
Adrián el tonto
Manuel Llano
Más cuentos del autor »Con su blusa corta, con esos calzones de tela parda pegados a las piernas, da sensación de mozo disfrazado para divertirse
Adrián el tonto
Adrián el tonto me parece más listo. Su figura se ha ido afinando hasta adquirir una delgadez que me hace pensar en la del galgo o en la rámila cuando se estira para entrar en los aseladeros. De antes era cachazudo, lento. Tenía andar de viejo morueco. Otras veces sus pasos parecían de niño regordete yendo de mala gana a la escuela. Pero ahora camina más ligero. Sus ojillos, casi verdes, contemplan más despacio, como si le hubiera nacido una curiosidad de adolescente contento en sitios nuevos. Parece que ha llegado hace poco a la aldea, y que está empezando a conocer los caminos, el rumor de los rebaños, la gente. Con su blusa corta, sin camisa, con esos calzones que parecen bizmas de tela parda, negra, amarillenta, pegados a las piernas, me da sensación de mozo disfrazado para divertirse y divertir a los labradores.
Siempre sonriendo, como si viera gestos graciosos entre los árboles, en lo hondo del río, entre las llamas del lar, en el cielo; a medida que va adelgazando, esa sonrisa se hace más infantil, más de niño que está viendo cosas alegres o que recuerda bofetada de circo, embriaguez de viejo bueno, susto de mujer en un corral ante el brinco del raposo.
En las callejas de la aldea, la sombra larga de su cuerpo es una distracción asombrosa para sus ojos. Su sombra le divierte en el camino. Es como una fiesta negra, errante, alegrando el suelo, o como un fantasma pacífico y bromista. A veces se para y se queda contemplando la sombra, risueño, un poco doblado. Parece que está viendo en el suelo unas escenas de fábula, hechas por hormigas traviesas. Después empieza a manotear, a mover la cabeza muy de prisa como si le temblara, a inclinar y a enderezar su cuerpo. Y se ríe de lo que hace la sombra, se ríe hasta ponerse encendido, en mitad del camino. Su expresión, entonces, parece de muchacho listo y jovial, todavía inocente, que recuerda de pronto una de esas bromas antiguas que se cuentan en la aldea. Ríe con alboroto de arroyo saltando. En su cara roja, la risa me hace pensar en un gesto gracioso pintado en una manzana. Risa de caricatura de cuentos infantiles. Sus brazos se mueven como en disputa, se ponen en cruz, se alzan como al bailar. La sombra, esa gran plagiadora, que tanto alegra al pobre tonto, se desvanece de vez en cuando por culpa de aquellas nubes; entonces Adrián, cansado, sorprendido, deja de reír, mira a su alrededor para ver dónde se ha escondido aquel hombre negro, tan bromista y tan pacífico. Mira entre los escajos, al otro lado de las paredes de los huertos, detrás de los árboles. De pronto se vuelve a ver acostado en el suelo de la cambera. La cara de Adrián se pone de nuevo de pascuas alegres. Su boca se abre como para tragar brunos enteros, nueces, guindas grandes, y recomienza el estéril trajín de sus brazos, los ojos ávidos de suelo, la risa larga, risa de cosquilla en una jarana montés entre mozas y pastores.
Sólo el tonto, con los deleites de su sombra, tañendo el sonajero del hijo de su hermana, silbador de cabras, medroso de perros y de niños, sigue aquí su vida de siempre, en la feliz incomprensión de aquellos suspiros, de aquella casa cerrada, del silencio del campanil.
Enjuto y alto me parece menos tonto que de antes, ladrón de manzanas y de borona de niños, él que nunca robó ni la cizaña de la mies, ni las ciruelas de aquellas ramas que caían fuera de la cerca, rozándole la cabeza, al pasar…
FIN