamente…

Ya juntos, el niño del balcón dice unas palabras al del elástico verde. Y echan a andar juntos hacia el pueblo. El mastín se para en aquellos arbustos y sigue ladrando a los que se van…

Pariguales y ligeros, pasan el puente, saltan unas cercas para llegar más pronto, atraviesan la mies. El niño del balcón calza unas botas finas, viste una marinera azul, tiene una sortija blanca, un cutis fino de colegial interno. El niño del elástico verde está descalzo. Los rasguños de las piernas son como rayas coloradas en badana sucia. Sus calzones se parecen a aquellos que hace años se ponía su padre los domingos y fiestas de guardar… Piel de andariego en brañas, en collados…

—Espérame detrás del horno…

Sus pies descalzos van levantando pequeñas polvaredas en la calleja. Y al poco rato vuelve, corriendo como se fue, un poco más sofocados los carrillos, un mechón moviéndose entre las cejas.

Ya detrás del horno, hay un intercambio rápido, silencioso, como los ladrones que se cambian sus hurtos, entre la algazara del bardal donde juega el aire, pastor de las nubes. El niño del balcón saca de su seno un pequeño libro de tapas de color de rosa. Y el otro enseña un gran pedazo de borona muy amarillo. Y se le da al mismo tiempo que coge el libro. El niño del balcón empieza a morder con ansia, con ansia…

Ángel está viendo ahora un dromedario azul en unas arenas. Cerca, doña Marta la loca está riñendo a la cabeza de potro del picaporte.

FIN