Alfarería de amor

Alfarería de amor

Amor y amistad Cortos Para niños

Amta y Miska se amaban profundamente. Un amor prohibido por el padre de ella. Y planearon el modo de estar juntos para siempre

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Alfarería de amor

Amta era alfarero, el mejor de la aldea. Todos querían poseer alguna de sus vasijas. El hombre las hacía pequeñas, para moler maíz. Medianas, para guardar agua limpia. Hacía vasijas de boca ancha, vasijas enanas, vasijas de cuello largo. Pero las más codiciadas eran las vasijas mortuorias; aquellas consideradas la última morada de los muertos, la casa de la eternidad.

Realizando su trabajo con tanta destreza, Amta desconocía el consejo de los sabios chamanes: nunca debe un objeto ser más bello que la vida, un pájaro pintado no debe ser más bello que un pájaro volador, es petulancia de lo quieto querer ser mejor que lo movedizo. Quien sea tan soberbio recibirá su castigo.

Y bien… Ocurrió que Amta, el alfarero, se enamoró de Miska, la hija del cacique.

Miska valiosa como una joya de jade.

Miska prohibida. Inalcanzable.

Y Miska lo amó también.

Con la ayuda de una anciana curandera, Miska y Amta planearon el modo de estar juntos para siempre.

La anciana prepararía un brebaje soporífero para que Miska bebiera. Entonces, la joven parecería muerta, muerta como todos los muertos, sin aire ni color en el rostro. Al día siguiente, tal era el plan, los amantes iban a huir lejos.

La trama empezó a tejerse.

Miska bebió el veneno, y casi de inmediato se desvaneció. Minuto a minuto su respiración se llenaba de agujeros.

—Manda de inmediato a hacer para ella una vasija mortuoria —dijo el médico de la tribu.

Y el cacique envió un mensajero al sitio donde Amta vivía.

Frente a la noticia de la muerte segura de Miska, el alfarero mantuvo la calma.

—Le haré mi mejor vasija —dijo. Y enseguida comenzó con la tarea encomendada.

El amanecer lo encontró amasando un barro precioso que tenía la textura de la Creación. La mañana pasó mientras Amta coloreaba la arcilla con jugo de pétalos azules. Al mediodía, Amta bebió su sed. La tarde larga de la aldea lo vio moldear el contorno de la vasija más maravillosa que alguien hubiese visto. Al caer el sol puso empeño en hacer unos mínimos orificios alrededor del cuello de la vasija mortuoria. La noche lo vio encender hogueras para que el barro secara debidamente. Un nuevo amanecer que Amta dedicó a cincelar pequeños ciervos, mariposas y pájaros de alas extendidas.

La ceremonia para la hija del cacique se llevó a cabo con puntualidad y grandeza. Miska, envuelta en telas aromadas, fue depositada dentro de la vasija. Luego, entre cantos fúnebres y lamentos, la vasija fue conducida al Lugar de los Muertos. Allí, Miska observaría la eternidad en compañía de sus antepasados.

Al día siguiente, Amta y la anciana se dirigieron al Lugar de los Muertos. Entraron con cautela, como pueden entrar los vivos al silencio pleno. Y fueron hasta la vasija de Miska.

—¿Aún duermes?

Y nadie respondió.

—Miska, amada mía, ¿duermes aún? —preguntó Amta.

Pero desde el vientre de barro no llegó sonido alguno.

—Hemos traído agua fresca para que bebas y un puñado de semillas para que recobres fuerzas antes de marchar.

La anciana se tomó la cabeza con ambas manos.

—¡No debiste hacerlo! —se lamentó.

—¿Qué cosa?

—Esta vasija… Tan bella.

Los ojos negros de Amta perdieron la luz. El alfarero empezaba a entender.

—Te lo advirtieron —dijo la anciana—. Los objetos deben ser amables y provechosos. Pero la hermosura… La hermosura es solo para lo que vive. Es tan bella la vasija, que Miska prefirió quedarse allí. Alfarero, ¡ahí tienes tu castigo!

FIN